El arquita milagrosa.

 

En un pueblecito de la costa de la provincia de Granada, vivía una señora viuda muy devota y de vida ejemplar. Dedicaba el día a sus oraciones y por las tardes daba largos paseos y hablaba con las Gentes sencillas del lugar, que le salían al paso, porque sabían que siempre habría para ellas una palabra amable, un caramelo para un niño, o una limosna para un necesitado.

La señora poseía muchas fincas, y vivía en un gran cortijo, rodeada de sirvientes, que pretendían hacer su vida lo más agradable posible, sin que ella se tuviera que tomar la menor molestia para que todo funcionara a las mil maravillas.

Lejos de la vida mundana, desde la muerte de su marido, llevaba una vida sin lujos, pero disfrutando de todo lo que correspondía a su rango.

Los ingresos que sus propiedades le producían eran suficientes para llevar esta regalada vida, y sufragar la generosa asignación de fondos que anualmente enviaba al Hospital de la Santa Cruz. Esta Institución había sido fundada por su marido, que también era un santo varón, y gozaba ayudando a los necesitados.

Al final del verano, cuando se recogían las cosechas de los campos, que producían gran cantidad de trigo, cebada, garbanzos, lentejas, avena y otras muchas semillas que sirven de alimento al hombre y a los animales, el administrador se presentó en el cortijo para entregarle las cuentas al ama y el dinero para el Hospital.

Aquél le hizo notar que las cosechas, a pesar de haber sido abundantes y haberse vendido a buen precio, no habían producido suficientes ingresos para reunir la cantidad que acostumbraba enviar al Hospital.

El ama aceptó las cuentas, diciéndole que ella volvería a repasarlas, porque estaba segura de que habría algún error que a él le habría pasado inadvertido, y que con tiempo lo encontraría. Confiaba en la lealtad de su administrador, y no cabía pensar que intentara engañarle.

A la mañana siguiente, muy tempranito, después de rezar sus primeras oraciones, se dirigió a su escritorio y se puso a repasar las cuentas que el día anterior le trajera su administrador, y no logró encontrar ningún error en aquellos documentos.

Quedose perpleja sin saber qué pensar, y pedía a los santos de su devoción que vinieran en su ayuda y la iluminaran para encontrar la clave de aquel misterio, ya que las cosechas habían sido buenas, todo se habían vendido muy bien y los ingresos no alcanzaban a cubrir los gastos, mientras que otros años, con peores cosechas los ingresos habían sobrepasado sus gastos muy holgadamente.

Después de mucho pensar, recordó haber oído hablar de un monje viejecito que vivía en la montaña entregado a la meditación, y que tenía fama de sabio, y decidió llegar hasta allí, y exponerle su problema.

Se levantó una mañana muy tempranito, y eludiendo la compañía de la sirvienta que la atendía, se puso en camino al tiempo que el Sol asomaba por encima de los escarpados montes del horizonte. Los pajarillos gorjeaban alegres a su paso y saltaban de árbol en árbol, como si quisieran enseñarle el camino y brindarle su compañía.

Hacía una agradable brisa mañanera que estimulaba los sentidos y daba al espíritu una paz en armonía con la Naturaleza. Los pensamientos de la señora eran muy positivos en aquellos momentos, y no le cabía la menor duda de que el sabio monje le diría enseguida dónde estaba la clave de aquel misterio.

El monje, que era pequeñito, encorvado por los años, y de cara coloradita que indicaba la buena salud de que gozaba, a aquellas tempranas horas ya regaba la huerta.

Tenía una franca sonrisa y amables gestos. Lo que más destacaba de su persona eran sus dulces ojos azules, apacibles y serenos, que por sí solos ya eran una invitación al diálogo y a la confidencia.

Al llegar la señora, se fue hacia ella y la saludó diciéndole:

“Venga por aquí hermana. La estoy esperando. Ha tardado mucho en visitarme”.

Pasó delante de ella, y la condujo hasta el pie de una frondosa encina, bajo cuya sombra un gran trompo cortado y en posición horizontal, invitaba al descanso.

Acercó a la señora una gran hoja de higuera, donde a modo de cestillo, se apilaban unas moras silvestres recién cogidas y que todavía tenían las gotas de rocío sobre sus morados granos.

La invitó a refrescarse con tan exquisito manjar, y le dijo:

“Siéntese y cuénteme qué le preocupa”.

