El arquita milagrosa.
En un pueblecito de la costa de la provincia de
Granada, vivía una señora viuda muy devota y de vida ejemplar. Dedicaba el día
a sus oraciones y por las tardes daba largos paseos y hablaba con las Gentes sencillas
del lugar, que le salían al paso, porque sabían que siempre habría para ellas
una palabra amable, un caramelo para un niño, o una limosna para un necesitado.
La señora poseía muchas fincas, y vivía en un gran
cortijo, rodeada de sirvientes, que pretendían hacer su vida lo más agradable
posible, sin que ella se tuviera que tomar la menor molestia para que todo
funcionara a las mil maravillas.
Lejos de la vida mundana, desde la muerte de su
marido, llevaba una vida sin lujos, pero disfrutando de todo lo que
correspondía a su rango.
Los ingresos que sus propiedades le producían eran
suficientes para llevar esta regalada vida, y sufragar la generosa asignación
de fondos que anualmente enviaba al Hospital de la Santa Cruz. Esta Institución
había sido fundada por su marido, que también era un santo varón, y gozaba
ayudando a los necesitados.
Al final del verano, cuando se recogían las cosechas
de los campos, que producían gran cantidad de trigo, cebada, garbanzos,
lentejas, avena y otras muchas semillas que sirven de alimento al hombre y a
los animales, el administrador se presentó en el cortijo para entregarle las
cuentas al ama y el dinero para el Hospital.
Aquél le hizo notar que las cosechas, a pesar de haber
sido abundantes y haberse vendido a buen precio, no habían producido
suficientes ingresos para reunir la cantidad que acostumbraba enviar al
Hospital.
El ama aceptó las cuentas, diciéndole que ella
volvería a repasarlas, porque estaba segura de que habría algún error que a él
le habría pasado inadvertido, y que con tiempo lo encontraría. Confiaba en la
lealtad de su administrador, y no cabía pensar que intentara engañarle.
A la mañana siguiente, muy tempranito, después de
rezar sus primeras oraciones, se dirigió a su escritorio y se puso a repasar
las cuentas que el día anterior le trajera su administrador, y no logró
encontrar ningún error en aquellos documentos.
Quedose perpleja sin saber qué pensar, y pedía a los
santos de su devoción que vinieran en su ayuda y la iluminaran para encontrar
la clave de aquel misterio, ya que las cosechas habían sido buenas, todo se
habían vendido muy bien y los ingresos no alcanzaban a cubrir los gastos,
mientras que otros años, con peores cosechas los ingresos habían sobrepasado
sus gastos muy holgadamente.
Después de mucho pensar, recordó haber oído hablar de
un monje viejecito que vivía en la montaña entregado a la meditación, y que
tenía fama de sabio, y decidió llegar hasta allí, y exponerle su problema.
Se levantó una mañana muy tempranito, y eludiendo la compañía
de la sirvienta que la atendía, se puso en camino al tiempo que el Sol asomaba
por encima de los escarpados montes del horizonte. Los pajarillos gorjeaban
alegres a su paso y saltaban de árbol en árbol, como si quisieran enseñarle el
camino y brindarle su compañía.
Hacía una agradable brisa mañanera que estimulaba los
sentidos y daba al espíritu una paz en armonía con la Naturaleza. Los
pensamientos de la señora eran muy positivos en aquellos momentos, y no le
cabía la menor duda de que el sabio monje le diría enseguida dónde estaba la
clave de aquel misterio.
El monje, que era pequeñito, encorvado por los años, y
de cara coloradita que indicaba la buena salud de que gozaba, a aquellas
tempranas horas ya regaba la huerta.
Tenía una franca sonrisa y amables gestos. Lo que más
destacaba de su persona eran sus dulces ojos azules, apacibles y serenos, que
por sí solos ya eran una invitación al diálogo y a la confidencia.
Al llegar la señora, se fue hacia ella y la saludó
diciéndole:
“Venga por aquí hermana. La estoy esperando. Ha
tardado mucho en visitarme”.
Pasó delante de ella, y la condujo hasta el pie de una
frondosa encina, bajo cuya sombra un gran trompo cortado y en posición
horizontal, invitaba al descanso.
Acercó a la señora una gran hoja de higuera, donde a
modo de cestillo, se apilaban unas moras silvestres recién cogidas y que
todavía tenían las gotas de rocío sobre sus morados granos.
La invitó a refrescarse con tan exquisito manjar, y le
dijo:
“Siéntese y cuénteme qué le preocupa”.
