Noche del 5 de enero.
La noche era fantástica. El día lo
había sido también. La costa se perpetuaba como ese sitio donde el mar
arrebataba de tu ánimo la desazón, hundiendo el pesar en las profundidades del océano.
Mientras, el viento - suave brisa húmeda y salobre - refrescaba la piel. El sol
- como en cualquier verano decente - fue el dios omnipotente, abrasando a unos,
abrazándonos a los otros, los seguidores del apóstata faraón.
El agua estaba fresca, apenas lo
suficiente para hacerse notar, sin atreverse a plantar cara a la soberanía del
reluciente disco ni al dorado de algunas pieles, que como la mía, desafiaba al
blanco verdoso de los recién llegados. Pero todos los colores debían ceder la
majestad a los casi azules cuerpos de los africanos. Este año estaban de moda
sus creaciones: desde bijou colorinche a sandalias de diseño sencillo y a la
vez llameante atractivo, y desde los hilos de plata que trenzaban con imposible
habilidad entre sus manos de larguísimos dedos, hasta aquellas inescudriñables
pociones, pletóricas de tonos que ofrecían el paraíso terrenal, a condición de
que fuesen esas mismas manos las que los esparcieran por tu cuerpo. Todo ello
se trocaba. Todo se podía conseguir. Y ellos lo lograban todo. Sus rostros
limpios, el azabache de las pupilas, el nácar de una dentadura perfecta, las
fibras de sus cuerpos, todas en su sitio, ninguna de más. Y los modos de
pantera, suaves, decididos, tranquilos, seguros.
Disfrutaba de satisfacer ese deseo
de dejar la soledad atrás. Los murmullos de todos, los voceos de los vendedores
de agua, de helados, de sombrillas… la conversación con Charly y Claudio,
nuestras idas y vueltas entre el bronceador y el mar, mirando sin ver, observando
y dejándonos observar. Los elogios sobre algunas de mis curvas por parte de
Clau. Mi falta de modestia, pero también reconociendo sus otras curvas, esas no
tan evidentes pero de efectos devastadores. Y Charly, espléndido en su
reaparición luego de una década.
Todo lo nuevo y todo lo viejo. Vieja
nuestra amistad. Nueva la playa. Nueva la amistad. Vieja esta misma playa.
Nuevas las sensaciones perdidas en el tiempo. Vieja la urgencia del contacto.
Nuevas las carnes. Viejas las ansias.
Cuando las cuatro de la tarde
hicieron sentir su presencia, no fueron los relojes sino una lasitud
somnolienta la que nos impulsó a buscar algo consistente: un almuerzo se
necesitaba con prontitud. Bueno, estábamos de vacaciones, de modo que el
almuerzo podía ser a las cuatro de la tarde o a las diez de la mañana. Todo
como antes. Todo nuevo otra vez. La arena húmeda dejó paso a su ardiente y
oscura contraparte seca, y esta cedió ante el ímpetu hirviente del cemento.
Regresamos a los usos de la civilización, calzándonos y echándonos algo más que
los trajes de baño encima.
Fruta, pan crocante, queso, unos
tragos de jugos o fresco vino, según quién. La música tranquila se deslizaba
por el agradable interior del apartamento. Casi ni hablamos, porque no hacía
falta. Los platos fueron quedando desiertos y nuestros ojos caían, como la
tarde en el poema de García Lorca. Un último brindis por ese encuentro, el
brillante tañido de las copas al chocar y…
Desperté cuando el cielo enrojecía.
El tumulto del día iba bajando de intensidad. Sin ganas de moverme demasiado,
me estiré lentamente. A mi lado - a mis lados en realidad - se dormía aún. Sus
respiraciones sosegadas daban a entender que todavía no debía molestarles.
Me deslicé suavemente fuera del
enorme lecho, para integrarme muy pausadamente al mundo real.