La señora dio las gracias por tan amable recibimiento y contó al monje cómo ella no podía comprender el mal estado de sus finanzas en un año, en que precisamente todo había sido positivo, y que sin duda su sabiduría le podría resolver el enigma.

“Probablemente podría, hija”, -dijo el monje-, “pero esto no te sería de mucha utilidad. Hay cosas que debemos descubrir nosotros mismos, aunque sí puedo ayudarte a que tú lo descubras, si obedeces fielmente las indicaciones que te daré, si así lo deseas”.

“Padre, he venido confiada en su sabiduría y bondad, -dijo la señora-, “y sé que sus enseñanzas son para mostrarnos el mejor camino. Dispuesta estoy, por tanto, a obedecer sus indicaciones, y me siento muy afortunada de tenerle por consejero”.

El monje se levantó de su asiento y entró en la casa y pasados unos momentos volvió a salir con un envoltorio en la mano, que entregó a la señora, diciendo:

“Aquí tienes este arquita, qué durante quince días has de llevar tú misma por todas las habitaciones de tu casa y por todas las estancias del cortijo, desde las cocinas a los dormitorios; desde las caballerizas a los graneros y a los pajares; de allí a los campos donde tus aparceros realizan las faenas del campo, y no debe quedar ni un rinconcito a donde no lleves este arquita milagrosa.

Pero has de tener muy en cuenta de no encomendar a nadie esta tarea. Nunca la abras y es de la mayor importancia que cada día lo hagas a distintas horas. Tal vez la hora de la siesta y las primeras horas de la mañana, serán las mejores, pero mezcladas con todas las demás”.

Era un arquita rústica de madera tallada por el monje, admirable en su misma sencillez. Fijaron el día en que tendría que volver la señora, y agradecida, se despidió del monje y volvió a emprender el camino de regreso al cortijo.

Iba pensativa, pues ella esperaba otra contestación del monje; y aunque tenía fe en su sabiduría, en aquella ocasión -pensaba- el consejo no estaba acorde con el problema. Pero pronto dejó de lado esos pensamientos, decidida a obedecer ciegamente al santo varón, y acabó el camino deleitándose con el canto de los pájaros y la fresca brisa que subía del mar.

Ya cerca de los corrales encontró al hijo del pastor que, con un corderillo sobre los hombros, caminaba en dirección al pueblo.

Él se acercó a saludar a la señora, por que se acordaba de las muchas veces que, de pequeño, lo había llevado a su casa y le había obsequiado con suculentas meriendas. Además de esto, el niño le tenía cariño a la señora, porque siempre oía hablar muy bien de ella, y aquel día su padre le había dicho que fuera a recoger aquel cordero, que la señora le regalaba por ser su cumpleaños, por lo que le dio las gracias y le contó que era su único regalo, porque sus padres no tenían dinero para regalarle nada.

Ella lo escuchó asombrada y lo despidió, cariñosa. Siguió su camino pensando en el pobre pastor, que se había visto obligado a mentir a su hijo por no tener dinero para hacerle un regalo.

Pero le disgustaba que no se lo hubiera confiado a ella para que lo hubieran solucionado de otra forma más noble.

Consideró el aspecto de que el pastor hubiera dispuesto de sus bienes sin comunicárselo. Su natural bondad le impidió censurar al pastor, pero pensó que en lo sucesivo tendría que vigilar su comportamiento.

El cortijo estaba construido a la antigua usanza. Todo giraba alrededor de un gran patio. Este ‘patio tenía una gran puerta de madera tosca y resistente que permanecía abierta toda la jornada, pero que por las noches se cerraba con una llave de hierro que pertenecía a una cerradura sólida y bien empotrada entre las fuertes tablas.

Frente a este portalón y separada por un amplísimo espacio, se encontraba la entrada a la vivienda de los dueños, a la que se ascendía por una amplia escalinata de dos brazos que culminaba en la puerta de la señorial casa, desde la cual se vislumbraba un patio ornamentado con plantas y una fuente con surtidores, que daban una sensación de paz al ambiente íntimo que creaban los sillones de mimbre, dispuestos alrededor de una amplia mesa ovalada de mármol

Al lado de la escalinata de la casa principal, se alineaban las casas de los obreros y al final de ellas se abría un portalón por donde se entraba a los corrales, allí estaban los gallineros, las jaulas de los conejos, las cuadras de los caballos que tiraban del lujoso coche del ama, y las cuadras de los animales que realizaban las labores del campo. También allí se encontraban los graneros donde se almacenaban las cosechas y el pajar que guardaba la paja que servía de pienso a algunos animales. Un poco más apartados se encontraban los rediles de las ovejas y

El establo de las vacas.