La señora dio las gracias por tan amable recibimiento
y contó al monje cómo ella no podía comprender el mal estado de sus finanzas en
un año, en que precisamente todo había sido positivo, y que sin duda su
sabiduría le podría resolver el enigma.
“Probablemente podría, hija”, -dijo el monje-, “pero
esto no te sería de mucha utilidad. Hay cosas que debemos descubrir nosotros
mismos, aunque sí puedo ayudarte a que tú lo descubras, si obedeces fielmente
las indicaciones que te daré, si así lo deseas”.
“Padre, he venido confiada en su sabiduría y bondad,
-dijo la señora-, “y sé que sus enseñanzas son para mostrarnos el mejor camino.
Dispuesta estoy, por tanto, a obedecer sus indicaciones, y me siento muy
afortunada de tenerle por consejero”.
El monje se levantó de su asiento y entró en la casa y
pasados unos momentos volvió a salir con un envoltorio en la mano, que entregó
a la señora, diciendo:
“Aquí tienes este arquita, qué durante quince días has
de llevar tú misma por todas las habitaciones de tu casa y por todas las
estancias del cortijo, desde las cocinas a los dormitorios; desde las
caballerizas a los graneros y a los pajares; de allí a los campos donde tus
aparceros realizan las faenas del campo, y no debe quedar ni un rinconcito a
donde no lleves este arquita milagrosa.
Pero has de tener muy en cuenta de no encomendar a
nadie esta tarea. Nunca la abras y es de la mayor importancia que cada día lo
hagas a distintas horas. Tal vez la hora de la siesta y las primeras horas de la
mañana, serán las mejores, pero mezcladas con todas las demás”.
Era un arquita rústica de madera tallada por el monje,
admirable en su misma sencillez. Fijaron el día en que tendría que volver la
señora, y agradecida, se despidió del monje y volvió a emprender el camino de
regreso al cortijo.
Iba pensativa, pues ella esperaba otra contestación
del monje; y aunque tenía fe en su sabiduría, en aquella ocasión -pensaba- el
consejo no estaba acorde con el problema. Pero pronto dejó de lado esos
pensamientos, decidida a obedecer ciegamente al santo varón, y acabó el camino
deleitándose con el canto de los pájaros y la fresca brisa que subía del mar.
Ya cerca de los corrales encontró al hijo del pastor
que, con un corderillo sobre los hombros, caminaba en dirección al pueblo.
Él se acercó a saludar a la señora, por que se
acordaba de las muchas veces que, de pequeño, lo había llevado a su casa y le
había obsequiado con suculentas meriendas. Además de esto, el niño le tenía
cariño a la señora, porque siempre oía hablar muy bien de ella, y aquel día su
padre le había dicho que fuera a recoger aquel cordero, que la señora le
regalaba por ser su cumpleaños, por lo que le dio las gracias y le contó que
era su único regalo, porque sus padres no tenían dinero para regalarle nada.
Ella lo escuchó asombrada y lo despidió, cariñosa.
Siguió su camino pensando en el pobre pastor, que se había visto obligado a
mentir a su hijo por no tener dinero para hacerle un regalo.
Pero le disgustaba que no se lo hubiera confiado a
ella para que lo hubieran solucionado de otra forma más noble.
Consideró el aspecto de que el pastor hubiera
dispuesto de sus bienes sin comunicárselo. Su natural bondad le impidió
censurar al pastor, pero pensó que en lo sucesivo tendría que vigilar su comportamiento.
El cortijo estaba construido a la antigua usanza. Todo
giraba alrededor de un gran patio. Este ‘patio tenía una gran puerta de madera
tosca y resistente que permanecía abierta toda la jornada, pero que por las
noches se cerraba con una llave de hierro que pertenecía a una cerradura sólida
y bien empotrada entre las fuertes tablas.
Frente a este portalón y separada por un amplísimo
espacio, se encontraba la entrada a la vivienda de los dueños, a la que se
ascendía por una amplia escalinata de dos brazos que culminaba en la puerta de
la señorial casa, desde la cual se vislumbraba un patio ornamentado con plantas
y una fuente con surtidores, que daban una sensación de paz al ambiente íntimo
que creaban los sillones de mimbre, dispuestos alrededor de una amplia mesa
ovalada de mármol
Al lado de la escalinata de la casa principal, se
alineaban las casas de los obreros y al final de ellas se abría un portalón por
donde se entraba a los corrales, allí estaban los gallineros, las jaulas de los
conejos, las cuadras de los caballos que tiraban del lujoso coche del ama, y
las cuadras de los animales que realizaban las labores del campo. También allí
se encontraban los graneros donde se almacenaban las cosechas y el pajar que
guardaba la paja que servía de pienso a algunos animales. Un poco más apartados
se encontraban los rediles de las ovejas y
El establo de las vacas.