Con los ojos apenas entreabiertos,
repté más que caminé hacia la ducha. Abrí los grifos al máximo y el primer
golpe helado fue maravilloso. La potencia del agua se llevaba con presteza el
salitre, los restos de arena y del protector solar. Me miré al espejo y me
gusté. Hacía años que no tenía ese tono. Mis ojos habían cambiado, y seguían
siendo los mismos. Olía allí al aroma del champú, a naranjas maduras y menta
recién cortada, muy al estilo de Clau.
Me dije que tomaría un té de anís,
porque era lo indicado para comenzar la tarde. En casa de Analía lo había
probado, y tan adictivo resultaba que sólo me lo permitía en ocasiones que
valiesen el festejo. Cerré el agua y, secándome someramente, volví al estar.
Tomé un gel refrescante y me agasajé con dedicación. El mínimo traje de baño
había resultado fantástico, y casi no había sitio en mi anatomía en que Atón no
hubiese dejado su impronta.
Sin ropas aún, encendí el equipo de
audio, busqué una suave bossa y preparé mi anís tibio. Volví al estar, subí
apenas el volumen y, al mismo ritmo en que la tarde se deslizaba hacia la
noche, me tiré en la cama, como había venido al mundo, pero cuarenta y tantos
años después, disfrutando los sonidos del aire, del mar, de la gente y de la
música. Acabé el primer tazón y me serví otro. Definitivamente esto era un
vicio.
Mientras degustaba el líquido
dulzón, ordené mis petates, me calcé una remera suelta, que alguna vez fue de
color azul profundo, y unos bermudas claros. Miré hacia la cama, y seguían durmiendo.
Tomé un papel del anotador de junto al teléfono, y di cuenta de mi partida. Me
colgué el bolso y salí del edificio...
Como iba sin calzado, disfruté del
calorcito de las baldosas, retomé el camino a la costa, y bajé a la playa.
Esa era mi hora, el momento en que
los habitantes del día están yéndose y los de la noche aún no llegan. La marea
había subido, de modo que el agua estaba revuelta y las olas rompían
incesantemente, pero aún tranquilas. No quedaban vendedores ambulantes, pero la
feria de los africanos parecía haber crecido sobre la escollera. Y hacia allí
me guiaron los últimos rayos de aquel atardecer.
Los pálidos bloques del rompeolas
guardaban algo de calor, así que no usé mis zapatillas. Recorrí esa feria por
enésima vez. Todos los días y todas las noches había ido allí desde mi llegada.
Y seguiría haciéndolo porque… porque debía hacerlo. Algo me provocaba a ese
recorrido. Y por las noches, algunos aromas desconocidos formaban una bruma
junto a otros más familiares y a las mínimas gotas del rocío marino, que
difundían ambos lánguidamente.
Recorrí, sin prisa y sin pausa, el
paseo improvisado. El metal, los cueros, las telas, las fragancias hacían de
ese pequeño espacio un mundo de otro mundo. Casi al final, cuando las primeras
olas grandes de la noche se levantaban briosas por sobre la línea del pétreo
muelle, un nuevo puesto llamó mi atención.
Sobre una gruesa tela, entre rojo
sangre y púrpura celestial, se veía una esclava de plata, delicadamente
repujada, con extraños motivos; al menos para mí lo eran. A la izquierda del
fastuoso brazalete, una cadena que, al principio, creí hecha de hilos dorados,
y que cuando vi más de cerca comprendí que se trataba de una compleja madeja
trenzada de finísimas cadenitas de oro. Y a la derecha, un lienzo, pequeño y
marfilino, con un bellísimo dibujo en coloridos trazos entre los que
predominaban los rojizos purpúreos del tejido en que se exponían los tres
objetos.
No me había percatado de quien fuese
el propietario del lugar hasta que una senegalesa se acercó. Había aprendido a
distinguir las nacionalidades por algunos detalles de vestimenta y del peinado.
Sonriendo cálidamente me preguntó si deseaba algo.