En el centro del patio principal, se encontraba una fuente alimentada por tres caños de agua. Aquí, a la caída de la tarde, cuando acababan las jornadas de trabajo, los mozos llevaban las bestias a abrevar, y las mozas salían a llenar sus cántaros de agua, momentos que aprovechaban para hablar de sus cosas, unos Para echar algún requiebro a la moza de sus sueños, otros incluso para concertar alguna cita de tapadillo los más atrevidos.

Cuando llegó al cortijo todos los jornaleros estaban arreglando los aperos de labranza para salir a los campos, las mulas relinchaban impacientes por salir al camino y empezar la jornada, que se presentía placentera por el radiante sol que ya estaba alto en el horizonte.

Una agradable y leve brisa de levante prometía enjugar los sudores del trabajo. Se recreó en la hermosa estampa que ofrecía toda aquella actividad en el patio del cortijo: las mujeres presurosas cruzaban de un lugar a otro, llevando en sus remangados brazos, pesados cántaros de leche para la elaboración de los exquisitos quesos que tenían fama en toda la comarca.

Dos zagales avispados ordeñaban medio centenar de ovejas que atronaban el aire con sus balidos.

Una bonita muchacha llevando una gran cesta de blanquísimos huevos cruzaba desde los corrales a la cocina, donde ya la cocinera llevaba un buen rato limpiando lentejas, unas mujeres con grandes delantales tomaban el desayuno junto a                            unas canastas de ropa que esperaban para ser llevadas a lavar al río; Una vieja con el moño alto y que arrastraba un pie al andar, cruzó hacia la jaula de los conejos llevando un haz de hierba acomodado en la cadera. Tres perritos muy pequeños jugueteaban alrededor de una perra que, con alegres ladridos, saludaba a su ama, y ésta le correspondía acariciándole la cabeza al pasar a su lado. Un viejo que calzaba unas albarcas, con un gran manojo de esparto, sentado a los tibios rayos del sol, hacía una pleita ancha que serviría para ajustar los aparejos a las mulas que labraban las tierras. Hasta allí llegaba la algarabía del gallinero, donde una moza regordeta y coloradita regaba el suelo con dorados granos de trigo, que las gallinas picoteaban con avidez

Quedóse un momento contemplando todo aquello y pensó que era hermoso y que merecía la pena bajar con más frecuencia para alentar a sus servidores.

Subió a sus aposentos, y después de un frugal desayuno, dedicó un ratito a sus oraciones, se echó un ligero chal sobre los hombros, y cogiendo el arquita entre sus manos con cierta inquietud, empezó el recorrido que el monje había prescrito.

Empezó por su oratorio, donde todo estaba en silencio y se respiraba una dulce paz que hizo dudar a nuestra amiga de seguir el plan trazado, pero se acordó de la promesa hecha y siguió adelante. En el dormitorio, pulcramente limpio, no halló nada que llamara su atención, y pasó a su escritorio donde sobre la mesa se encontraban aún las carpetas de la contabilidad que el administrador le entregara, y pensó que sería más prudente guardarlas en el armario, y así lo hizo. Iba muy despacito en su recorrido, como el que lleva algo misterioso entre manos y pasaba por todos los ángulos y entraba en los armarios, y se asomaba a los balcones desde donde se divisaba un amplio panorama del patio y del camino que llevaba al pueblo. Le extrañó ver aproximarse un viejo y destartalado camión, pues no tenía anunciada ninguna visita de los proveedores de abonos o de otra cualquier cosa, y las personas de su entorno sabían muy bien, que en las mañanas la señora no recibía a nadie, pues las dedicaba a sus oraciones.

