Unión
Bajo La Nieve.
En el territorio
de la Patagonia Argentina en la actualidad coexisten comunidades originarias
mapuches, y es aquí donde aconteció este relato contemporáneo
El cielo se veía tan azul como el espejo de la laguna
Copahue (lugar de agua caliente), y un pujante sol asomaba en las montañas
desnudas que bordeaban el horizonte. Entre ellas se encontraba la cabaña
rodeada por arbustos de coloridos frutos regionales, perceptibles tan sólo en
verano. Apenas amaneció, Martín abandonó la comodidad del hogar dejando al
pequeño hijo en brazos de su esposa para arriar a las ovejas al pastoreo en la
cruda cordillera de los Andes. Lo seguía Rayo, su leal compañero, un perro
enorme de largo pelaje gris y aspecto de lobo temible, al que adoraba como a un
hermano y pretendía que estuviese siempre a su lado por razones de seguridad.
Más de una vez les tocó dormir juntos a la intemperie cuando la noche los
sorprendió lejos de la cabaña.
La tristeza pesaba sobre Martín ante la reciente
pérdida de su amigo mapuche, Uñem (pájaro),
desde que las primeras nieves del otoño se lo llevaron al cielo. Le
resultaba imposible olvidar a quien fue un simple vecino hasta el día en que
los unió una poderoza amistad. Así volvía siempre a su memoria aquel hecho que
los unió: cuando en un pasado invierno, Martín se había alejado de la cabaña y
sobrevino una fuerte ventisca en un día pésimo. La nieve caía copiosamente
cubriendo grietas, hendiduras y barrancos acumulándose en las laderas, mientras
el viento quejumbroso azotaba las montañas. Rayo, inquieto junto a su amo,
buscaban en el tendal blanco a las ovejas descubriéndolas para guiarlas de
vuelta a la cabaña en medio de la nieve que las tapaba casi por completo. De
pronto Martín cayó en una hendidura traicionera, y el perro acostumbrado a no
detenerse ante el peligro, acudió en su ayuda. No era mucho lo que podía hacer,
el hombre estaba golpeado y había que arrastrarlo cuesta arriba, demasiado para
un canino, y mientras lo intentaba se produjo un desprendimiento que los cubrió
a los dos. Pareció que sería el fin, pero rayo comenzó a cavar tenazmente con
sus patas hasta lograr un hueco y salir, a la vez que dejó al descubierto la
cabeza del hombre en estado inconciente. Lamió su rostro hasta que reaccionó y
éste, lo primero que hizo fue agradecerle la generosa actitud. Sin dudas el
perro era tan noble como su tamaño, aunque faltaba mucho por hacer. Martín
estaba seguro de que Rayo lo cuidaría bien sin permitir que se congelase. Luego
de recobrar fuerzas, el perro se alejó en silencio desoyendo los gritos
desesperados del amo que se quedaba en soledad. A medida que pasaba el tiempo,
el herido comenzó a dormitar y cada despertar era una pequeña agonía, pensando
que lo encontrarían rígido y helado entre cadáveres ovinos. Su can amigo sabía
que sin ayuda todo estaría perdido, y avanzó lentamente hacia la casa de Uñem,
pues la marcha se hacía difícil sobre manera, y además, parecía tan cenagoso
que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir ese día, como lo hizo él. Al
llegar ladró desesperadamente, y dio vueltas hasta convencerse de que no había
nadie en casa. Le quedaba la opción de dirigirse hasta la lejana cabaña de la
familia Cullen, debiendo superar el cansancio y la dificultad del camino
desigual que se encharcaba más y más, y lo hizo. Acercándose a la puerta ladró
con insistencia pidiendo ayuda, y confundiéndolo con algún animal silvestre
comenzaron a dispararle con un rifle. Decepcionado se ocultó tras los árboles y
agotado debió descansar en momentos que caían gruesos copos que se
arremolinaban en él, elevándose con los soplidos del viento.