Le pedí saber si tenía más objetos a
la venta, a lo cual respondió que no. Esos eran los únicos. Cuando señalé la
cadena dorada, como para consultarle el precio, cambió su expresión levemente.
-Esto se
debe ir junto y a pareja.- me indicó, con alguna dificultad en la
pronunciación. La miré algo sorprendido, e insistí si no tenía alguna otra obra
parecida.
-
-Sólo pueden llevarse los
tres juntos.- dijo una profunda voz a mis espaldas.
Me di vuelta apenas, porque no hacía
falta más. El dueño de la voz era un muchacho de edad indescifrable, de rostro
calmo, en el que reinaban sus ojos enormes, almendrados, blanquísimos con su
pepita de negro insondable, y su barba -de apenas un par de días- que enmarcaba
unos labios firmes y su impecable sonrisa. Estaba tan cerca de mí que al
volverme pude sentir su aliento cálido y raramente perfumado.
Lo miré con algo de sorpresa,
inquiriendo si no habría posibilidades de negociar. Había dado por supuesto que
la chica y él eran corregentes del sitio.
-No son
artesanías.- dijo, mientras caía en la cuenta de que su español era fluido -Son
objetos de arte y amor, objetos que dos personas llevan como señal de unión. No
se venden por separado porque es maldición. Se hicieron juntos y se irán juntos
para dos personas que están destinadas a permanecer juntas.- concluyó, sin
abandonar nunca su gentil expresión.
-
-Entonces… si encuentro a mi
persona… a mi otra persona… puedo venir y…
-
-Si no está con esa persona,
es que la otra persona no llegó. O tal vez sí llegó y por eso a usted le parece
que está solo aquí.- Concluyó el joven, rodeando el puesto, y ubicándose detrás.
La chica no estaba, no tenía idea desde cuándo.
Miré atentamente al muchacho.
Recorrí su figura, ahora de frente. Su largo cabello llegaba más allá de los
hombros, gruesos hombros, formados por - tal vez - algún tipo de rudo trabajo,
pues también sus brazos eran poderosos, y que portaban manos… sus manos… eran
indescriptibles. Eran las manos de hombre más bellas y varoniles que nunca
jamás había visto antes.
El tablón donde se exhibían los
objetos que me habían detenido allí daban justo a una altura tal que sus manos,
esas manos, se apoyaban sobre la tela rojo sangre con naturalidad. También
dejaban disfrutar de la vista de sus fuertes caderas y el nacimiento de unas
piernas poderosas, cuya piel relucía con el brillo de mil fraguas. Usaba sólo
una especie de babuchas de un material extremadamente liviano, y por ello
también su abdomen quedaba disponible para quien quisiera apreciarlo, firme,
apenas marcado, pero que se ensanchaba desde su casi insignificante cintura,
hasta coronarse en aquel pecho de soberbios pectorales. Caí en la cuenta de
que, ubicado sobre la parte izquierda de ese torso formidable, relucía un
llamativo tatuaje, de trazos multicolores pero en el que predominaban un rojo
sangre brillante y un perfecto púrpura anochecer, armonía que remataban, como
tallados en un tronco de ébano, su cuello impecable y aquel rostro
impresionante. Sin saber por qué ni de dónde, me llegó el convencimiento de que
era ese el sereno equilibrio del depredador, seguro ya de que la presa no podrá
escapar a su destino.
No sé cuánto tiempo demoré en
recorrerle, porque él no se había movido. Y reparé entonces en que en sus ojos
bailaba una llama, una llama rojo sangre con destellos de un purpúreo
atardecer, una llama brillante, cálida, perturbadora.
Carraspeé con cierto nerviosismo, le
sonreí tímidamente y me despedí del joven, ofreciéndole mi mano. Él me tomó por
ambos antebrazos, gentilmente pero con firmeza, e inclinándose sobre el tapiz,
depositó un suave beso en mi mejilla. Otra vez sentí el aroma de su aliento,
dulcemente especiado, increíblemente perturbador.