En el centro del patio
principal, se encontraba una fuente alimentada por tres caños de agua. Aquí, a
la caída de la tarde, cuando acababan las jornadas de trabajo, los mozos
llevaban las bestias a abrevar, y las mozas salían a llenar sus cántaros de
agua, momentos que aprovechaban para hablar de sus cosas, unos Para echar algún
requiebro a la moza de sus sueños, otros incluso para concertar alguna cita de
tapadillo los más atrevidos.
Cuando llegó al cortijo todos
los jornaleros estaban arreglando los aperos de labranza para salir a los
campos, las mulas relinchaban impacientes por salir al camino y empezar la
jornada, que se presentía placentera por el radiante sol que ya estaba alto en
el horizonte.
Una agradable y leve brisa de
levante prometía enjugar los sudores del trabajo. Se recreó en la hermosa
estampa que ofrecía toda aquella actividad en el patio del cortijo: las mujeres
presurosas cruzaban de un lugar a otro, llevando en sus remangados brazos,
pesados cántaros de leche para la elaboración de los exquisitos quesos que
tenían fama en toda la comarca.
Dos zagales avispados ordeñaban
medio centenar de ovejas que atronaban el aire con sus balidos.
Una bonita muchacha llevando
una gran cesta de blanquísimos huevos cruzaba desde los corrales a la cocina,
donde ya la cocinera llevaba un buen rato limpiando lentejas, unas mujeres con
grandes delantales tomaban el desayuno junto a unas
canastas de ropa que esperaban para ser llevadas a lavar al río; Una vieja con
el moño alto y que arrastraba un pie al andar, cruzó hacia la jaula de los
conejos llevando un haz de hierba acomodado en la cadera. Tres perritos muy
pequeños jugueteaban alrededor de una perra que, con alegres ladridos, saludaba
a su ama, y ésta le correspondía acariciándole la cabeza al pasar a su lado. Un
viejo que calzaba unas albarcas, con un gran manojo de esparto, sentado a los
tibios rayos del sol, hacía una pleita ancha que serviría para ajustar los
aparejos a las mulas que labraban las tierras. Hasta allí llegaba la algarabía
del gallinero, donde una moza regordeta y coloradita regaba el suelo con
dorados granos de trigo, que las gallinas picoteaban con avidez
Quedóse un momento contemplando todo aquello y pensó
que era hermoso y que merecía la pena bajar con más frecuencia para alentar a
sus servidores.
Subió a sus aposentos, y después de un frugal
desayuno, dedicó un ratito a sus oraciones, se echó un ligero chal sobre los
hombros, y cogiendo el arquita entre sus manos con cierta inquietud, empezó el
recorrido que el monje había prescrito.
Empezó por su oratorio, donde todo estaba en silencio
y se respiraba una dulce paz que hizo dudar a nuestra amiga de seguir el plan trazado,
pero se acordó de la promesa hecha y siguió adelante. En el dormitorio,
pulcramente limpio, no halló nada que llamara su atención, y pasó a su
escritorio donde sobre la mesa se encontraban aún las carpetas de la
contabilidad que el administrador le entregara, y pensó que sería más prudente
guardarlas en el armario, y así lo hizo. Iba muy despacito en su recorrido,
como el que lleva algo misterioso entre manos y pasaba por todos los ángulos y
entraba en los armarios, y se asomaba a los balcones desde donde se divisaba un
amplio panorama del patio y del camino que llevaba al pueblo. Le extrañó ver
aproximarse un viejo y destartalado camión, pues no tenía anunciada ninguna
visita de los proveedores de abonos o de otra cualquier cosa, y las personas de
su entorno sabían muy bien, que en las mañanas la señora no recibía a nadie,
pues las dedicaba a sus oraciones.