De todas formas -pensó- hoy recibiría al visitante que se aproximaba. Y con este ánimo se apresuró a bajar al patio, donde ya estaría parado el camión; por eso se extrañó al ver que el camión se alejaba a toda prisa después de cruzar unas palabras con el gañán más joven. Este vino al encuentro de su ama, muy azorado y antes de que ella le preguntase nada, le contó que aquel camión que se alejaba, había venido a recoger unos costales de trigo, sin duda equivocado, porque de sobra sabía él que ese año no tenían trigo que vender. A la señora le extrañó la turbación del gañán, pero aceptó la explicación en silencio, y fiel a la tarea que se había impuesto, siguió llevando el arquita por las dependencias del cortijo. Entró en la cocina, donde la cocinera batía una docena de huevos y preparaba un suculento bizcocho, y que al ver a la señora se apresuró a contarle que tenía la intención de sorprenderla con el dulce que preparaba. La señora contestó que verdaderamente la había sorprendido, pues ella sabía de siempre que el médico le tenía prohibido el azúcar. La cocinera bajó la cabeza y no supo qué contestar, porque lo cierto era que el bizcocho lo preparaba para regalarlo a una sobrina suya, que haría la Primera Comunión el domingo próximo. El ama salió de la cocina con cara de enfado, porque comprendió que la cocinera mentía, y que no era digna de la confianza que había depositado en ella. Entró en los corrales, donde dos jovencitas desplumaban tres gallinas y, al verla se quedaron muy turbadas y no se atrevieron a mirar a la señora, que les preguntó quienes eran ellas y qué estaban haciendo allí, a lo que contestaron que eran sobrinas de la cocinera, y que su tía les había pedido que fueran a ayudarle. Cuando salió de los corrales iba pensando que tendría que hablar muy seriamente con la cocinera.

Siempre con su arquita cuidadosamente envuelta, siguió dando la vuelta alrededor del patio, donde encontró unos sacos de cebada amontonados, sin duda en espera de ser trasladados. Observó que el que estaba en el fondo, tenía un agujero por donde se derramaba su contenido. Buscó al Capataz para decírselo, y al no encontrarlo dejó dicho al anciano que hacía pleita sentado al sol, que en cuanto lo viera, le dijese que ella quería hablarle. Pero pasaron tres días antes de que apareciera.

Por la tarde volvió el ama con el arquita cuidadosamente envuelta entre sus manos, a recorrer todos los rincones de la casa.

Iba muy despacito intentando que la magia de la cajita llegara a todos los rincones, y extendía el brazo en un íntimo deseo de realizar bien la tarea que el monje le impusiera.

Al pasar por una de las galerías que circundaban el gran patio en el primer piso, advirtió unos yesones en el suelo, y buscando su procedencia miró al techo donde encontró una mancha muy grande de humedad. Lo que le indujo a pensar que las instalaciones de agua en el piso superior no funcionaban correctamente. Otra cosa de la que tendría que ocuparse.

Siguiendo su recorrido bajó a los establos, que en ese momento estaban vacíos, y vio que había mucho grano en los pesebres, revueltos con paja húmeda que ya no era buen pienso para las mulas. Aquel grano habría que tirarlo y poner nuevos piensos, con lo que varios kilos de cebada se habrían malgastado, y si esto pasaba con frecuencia representaría un considerable despilfarro de grano.

Buscó al zagal encargado de las cuadras y lo encontró subido a un árbol donde miraba embelesado un nido de colorines que vigilaba a diario con impaciencia, porque había pensado llevárselos a su casa cuando ya tuvieran las plumitas y empezaran a cantar.

Después de varias preguntas, supo la señora que la paja estaba mojada hacía varias semanas, porque la noche de la tormenta los herpiles de paja estaban fuera del pajar. Los dejaban allí hacía ya tiempo, para no tener la molestia de subir al pajar todos los días a poner paja nueva en los pesebres.

Advirtió que en el suelo de las cuadras había gran cantidad de estiércol, por lo que el ama reprendió al rapaz, ya que su misión en el cortijo consistía en mantener limpias las cuadras y el redil de las ovejas. Pensó que por la noche hablaría con el gañán encargado de los piensos.

Se dio cuenta de que aún no había terminado sus oraciones y ya estaba anocheciendo. ¡Cómo se le había ido el tiempo! Y todavía tenía muchas cosas que hacer… Buscó un bloc y fue apuntando minuciosamente todos los desperfectos que habían observado durante el día y que requerían su atención, y después habló con la cocinera y el gañán, serena, pero firmemente y les recordó la confianza que siempre había depositado en ellos y, a la que esperaba que en lo sucesivo fueran fieles.