Reteniéndome por una mano, depositó
en ella un pequeño rollo de tela atado con una cinta trenzada, De color rojo
sangre, como el del tapiz. Como el del brillo de su mirada.
-Por si
deseas volver.- dijo, mientras cerraba él mismo mis dedos sobre el atadillo.
Salí de allí con el corazón latiendo
desbocado, sintiendo que el fuego abrasaba mi rostro, y que todo el mundo había
visto y escuchado este extraño encuentro. Al llegar al fin de la escollera, un
pedrusco que enganché con mi pie me regresó a la realidad. Tropecé torpemente
un par de pasos hasta casi darme de bruces en la arena. Sin rezongar, muy fuera
de lo esperable, me arrodillé y respiré profundamente, cerrando los ojos.
Unas contenidas risas, de un timbre
que reconocí, me sorprendieron. Charly y Clau estaban frente a mí, cada quien
con una cerveza, enormemente divertidos por mi aspecto. Los miré como si
hubiesen salido del fondo de la tierra. La situación nos tentó tanto a los tres
que comenzamos a reír tontamente. Me acerqué un poco más y acepté un botellín
del refrescante líquido. Mientras bebía un largo sorbo, ellos me miraban con
diversión e intriga.
-
-¿Se puede saber por qué has
salido corriendo así?- preguntaron, atropellándose.
-
-Es queeee… queee…- no
lograba articular nada inteligible -Es que me pasó algo… bueno… muy raro.- dije
por fin.
-
-¿Y dónde?- preguntó Clau.
-
-¿Y con quién?- indagó
Charly.
-
-¡Allá!- dije, casi gritando
-¡Al final de la feria!… ¿Ven?… justo donde…- y mi voz desapareció como si nunca
la hubiese tenido.
Nada se veía en el punto donde
instantes antes había estado el puesto, la esclava de plata, la cadena de oro y
el raro trozo de tela, la joven africana y… y… él.
-
-¡Les juro que sí! … Era…
Había… Eran… Estaba…- Y no pude decir nada más.
Dejé de ver a mis amigos, los ojos
extrañamente nublados. Los cerré, respiré profundamente intentando calmar la
tempestad que bullía en mi interior. En un par de tragos terminé la cerveza y
les extendí la botellita vacía.
-
-Gente- dije, mientras me
incorporaba -Me voy, nos vemos mañana.- Me incliné, di un beso a cada quien y
tomé la escalera que llevaba al mundanal ruido de la noche...
Di vueltas por horas, tratando de no
regresar a la escollera, ni al puesto, ni a los objetos ni… ni a él. Lo intenté
de verdad, pero no lo conseguí. Y seguí recorriendo calles abarrotadas, otras
vacías, unas limpias, otras no, caminé y caminé… y seguí caminando.
No quería volver al apartamento, de
modo que busqué un hotel pequeño que había conocido en esos días, de casualidad.
Fue antes de encontrarme con Clau, que se negó terminantemente a que me alojase
en otro sitio diferente a su casa. Ubiqué el lugar y entré decididamente.
-Una
habitación, por favor -dije al recepcionista. –Y si fuese lejos de la calle, se
lo agradecería mucho.- completé.
-Sí, por
supuesto. Pero sólo tengo disponible una ubicada tal como solicita, aunque es
una habitación doble matrimonial. ¿Tendrá inconvenientes en aceptarla?
-En
absoluto.- respondí - y le extendí mi identificación y la tarjeta de crédito.
-¿Podría pedir algo de cenar?
-Sí,
claro. Elija del menú que encontrará sobre el escritorio de la habitación y lo
solicita al servicio de habitaciones, -indicó, mientras me extendía la llave.
-¿Necesita ayuda para llegar a su habitación?
-
-No, muchas gracias. Y si
alguien preguntase por mí, por favor, yo no me he alojado aquí. Que tenga
buenas noches.