De todas formas -pensó- hoy
recibiría al visitante que se aproximaba. Y con este ánimo se apresuró a bajar
al patio, donde ya estaría parado el camión; por eso se extrañó al ver que el
camión se alejaba a toda prisa después de cruzar unas palabras con el gañán más
joven. Este vino al encuentro de su ama, muy azorado y antes de que ella le
preguntase nada, le contó que aquel camión que se alejaba, había venido a
recoger unos costales de trigo, sin duda equivocado, porque de sobra sabía él
que ese año no tenían trigo que vender. A la señora le extrañó la turbación del
gañán, pero aceptó la explicación en silencio, y fiel a la tarea que se había
impuesto, siguió llevando el arquita por las dependencias del cortijo. Entró en
la cocina, donde la cocinera batía una docena de huevos y preparaba un
suculento bizcocho, y que al ver a la señora se apresuró a contarle que tenía
la intención de sorprenderla con el dulce que preparaba. La señora contestó que
verdaderamente la había sorprendido, pues ella sabía de siempre que el médico
le tenía prohibido el azúcar. La cocinera bajó la cabeza y no supo qué
contestar, porque lo cierto era que el bizcocho lo preparaba para regalarlo a
una sobrina suya, que haría la Primera Comunión el domingo próximo. El ama
salió de la cocina con cara de enfado, porque comprendió que la cocinera
mentía, y que no era digna de la confianza que había depositado en ella. Entró
en los corrales, donde dos jovencitas desplumaban tres gallinas y, al verla se
quedaron muy turbadas y no se atrevieron a mirar a la señora, que les preguntó
quienes eran ellas y qué estaban haciendo allí, a lo que contestaron que eran
sobrinas de la cocinera, y que su tía les había pedido que fueran a ayudarle.
Cuando salió de los corrales iba pensando que tendría que hablar muy seriamente
con la cocinera.
Siempre con su arquita
cuidadosamente envuelta, siguió dando la vuelta alrededor del patio, donde
encontró unos sacos de cebada amontonados, sin duda en espera de ser
trasladados. Observó que el que estaba en el fondo, tenía un agujero por donde
se derramaba su contenido. Buscó al Capataz para decírselo, y al no encontrarlo
dejó dicho al anciano que hacía pleita sentado al sol, que en cuanto lo viera,
le dijese que ella quería hablarle. Pero pasaron tres días antes de que
apareciera.
Por la tarde volvió el ama con
el arquita cuidadosamente envuelta entre sus manos, a recorrer todos los
rincones de la casa.
Iba muy despacito intentando que la magia de la cajita
llegara a todos los rincones, y extendía el brazo en un íntimo deseo de
realizar bien la tarea que el monje le impusiera.
Al pasar por una de las
galerías que circundaban el gran patio en el primer piso, advirtió unos yesones
en el suelo, y buscando su procedencia miró al techo donde encontró una mancha
muy grande de humedad. Lo que le indujo a pensar que las instalaciones de agua
en el piso superior no funcionaban correctamente. Otra cosa de la que tendría que
ocuparse.
Siguiendo su recorrido bajó a
los establos, que en ese momento estaban vacíos, y vio que había mucho grano en
los pesebres, revueltos con paja húmeda que ya no era buen pienso para las
mulas. Aquel grano habría que tirarlo y poner nuevos piensos, con lo que varios
kilos de cebada se habrían malgastado, y si esto pasaba con frecuencia
representaría un considerable despilfarro de grano.
Buscó al zagal encargado de las cuadras y lo encontró
subido a un árbol donde miraba embelesado un nido de colorines que vigilaba a
diario con impaciencia, porque había pensado llevárselos a su casa cuando ya
tuvieran las plumitas y empezaran a cantar.
Después de varias preguntas, supo la señora que la paja
estaba mojada hacía varias semanas, porque la noche de la tormenta los herpiles
de paja estaban fuera del pajar. Los dejaban allí hacía ya tiempo, para no
tener la molestia de subir al pajar todos los días a poner paja nueva en los
pesebres.
Advirtió que en el suelo de las cuadras había gran
cantidad de estiércol, por lo que el ama reprendió al rapaz, ya que su misión
en el cortijo consistía en mantener limpias las cuadras y el redil de las
ovejas. Pensó que por la noche hablaría con el gañán encargado de los piensos.
Se dio cuenta de que aún no había terminado sus
oraciones y ya estaba anocheciendo. ¡Cómo se le había ido el tiempo! Y todavía
tenía muchas cosas que hacer… Buscó un bloc y fue apuntando minuciosamente
todos los desperfectos que habían observado durante el día y que requerían su
atención, y después habló con la cocinera y el gañán, serena, pero firmemente y
les recordó la confianza que siempre había depositado en ellos y, a la que
esperaba que en lo sucesivo fueran fieles.