Se acostó rendida y durmió toda la noche de un tirón

Al día siguiente se despertó temprano, saltó del lecho dispuesta a cumplir rápido la obligación que le había impuesto el monje, para después dedicarse a la oración, ya que el día anterior no había podido hacerlo.

Se aseó despacio y poniendo cuidado en su arreglo personal, porque según pensó, sus empleados eran más críticos que Dios Nuestro Señor, que en realidad era el único con el que solía tratar a diario. Con un atisbo de coquetería se miró al espejo y sonrió a su propia imagen. Recordó el tiempo en que se arreglaba para salir con su marido, y se dijo que a él le gustaría verla siempre así, y se reprochó el haberse olvidado tanto de su persona. Otra cosa que tendría que corregir.

Pasó por el despacho, recogió el bloc de notas, envolvió cuidadosamente la cajita, y cuando el Sol empezaba a dorar los altos y lejanos montes, ya salía ella al patio donde se iniciaban las faenas de la jornada.

Observó desde la escalinata el ir y venir de “su gente” y se asombró de ver cómo habían crecido los arbolitos que hizo plantar la pasada primavera, para dar sombra a la fuente.

Sin embargo, los geranios de la entrada estaban muy raquíticos y sin flores, por lo que se acercó a ellos y vio que tenían muy poca tierra y debía de hacer por lo menos una semana que no los habían regado.

Este día lo dedicó a mirar el estado de conservación de las edificaciones y tomó nota en su bloc de algunos desperfectos para comentarlo con el administrador, y poner remedio.

La mañana se fue volando, pero todavía sacó unos minutos para dedicarlos a sus oraciones.

Así pasaron los días, mañana y tarde salía con su arquita cuidadosamente envuelta, para no despertar la curiosidad de sus servidores, que habían notado en ella y en sus costumbres serios cambios

A sus oraciones cada día le dedicaba menos tiempo, a pesar de que se levantaba muy temprano, pero en los cortijos la jornada empezaba con la salida del Sol, y a aquella hora siempre había alguien que esperaba sus instrucciones para una reparación, una compra, una poda de frutales, una siembra de plantas ornamentales, u otra cualquier cosa.

Pues la verdad es que se había encariñado con las gentes que la servían, y éstas con ella, y les parecía que todo salía mejor si lo hacían en colaboración.

En los siguientes días visitó todas y cada una de las parcelas que tenía la hacienda, y en todas encontró alguna mejora que introducir, algún cultivo que cambiar por otro más productivo en aquel terreno, una hilera de higueras que apenas si daban fruto, y sin embargo entorpecían el crecimiento de los sembrados.

Se hizo asesorar por expertos agricultores, leyó toda clase de libros de temas agrícolas y se dio cuenta, de pronto, que había llegado el momento de volver al monte a devolver el arquita al ermitaño.

Así que el día fijado, después de inspeccionar las obras del nuevo pajar, y de dar unas indispensables órdenes para las tareas de aquel día,, salió por el camino que llevaba a la montaña, con el arquita cuidadosamente envuelta metida en una cesta, junto con un suculento bizcocho para obsequiar al buen monje.

Por el camino pensaba hacerle un ruego al fraile, y era que le explicara la razón por la que le había hecho llevar todos aquellos días el arquita a tantos lugares.

Ella, mujer, al cabo, había estado a punto de abrirla mil veces, pero pudo vencer el impulso, confiada en que el fraile todo se lo aclararía.

Así siguió subiendo la cuestecita que le llevaba a la casa del ermitaño, mirando el paisaje, y comprobando cómo la Naturaleza había hecho cambiar el aspecto del campo, en los quince días que habían pasado desde la última vez que pasara por allí. Esta vez la cuesta se le hizo menos larga y pesada, mirando las mejoras de los campos y calibrando desde arriba, otras que se podían introducir

Llegó a lo alto menos cansada que la vez anterior y vio que el monje la miraba sonriente y le ofrecía su callosa mano para acompañarla al rústico banco que ya conocemos, donde tomaron asiento.

El buen padre elogió el cambio producido en el aspecto de la señora, a la que encontraba más animada y jovial, y de su rostro había desaparecido aquel sello de preocupación que antes tenía

Nuestra amiga, después de saludarlo y agradecer sus palabras de bienvenida, se interesó por el cultivo que en aquel momento realizaba el monje, y éste le enseñó algunos truquitos que le permitían cosechar las hortalizas con aspecto más lozano. Cosa que ella agradeció y enseguida sacó su bloc de notas para anotar.