Subí a mi cuarto, el que encontré de
inmediato con las indicaciones del recepcionista. El lugar no sólo era cómodo,
sino muy elegante. La cama era enorme y desde la ventana se lograba divisar la
costa. Claro, la misma costa que deseaba sacar de mi mente. Sin darme cuenta de
que lo que quería evitar no era la calle sino la playa, obtuve lo que pedí
aunque ello fuese lo contrario a lo que necesitaba.
Elegí un menú de pescado asado,
ensalada agridulce y una mousse de frutas que imaginé fresca y tentadora. Como
tardarían veinte minutos en traer la comida, dejé mis cosas y mi ropa sobre un
sillón y, tomando un toallón enorme y esponjoso, me dirigí a ducharme, más para
hacer tiempo que por necesidad.
Apenas había salido del agua,
tocaron a la puerta. Me cubrí con una bata, que muy oportunamente hallé, y
abrí. Una muchacha muy joven entró con un carrito y lo acercó a la ventana. Me
consultó si la cena sería en la terraza. Y respondiendo con presteza a mi cara
de intriga, abrió el ventanal, dejando a la vista un ancho balcón, con una mesa
y varias sillas.
Gratamente sorprendido, fui hasta mi
bolso, retiré un billete que creí adecuada recompensa por tal descubrimiento, y
le agradecí sus atenciones. La chica se retiró y me dejé caer sobre la cama,
pensando que no estaba nada mal aquel petit hotel.
Decidí que no valía la pena vestirme
y salí a la terracita. La vista era espectacular: la costa -bañada por el mar
-ahora algo picado- era iluminado por una luna enorme, que se levantaba desde
el horizonte, y dibujaba un níveo camino sobre el agua, bordando la espuma de
las olas cual filigranas plateadas en un negro manto.
El aroma de la cena se escapaba
tentadoramente de las cazuelas, y llevé muy despacio el carrito hacia la mesa.
Recordé que no había visto mi móvil desde la mañana, y volví al cuarto a
buscarlo. Lo encendí mientras regresaba fuera. Miré hacia la luna, que se
levantaba muy rápido y cruzaba su camino con unas finas nubes, creando un
efecto de corte en aquel perfecto disco.
En el celular sonaron las voces de
Gal Costa y Tim Maia, con mi versión favorita de “Día de domingo”, avisándome
que tenía una llamada perdida. Miré el aparato y leí el número… No lo reconocí,
pero sí me di cuenta de que era de la propia ciudad. Raro, me dije, porque
tenía agendados todos los de mis amigos allá, de manera que marqué para
devolver la llamada.
-
-Me había hecho ilusiones de
cenar contigo -dijo la voz que atendió.
Casi caigo de la sorpresa. La voz,
los labios, la sonrisa, el aliento. Dulce. Perturbadores.
… -
-¿Estás
allí?- preguntó, inquieto.
-Ssii…
Eees… Estoy aquí… pe… pero…
-¿Leíste
el mensaje? inquirió, dulce y perturbadora la entonación.
-
No… recién enciendo el
móvil.- respondí, con un hilo de voz.
-
-No es un mensaje al celular
-dijo-. Te lo entregué hoy por la tarde, en tu propia mano.
Entré a la habitación, tiré el
teléfono sobre la cama y vacié en un solo movimiento mi bolso. Busqué,
frenéticamente, el rollito de tela, pero no lo encontré. Volví a por el
celular.
-
-¿Hola… hola? -dije, dudando
de si alguien respondería.
-Lo tienes
en tu bolsillo, no en el bolso. Allí lo guardaste hoy, cuando saliste
corriendo.
Rebusqué presuroso y encontré el
paquetito. Los dedos se me enredaban, tratando de retirar el hilo de color
rojo. Rojo sangre. Como el tapiz. Como la llama en sus ojos.