Se acostó rendida y durmió toda la noche de un tirón
Al día siguiente se despertó temprano, saltó del lecho
dispuesta a cumplir rápido la obligación que le había impuesto el monje, para
después dedicarse a la oración, ya que el día anterior no había podido hacerlo.
Se aseó despacio y poniendo cuidado en su arreglo
personal, porque según pensó, sus empleados eran más críticos que Dios Nuestro
Señor, que en realidad era el único con el que solía tratar a diario. Con un
atisbo de coquetería se miró al espejo y sonrió a su propia imagen. Recordó el
tiempo en que se arreglaba para salir con su marido, y se dijo que a él le
gustaría verla siempre así, y se reprochó el haberse olvidado tanto de su
persona. Otra cosa que tendría que corregir.
Pasó por el despacho, recogió el bloc de notas,
envolvió cuidadosamente la cajita, y cuando el Sol empezaba a dorar los altos y
lejanos montes, ya salía ella al patio donde se iniciaban las faenas de la
jornada.
Observó desde la escalinata el ir y venir de “su
gente” y se asombró de ver cómo habían crecido los arbolitos que hizo plantar
la pasada primavera, para dar sombra a la fuente.
Sin embargo, los geranios de la entrada estaban muy
raquíticos y sin flores, por lo que se acercó a ellos y vio que tenían muy poca
tierra y debía de hacer por lo menos una semana que no los habían regado.
Este día lo dedicó a mirar el estado de conservación
de las edificaciones y tomó nota en su bloc de algunos desperfectos para
comentarlo con el administrador, y poner remedio.
La mañana se fue volando, pero todavía sacó unos
minutos para dedicarlos a sus oraciones.
Así pasaron los días, mañana y tarde salía con su
arquita cuidadosamente envuelta, para no despertar la curiosidad de sus
servidores, que habían notado en ella y en sus costumbres serios cambios
A sus oraciones cada día le dedicaba menos tiempo, a
pesar de que se levantaba muy temprano, pero en los cortijos la jornada
empezaba con la salida del Sol, y a aquella hora siempre había alguien que
esperaba sus instrucciones para una reparación, una compra, una poda de
frutales, una siembra de plantas ornamentales, u otra cualquier cosa.
Pues la verdad es que se había encariñado con las
gentes que la servían, y éstas con ella, y les parecía que todo salía mejor si
lo hacían en colaboración.
En los siguientes días visitó todas y cada una de las
parcelas que tenía la hacienda, y en todas encontró alguna mejora que
introducir, algún cultivo que cambiar por otro más productivo en aquel terreno,
una hilera de higueras que apenas si daban fruto, y sin embargo entorpecían el
crecimiento de los sembrados.
Se hizo asesorar por expertos agricultores, leyó toda
clase de libros de temas agrícolas y se dio cuenta, de pronto, que había
llegado el momento de volver al monte a devolver el arquita al ermitaño.
Así que el día fijado, después de inspeccionar las
obras del nuevo pajar, y de dar unas indispensables órdenes para las tareas de
aquel día,, salió por el camino que llevaba a la montaña, con el arquita
cuidadosamente envuelta metida en una cesta, junto con un suculento bizcocho
para obsequiar al buen monje.
Por el camino pensaba hacerle un ruego al fraile, y
era que le explicara la razón por la que le había hecho llevar todos aquellos
días el arquita a tantos lugares.
Ella, mujer, al cabo, había estado a punto de abrirla
mil veces, pero pudo vencer el impulso, confiada en que el fraile todo se lo
aclararía.
Así siguió subiendo la cuestecita que le llevaba a la
casa del ermitaño, mirando el paisaje, y comprobando cómo la Naturaleza había
hecho cambiar el aspecto del campo, en los quince días que habían pasado desde
la última vez que pasara por allí. Esta vez la cuesta se le hizo menos larga y
pesada, mirando las mejoras de los campos y calibrando desde arriba, otras que
se podían introducir
Llegó a lo alto menos cansada que la vez anterior y
vio que el monje la miraba sonriente y le ofrecía su callosa mano para
acompañarla al rústico banco que ya conocemos, donde tomaron asiento.
El buen padre elogió el cambio producido en el aspecto
de la señora, a la que encontraba más animada y jovial, y de su rostro había
desaparecido aquel sello de preocupación que antes tenía
Nuestra amiga, después de saludarlo y agradecer sus
palabras de bienvenida, se interesó por el cultivo que en aquel momento
realizaba el monje, y éste le enseñó algunos truquitos que le permitían
cosechar las hortalizas con aspecto más lozano. Cosa que ella agradeció y
enseguida sacó su bloc de notas para anotar.
