Las mangas de la Campera.
El frío de la Patagonia favorecía
al pequeño Juan, porque con su ropa holgada disimulaba muy bien su diferencia
con los otros niños. Cuando en el barrio había un partido de fútbol, él acostumbraba
a pararse al borde de la cancha para ver jugar a sus amigos, en su interior
rogaba que la pelota cayera fuera de la misma, porque era su oportunidad de
correr a buscarla y ver como le agradecían cuando la alcanzaba.
Se desempeñaba con eficiencia
ayudando a todos los vecinos a cambio de algunas propinas y volvía a casa
contento contando sus monedas.
“Llevá esta carta al buzón del
correo y al regreso comprame un kilo de pan”.
“Andá a la zapatería a buscar los
zapatos que dejé en reparación”.
“Llevá esta ropa al lavadero”…
Todos los vecinos del barrio
necesitaban de su servicio y él se sentía muy bien siendo el chico de los
mandados. Entre casas y negocios corría, silbaba, cantaba, crecía al mismo
ritmo que crecía esa ciudad del sur.
Había nacido diferente a su hermano
y a los otros niños, pero nada impedía que mantuviera su alegría, cuanto más
actividades se le presentaban, más se fortalecía.
, las mangas de la campera se
salían de las muñecas y permitían cubrir sus manos por completo, como cuando
sentimos frío y no tenemos guantes para abrigarnos. Si mejoraba el tiempo
dejaba la campera y hacía lo mismo con las mangas de su pulóver, a muy pocos
les llamaba la atención esa forma de vestir, todos lo atribuían al aire frío de
esa región, estaban acostumbrados a verlo.
Uno de los comerciantes lo vio tan
activo que quiso premiarlo, le regaló una bolsita de nylon con bolitas, dudó
bastante si las recibiría o no, pero el hombre abrió el bolsillo de la campera
grande y las dejó caer mientras repetía sonriente: “¡Son para vos!”.
Juan agradeció el gesto y corrió
hacia su casa pensando en dárselas a su hermano, que las usaría jugando con los
amigos, o seguramente las llevaría a la escuela. Conocía muy bien las esferitas
de cristal, siempre miraba y admiraba esa gran variedad de colores, pero sabía
que no las usaría para jugar, era mejor regalarlas.
Otro vecino que lo observaba se
interesó mucho por él y empezó a hacer preguntas.
“Yo sé que tenés ocho años, como mi
hijo. ¿Por qué motivo no vas a la escuela?
¿No te gusta? ¿No querés? ¿Siempre
te hacés la rabona?”.
Nuestro amigo se sintió tan
acorralado que miró el suelo algo avergonzado, mientras sacudía los brazos para
que bajen las mangas y cubran sus manos por completo.
Se encogió de hombros y mirando el suelo
comentó:
“Dicen que yo nunca aprendería a
escribir”.
El hombre se agachó como para
quedar a la altura del niño y con una sonrisa exclamó:
“¡Cómo no vas a aprender! ¡Si todos
pueden!
¿Quién te convenció? ¿Tus padres?
¿Los maestros? ¿Algún amigo?
Sos despierto, inteligente, ágil,
no veo porqué no podrías…”.
Juan dejó pasar unos segundos de
silencio y empezó a levantar los brazos como para que bajen las mangas de su
campera y, por fin pudo mostrar sus manos, a cada una le faltaban cuatro dedos,
solo tenía los pulgares, como si al nacer alguien se los hubiera cortado
simétricamente.
El vecino se esforzaba por
disimular la impresión que sentía, entendió enseguida porqué no jugaría a las
bolitas y porqué siempre sus manos desaparecían adentro de las mangas.
Le pidió perdón por la indiscreción
y le prometió que lo ayudaría.
“De alguna forma deberías poder
agarrar el lápiz y, si no escribís, al menos podrías leer”.
El hombre se alejó hablando solo y
comentando enojado con el mundo: “¡Algún día la escuela debería ser obligatoria
para todos!”.
Juan sintió que crecía, por fin se
había animado a mostrar las manos a alguien que no era de su familia, pensó que
ya era hora de que todos lo supieran, que no se debía al frío intenso de la
Patagonia, sino a las manos que no quería mostrar, las tenía siempre guardadas
en los bolsillos o en las mangas de su campera.
Entre grandes y chicos comenzaron a
ayudarle, demostrándole todo lo que podía hacer sin los ocho dedos que le
faltaban.
Su hermano ya estaba en cuarto grado
y, le enseñaba a leer cuando estaban juntos en casa, trataba de transmitirle
todo lo que aprendía en la escuela.
. , siempre algún amigo se agachaba
para atarle los zapatos, hasta esos momentos nadie se había preguntado porqué
no usaba zapatos con cordones.
Su padre le enseñó como usar el
hacha y lo hizo muy feliz declarándolo el leñero oficial de la familia, ya el
fuego ardería y calentaría gracias a su esfuerzo.
Un albañil lo contrató como su
ayudante y le enseñó todos los secretos de la construcción: “algún día vas a
saber usar la cuchara y podrás pegar ladrillos o revocar paredes”, -le decía.
Tantas ideas nuevas lo hacían soñar
con un futuro exitoso, todos lo ayudaban, todos lo alentaban desde que conocían
sus manos, entonces dejó de esconderlas, Su vida cambió desde que descubrió que
era mejor mostrarlas, y mostraba cuantas cosas era capaz de hacer tan solo con
sus dos dedos pulgares, , Hasta se fue olvidando de los ocho que le faltaban.
Una tarde entró corriendo a su casa
eufórico y con los ojos brillantes de alegría, antes de que le preguntaran
decidió contar lo que estaba pasando:
“Faltaba un jugador en el equipo de
fútbol y me hicieron entrar para reemplazarlo”.
“¡Hice tres goles!”.
“Ahora quieren anotarme para que
juegue en el equipo del barrio”.
Su padre señaló las manos y
preguntó:
“¿Nadie dijo nada?”.
A lo que Juan respondió sonriente:
“¡No papá, al fútbol se juega con
los pies!”.
Autor: Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.