No pasó desapercibido este detalle al anciano, que se permitió bromear, y así dijo:

-“Veo que en esta ocasión anda más preocupada por los cultivos, que por el motivo de su visita”.

Ella le miró sonriente, y le dijo que era cierto que desde hacía algún tiempo se había despertado en ella una gran curiosidad por las cosas del campo, que en la época en que vivía su marido, no recordaba haber tenido.

“Pero lleva razón, veo que le quito el tiempo y yo tampoco dispongo de mucho.

Ya ve usted que he venido a devolverle el arquita que ha sido mi inseparable compañera durante estos días. He procurado cumplir estrictamente sus órdenes, y creo haberlo hecho bien, pero no alcanzo a comprender la finalidad de esta práctica, Nada se ha movido en su interior y hasta llego a creer que nada haya en ella. A pesar de haber estado muy ocupada estos días, he sentido una gran curiosidad por su contenido. Mucho me gustaría que me lo mostrase”.

-No puedo mostrarte nada, hija, porque nada hay en ella. Es inútil buscar tesoros en las cosas cuando nosotros somos los depositarios de los más preciados dones. Tú tienes dentro la capacidad para llevar tus negocios a feliz término, pero a veces nos dejamos ir en aras de la comodidad, y delegamos en otras personas que ocupen nuestro lugar, perdiendo así la dirección de nuestros intereses.

-“Y ahora, hija, permíteme que te pregunte qué has observado en los recorridos diarios por tus posesiones.

Ella intentó recordar desde los primeros días, y contó al buen padre todo lo que había llamado su atención, y en su mismo discurso iba descubriendo la clave del misterio de la cajita de madera tallada. Y dijo:

-“Ahora veo claramente que la misión de la cajita sólo era la de mover mi voluntad hacia planos más reales de mi vida, que yo había situado casi por completo en el plano espiritual”.

“Y no es sólo eso”, -dijo el monje. “Las personas que nos rodean necesitan de nuestra atención y apoyo. Sí tú hubieras estado cerca de tus empleados, habrías sido informada de los apuros económicos del pastor y de su familia, y no dudo que tu buen corazón se habría sentido inclinado a ayudarle a solucionar sus problemas, así, seguro que su hijo habría tenido un regalo más acorde con su edad; tampoco tus servidores habrían caído en la tentación de tratar con camioneros furtivos para sacar de la hacienda géneros insospechados, ni habría habido ocasión de que desaparecieran varios sacos de patatas en el mismo lugar de la recolección”. “Y tantas pequeñas y grandes cosas que han pasado a tus espaldas”.

“Todos necesitamos una palabra de aliento en la rutina diaria, un reconocimiento a nuestro esfuerzo, una mirada crítica de nuestros superiores para nuestra superación”.

“Tu posición en la vida, sin jefes visibles, te obliga mucho más en el cuidado vigilante de tus subordinados, porque a veces con nuestro descuido provocamos la realización de sus tentaciones, y sólo el Altísimo podrá juzgar nuestro grado de responsabilidad en sus acciones”.

La señora lo miraba con expresión comprensiva y grave, y cogiendo entre sus manos el crucifijo que remataba el gran rosario que el fraile llevaba a la cintura, lo besó con respeto y dijo:

-“Cuánta razón lleva, Padre, y cómo nos dejamos llevar por nuestras inclinaciones, justificándolas de manera sutil. Durante mucho tiempo he pensado que mi manera de obrar era la más agradable a los ojos de Dios, sin darme cuenta de que lo que él espera de mí, es que me preocupe de las criaturas que ha puesto bajo mi tutela. Nunca podré agradecerle bastante la lección que me ha dado y, prometo no olvidarla. Le pido permiso para visitarlo alguna vez, porque siento que ya no podré pasar sin sus sabios consejos”. Y diciendo esto, se levantó presurosa, y poniendo sobre su cabeza un gran sombrero de paja, al uso de las mujeres de aquella tierra, empezó a bajar la cuesta.

En su rostro había una sonrisa y en su espíritu una nueva meta:

En adelante se ocuparía de atender, escuchar y hacer felices a los que le rodeaban.

 

Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España

davasor@gmail.com

 

 

 

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