Logré calmarme, desaté el cordón y
desplegué la tela. Era del mismo tipo que la que tenía el diseño extraño, allá
en la feria. Las letras estaban escritas a mano, con una caligrafía clara, como
de niño completando una tarea escolar muy importante.
“Hoy es 5 de enero,
Y sólo esta noche estaré por aquí.
Un año es mucho tiempo para esperar,
y deseo verte otra vez”.
Tomé nuevamente el teléfono, rogando
que no hubiese cortado la llamada, que no me hubiese quedado sin batería, que…
-¿Estás? …
- dije, ansiosamente.
-Aquí
estoy -respondió, otra vez dulce y perturbador. -¿Me invitarás a cenar?
Antes de responder, extendí mi mano
hacia el cobertor del carro y las sorpresas no cesaban. Allí, tal y como si yo
los hubiese pedido, estaban dos servicios con la cena completa y una botella de
champagne, por cuyo exterior se escurrían pequeñas gotitas, señal de la
perfecta temperatura de su contenido.
-Estoy
esperándote -dije, recuperados repentinamente el valor y la voz.
-
-Entonces… ¿me abrirías la
puerta? -dijo, suave y Dulcemente. Y siempre, siempre, perturbador...
La mañana del 6 de enero era un momento
feliz para muchos niños. En estas latitudes, al despertar, y si han sido buenos
durante el año, los Reyes Magos les dejan regalos. Hacía muchos años que yo
participaba de la tradición, como ayudante de los magos de Oriente, porque es
sabido que el mundo es muy grande para que solitos ellos tres hagan toda la
tarea.
El sol entraba a raudales por el
ventanal. Otra vez, una suave brisa traía las voces de chicos y grandes, los
gritos de los vendedores, el aroma del agua salada y de los bronceadores, el de
las hamburguesas asándose en carritos improvisados y el del azúcar
derritiéndose en cientos de miles de garrapiñadas. El permanente murmullo de
las olas al romper impregnaba el ambiente de ese día de Reyes con todo el color
que debía tener.
Desperté boca abajo, abrazando una
blanda almohada. Abrí los ojos despacio, acostumbrándome a la potencia de la
luz. La habitación olía rico, a perfumes exóticos. Tenía también un sabor en mi
boca. Se sentía cálido. Dulce. Se sentía… perturbador.
Me incorporé despacio, como quien
debe pasar muy cerca de un objeto precioso, y cualquier mínimo descuido pudiese
dañarlo.
Estaba a solas en la desértica
superficie de ese lecho. Pero no debería ser así. Mi cuerpo era testigo - eso
sentía - de que no debía ser así. Mi espíritu lo confirmaba. Mis sentidos, ya
completamente alertas, lo establecían sin duda alguna.
Dormía siempre sin ropas, de modo
que no era eso un indicador de nada en especial. Me levanté y me encontré de
frente con el enorme espejo de cuerpo entero que había en el baño. Me veía
igual, pero también diferente. Sentí un picor en la mano izquierda y… me
congelé.
Entre la muñeca y la mano tenía una
forma extraña tatuada, pero no como si me la hubiesen hecho recientemente.
Lucía como si estuviera allí desde siempre. Era una rara forma, un ideograma
complejo, multicolor. Pero de entre todos, el más brillante y notable era ese
rojo intenso. Un color rojo sangre que se entrelazaba con líneas
infinitesimales de un púrpura amanecer.
Miré, presa del desconcierto, a la
cama. Me senté en ella, mirando hacia el exterior. En la terraza todavía podían
verse los platos y la frapera. Las copas y la botella estaban sobre una de las
mesas de noche.
Me volví entre las ya revueltas
sábanas y sentí algo que se deslizaba suavemente sobre el final de mi pierna y
miré con inquietud. Una tobillera, hecha de hilos de oro trenzados
laboriosamente, esparcía los dorados reflejos del sol, que jugaban cual duendes
traviesos por toda la habitación.
El sonido de unos golpecitos en la
puerta me sacó de aquella ensoñación.