No pasó desapercibido este detalle al anciano, que se
permitió bromear, y así dijo:
-“Veo que en esta ocasión anda más preocupada por los
cultivos, que por el motivo de su visita”.
Ella le miró sonriente, y le dijo que era cierto que
desde hacía algún tiempo se había despertado en ella una gran curiosidad por
las cosas del campo, que en la época en que vivía su marido, no recordaba haber
tenido.
“Pero lleva razón, veo que le quito el tiempo y yo
tampoco dispongo de mucho.
Ya ve usted que he venido a devolverle el arquita que
ha sido mi inseparable compañera durante estos días. He procurado cumplir estrictamente
sus órdenes, y creo haberlo hecho bien, pero no alcanzo a comprender la
finalidad de esta práctica, Nada se ha movido en su interior y hasta llego a
creer que nada haya en ella. A pesar de haber estado muy ocupada estos días, he
sentido una gran curiosidad por su contenido. Mucho me gustaría que me lo
mostrase”.
-No puedo mostrarte nada, hija, porque nada hay en
ella. Es inútil buscar tesoros en las cosas cuando nosotros somos los
depositarios de los más preciados dones. Tú tienes dentro la capacidad para
llevar tus negocios a feliz término, pero a veces nos dejamos ir en aras de la
comodidad, y delegamos en otras personas que ocupen nuestro lugar, perdiendo
así la dirección de nuestros intereses.
-“Y ahora, hija, permíteme que te pregunte qué has observado
en los recorridos diarios por tus posesiones.
Ella intentó recordar desde los primeros días, y contó
al buen padre todo lo que había llamado su atención, y en su mismo discurso iba
descubriendo la clave del misterio de la cajita de madera tallada. Y dijo:
-“Ahora veo claramente que la misión de la cajita sólo
era la de mover mi voluntad hacia planos más reales de mi vida, que yo había
situado casi por completo en el plano espiritual”.
“Y no es sólo eso”, -dijo el monje. “Las personas que
nos rodean necesitan de nuestra atención y apoyo. Sí tú hubieras estado cerca
de tus empleados, habrías sido informada de los apuros económicos del pastor y
de su familia, y no dudo que tu buen corazón se habría sentido inclinado a
ayudarle a solucionar sus problemas, así, seguro que su hijo habría tenido un
regalo más acorde con su edad; tampoco tus servidores habrían caído en la
tentación de tratar con camioneros furtivos para sacar de la hacienda géneros
insospechados, ni habría habido ocasión de que desaparecieran varios sacos de
patatas en el mismo lugar de la recolección”. “Y tantas pequeñas y grandes
cosas que han pasado a tus espaldas”.
“Todos necesitamos una palabra de aliento en la rutina
diaria, un reconocimiento a nuestro esfuerzo, una mirada crítica de nuestros
superiores para nuestra superación”.
“Tu posición en la vida, sin jefes visibles, te obliga
mucho más en el cuidado vigilante de tus subordinados, porque a veces con
nuestro descuido provocamos la realización de sus tentaciones, y sólo el
Altísimo podrá juzgar nuestro grado de responsabilidad en sus acciones”.
La señora lo miraba con expresión comprensiva y grave,
y cogiendo entre sus manos el crucifijo que remataba el gran rosario que el
fraile llevaba a la cintura, lo besó con respeto y dijo:
-“Cuánta
razón lleva, Padre, y cómo nos dejamos llevar por nuestras inclinaciones,
justificándolas de manera sutil. Durante mucho tiempo he pensado que mi manera
de obrar era la más agradable a los ojos de Dios, sin darme cuenta de que lo
que él espera de mí, es que me preocupe de las criaturas que ha puesto bajo mi
tutela. Nunca podré agradecerle bastante la lección que me ha dado y, prometo
no olvidarla. Le pido permiso para visitarlo alguna vez, porque siento que ya
no podré pasar sin sus sabios consejos”. Y diciendo esto, se levantó presurosa,
y poniendo sobre su cabeza un gran sombrero de paja, al uso de las mujeres de
aquella tierra, empezó a bajar la cuesta.
En su rostro había una sonrisa y en su espíritu una
nueva meta:
En adelante se ocuparía de atender, escuchar y hacer
felices a los que le rodeaban.
Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante,
España