Entre tanto, Martín entumecido perdía los ánimos
y se resignaba a que nadie vendría a rescatarlo. En su delirio olvidaba estar
hundido y se esforzaba por ver el penacho de humo de la cabaña, el albergue de
su querida mujer y al bebé mamando frente a los chispeantes leños… y ya se
había olvidado hasta del perro. Habiendo fracasado en la misión, Rayo volvió a
ladrar para anunciar su retirada… quizás porque no sabía insultar. Decidió
regresar a su hogar aunque era imposible que la mujer acudiera con una
criatura, pero necesitaba ayuda para salvar a su amo. Mientras las horas
avanzaban, él lo hacía con dificultad y sin detenerse. Sorpresivamente se
encontró rodeado por una jauría de narus, los zorros colorados. Eran los
animales salvajes con quienes se enfrentaba a menudo protegiendo el rebaño.
Dispuesto a morir peleando, como cualquier valiente, erizó el pelo del lomo, al
tiempo que exhibía sus fauces con enormes colmillos y los ojos amenazantes,
brotándole un lobo feroz dentro del perro inofensivo. Él los superaba en
fuerzas y tamaño, pero ellos eran muchos. A punto de despedazarse en una lucha
desigual, se oyó un grito que retumbó en las cumbres, era de Uñem, el amigo mapuche,
quien compartía con los canes las cacerías y por lo tanto dominaba la jauría, y
así llegó la paz. El hombre comprendió que algo malo sucedía, pues ese trehua
(perro) nunca andaba solo. Entonces todos Se pusieron en marcha siguiendo al
fiel amigo de Martín.
La luz solar desvanecía, dejó de nevar y la luna
irrumpió a través de una capa de nubes enlazadas, y brilló sobre la blancura
que cubría todas las huellas que iban dejando. Se escuchó triste el rugido de
la tempestad y el estruendo en la quietud metiéndose como el frío en los huesos
de Martín. De pronto irrumpieron aullidos de los narus y ladridos del trehua
indicando alegremente que habían llegado al lugar del rescate, y pocos minutos
bastaron para remover la nieve con tantas patas ansiosas. Uñem cargó a Martín
sobre sus espaldas y lo puso a resguardo. El cansancio, la tormenta blanca y la
noche, indicaban que sólo quedaba esperar. Rayo se echó junto al amo, los narus
guiados por el mapuche descubrían y agrupaban a las ovejas. Uñem tapó con su campera
al hombre helado, mientras él se cobijó con los narus, y así todos apretujados
se estimularon y se dieron calor. Martín superaba la agonía y ansiedad al
sentirse rodeado de verdaderos amigos, aquellos que se entregan de cuerpo y
alma cuando uno tropieza con la adversidad. La nevada amainó al amanecer e
iniciaron el regreso. En improvisada camilla Uñem arrastró a su amigo en tanto
la jauría, con júbilo les abría paso. A pesar de la blanda nieve, volvieron más
fácil, favorecidos por la bajada. Los invadió la alegría cuando percibieron la
chimenea humeante de la hermosa cabaña. La Esposa de Martín con el niño en
brazos miraba por la ventana entre el aguanieve, y emocionada, vió llegar al
hombre amado junto a los salvadores, sus blanquecinos amigos.
Después de evaluar lo sucedido, Martín pensó en
la soledad vivida tan cerca de la muerte fría y, recordando que sus últimas
horas fueron un tormento, se le cruzó la idea de radicarse en la ciudad para
vivir sin tantos sacrificios. Pero enseguida desistió, pues en ese cambio no
tendría a quienes en esos momentos lo abrigaban: el amor de su familia, la
lealtad de un compañero como Uñem, la fidelidad de Rayo, el calor de las ovejas
y el instinto de los narus, de todos… de todos sus amigos de nieve y de corazón
caliente.
© Edgardo González
“Cuando
la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de
su alma”.
Referencias en mapudungun (lengua mapuche):
Copahue=Lugar de agua caliente / Naru=Zorro colorado / Uñem=Pájaro /
Trehua=Perro / Cullen=Luna.
Autor: Edgardo González. Buenos Aires, Argentina.