-
-¿Sí? –dije.
-
-Servicio de habitaciones,
-respondieron del otro lado. -El desayuno -informó la voz.
No estaba en condiciones de discutir
nada. Me puse la bata, y recién entonces noté que me quedaba un poco demasiado
corta de mangas y abrí la puerta. Un muchacho, de expresión relajada, entró con
una generosa bandeja y me miró inquisitivamente. Como yo no daba señales de
entender, él dirigió su vista hacia fuera y luego, justo antes de que
preguntase, le hice señas de que dejase el servicio en la terraza. Retiró los
restos de la cena con presteza, acomodó la bandeja en la mesa exterior y se
retiró, con su bien ganada propina. Al salir, se volvió, y mirando fugazmente
mi tatuaje, me entregó un sobre blanco, que sacó del bolsillo de su chaqueta.
-Esto llegó junto con el pedido del
desayuno, con la indicación de entregárselo en mano - y mientras me lo daba,
comentó sonrojándose un tanto- es un tatuaje fantástico. Nunca vi ninguno tan
hermoso.
Le sonreí comprensivamente, me
devolvió la sonrisa y se despidió con un leve movimiento de cabeza, cerrando
suavemente la puerta tras de sí.
Tal como estaba, salí al balcón, me
senté y serví el café. El sobre descansaba a mi lado, y me contuve un momento.
Bebí varios sorbos de la infusión, que estaba tal como me gusta, intensa y
pura. Cerré los ojos, intenté aislarme de todo y, sin mirar, despegué la solapa
y extraje una única hoja, de un raro y pesado papel. Y leí:
“Cada año debo hacer este viaje.
Cada año espero encontrar a la persona que esté destinada para mí. Y cada año
regreso a mi tierra con el corazón vacío.
Entonces vuelvo a tomar el tapiz de
seda y púrpura que yo mismo tejí, la esclava y la tobillera que yo mismo hice,
y recreo sobre una fina tela de lino el diagrama de una imagen que represente
mi corazón y mi alma.
Y luego de todos estos años,
apareces y preguntas por aquello que siempre ha sido para ti. Jamás estaremos
separados, aunque sólo podamos tener una noche al año. Mi amor viene desde
siempre y para siempre será.
Te beso desde todo el tiempo y para
toda la vida.”...
Avisé a la conserjería que me
retiraba esa misma mañana. Preparé mis cosas, recorrí con mis sentidos ese
espacio mágico, y salí del hotel.
En la playa me esperaban Clau y
Charly. A medida que iba adentrándome en el gentío, sentía que muchas personas
me miraban. Yo iba como en otro mundo. Llegué donde todos los días hacíamos
base. Sin saludar dejé mi mochila en la arena y me senté mirando el mar. Los
chicos no dijeron nada.
-Anoche
estuvimos juntos, -dije pasado un buen rato, mientras las lágrimas corrían por
mi rostro, sin que pudiera ni quisiera evitarlo.
-
-Sí -dijo Charly-, Clau lo
sabía…
-
-El destino lo sabía, -dijo
Clau, mirando al océano.
-
-Ya se fue, ¿verdad?
-preguntaron, casi a coro.
Giré mi cabeza hacia la escollera de
la feria. En el extremo, muy alejado del último puesto, estaba él: el cuerpo
perfecto, las babuchas flotando al suave viento de la mañana, sus cabellos
apenas revueltos… y dos destellos brillaron contra el sol. En su pecho, uno
rojo sangre y púrpura anochecer; en su brazo otro, más pretérito, de plata
antigua repujada en una delicada esclava.
Sentía su presencia en mí. Le
devolví la mirada… Ojala vea que mis ojos brillan también, pensé, mientras una
sonrisa se instalaba en mi rostro.
-Tenía que
hacerlo… -respondí a los chicos. -No podía quedarse… pero volverá… porque nunca
se habrá ido.
Autor: Germán Marconi. Neuquén, Argentina