Ver las estrellas.

 

 

Tengo un recuerdo muy vago de esta escena:

Mi madre me lleva en brazos por las calles de mi pueblo.

Probablemente yo precisaría visitar al médico de cabecera, o tal vez al oculista..

El ambulatorio y la consulta del especialista no distaban mucho. Ambas muy cerca de la Plaza Mayor.

Podría ser a mediodía. Pocas personas paseando. Todo permanecía en silencio.

De pronto escucho una bocina. Un vehículo se aproxima y mi madre intuye reconocer al conductor o al propietario. Hace ademán de detenerse y acaso le saluda.

Luego atravesamos el arco y llegamos a la plaza.

Detecto como si estuviéramos transitando por una zona muy diferente, mucho más amplia, más libre y despejada.

Desde casa, la distancia me debió resultar más grande.

No recuerdo nada más; nada más.

Me atrevería a circunscribir aquel breve paseo siendo yo de muy corta edad.

Según mi madre, di mis primeros pasos a los nueve meses.

O sea, que entre finales de octubre y primeros de noviembre de mi año de nacimiento, mis padres grabaron en su mente dos circunstancias: una que habría de marcarme para toda mi existencia, mi ceguera total; la otra, puramente anecdótica, que aprendí a caminar o echar el pie muy prontito.

En casa aparcaba un mueblecito de madera, sin ruedas, medio metro de altura, cuadrado con un hueco circular en el centro, por donde se movía el bebé. Aquel recipiente lo llamaban botete; calculo yo que sería porque el nene, lo único que podía hacer dentro de él sería botar.

Supongo que resultaría muy práctico, pues gozaba de estabilidad suficiente y, además, no era posible desplazarlo por la escasa fuerza en esos inicios de mi andanza.

De este modo no era preciso dedicar buena parte del día a cuidar de la criatura, por si se metiera por zonas peligrosas o arriesgadas.

Volviendo a la escena del principio, ignoro cuál sería el final de aquel trayecto; pero dadas las circunstancias sobrevenidas y alejando algún proceso febril que, por otro lado, mis padres me cuentan que fueron escasos, probablemente sería la consulta del oculista la receptora de mis premuras de entonces.

 

A mí los ojos no me han causado muchos dolores.

Sin embargo, buena parte de mis compañeros ciegos de los colegios han sufrido quebrantos importantes y muchas desazones, que precisaban una atención médica más o menos urgente.

Sí guardo en mi subconsciente una impresión fuertemente dolorosa, que no sabría situar en el lugar y fecha ocurridos; pero sí debí de llorar por causa de un padecimiento acusado.

Quizá fuera alguna pequeña intervención ocular, o el contacto de algún aparato de observación. Pero no lo acostumbro a incluir entre mis pesadillas nocturnas.

Cuando mis padres me referían el momento en que se percataron de mi ausencia total de visión, pronunciaban los términos técnicos escuchados a los profesionales de la medicina que me comenzaban a tratar: Tales como congestión, infección ocular, o algún otro proveniente de diversos diagnósticos.

Transcurridos algunos años, lo que resultaba evidente para el oftalmólogo era la atrofia del nervio óptico; y tal fue el motivo que en determinada ocasión escuché como la causa de mi ceguera, en lugar de su consecuencia.

Otra cuestión que tuve siempre nítidamente incrustada  en mi modo de actuar ha sido no hurgarme en los ojos.

Y también, si es que alguien me lo ha señalado en alguna ocasión, yo no acierto a describir cuál sea el color de mis ojos.

¿Quizá sean negros, tan tristes y melancólicos como la pieza interpretada por el ballet ruso de título en español, Ojos Negros?

O acaso traicioneros, como dice la canción, que tantas veces he escuchado con acento norteamericano:

 

“Yo vendo unos ojos negros,

¿Quién me los quiere comprar?

Los vendo por hechiceros,

Porque me han pagado mal.

Ojos negros traicioneros,

¿Por qué me miráis así?”

 

¡Qué hondura, qué profundidad, qué misterio!

 

Y aquel otro tema del Dúo Dinámico, que decía:

 

“esos ojitos negros que me miraban,

Esa mirada extraña que me turbaba”….

 

Uno de los primeros recuerdos que me vienen a la mente, correspondiente a mi etapa infantil  en el colegio, me aporta el vocablo “Barrenar”.

El significado que le otorgábamos nosotros, seguramente transmitido años atrás, era hurgarse en torno a los ojos frecuentemente.

 

Tal vez quienes tenían esa fea costumbre poco recomendable, lo hacían para calmar algún dolor o irritación, ignorando fórmulas o pequeños trucos para resolver tales incordios en determinados momentos de su vida escolar.

¿Y qué es una barrena, me atreví a indagar en cierta ocasión?

La respuesta que me dieron me dejó petrificado, pues no concebía que un instrumento de esa clase pudiera ser introducido en los órganos oculares.

Me vino a la mente la biografía de Louis Braille tantas veces leída y escuchada.

La lezna, el punzón o lo que en realidad fuera, le había ocasionado un daño irreparable en los ojos, dejando sin vista al genial inventor de nuestro sistema de lectoescritura.

Algo similar me refirieron que le había sucedido a un niño de la capital.

Había recibido de otro con quien estaba jugando, el impacto en uno de sus ojos causado por un alambre. Y había perdido también la visión completamente de ese ojo.

¡Qué terrible desazón me causó aquella historia tan cercana!

Con demasiada frecuencia entre los compañeros niños o adolescentes se producían accidentes, bien por la intervención de objetos de uso común, bien como consecuencia de alguna colisión contra columnas o postes, farolas, etc, ya que por aquellos tiempos no utilizábamos el bastón en los desplazamientos por el edificio, que por otro lado examinábamos hasta lo más escondido y oculto.

Nosotros denominábamos a esos choques o colisiones contra cuerpos duros y extraños “Ver las estrellas”

Más tarde descubríamos que, según el tonadillero Antonio Molina cantaba en su “Estudiantina Madrileña”:

“El quinto estudia los astros,

Y dice el sinvergonzón,

Que para ver las estrellas,

Sofía Loren es lo mejor”

 

La consecuencia de aquellos accidentes solía ser inmediata e irreparable, para unos órganos de por sí tan frágiles y tan expuestos a golpes fortuitos.

Y la pérdida del escaso resto visual de que podían disfrutar los niños o adolescentes de aquella época, resultaba más o menos habitual y conocida por el resto de compañeros, sin posibilidad de revertir la circunstancia.

Yo siempre, aunque ignoraba si en realidad verían las estrellas por la noche, me comparaba con quienes tenían algo de visión, y nos ayudaban  en toda oportunidad, aplicando muy bien el dicho  ese de: “En el país de los ciegos, el tuerto es rey”

Parece lógica y normal la importancia que yo le concedía  al sentido de la vista, que además siempre ocupa el primer puesto  en la relación de los sentidos corporales según los textos que estudiábamos.

Sin embargo, tal relevancia contrastaba con la poca que para mí tenía  el estudio y aprendizaje de los temas relacionados directamente con la luz y con el sentido visual, que siempre se me presentaban complicados de entender y asimilar.

Hasta que en cierta ocasión, alguien me advirtiera de un concepto al que yo no había prestado atención: los verbalismos, o expresiones hechas sin contar con la experiencia, sólo aprendidas en los textos o en las conversaciones.

Verbalismos en el lenguaje, es decir, describir situaciones mediante términos asimilados, sin haber sido experimentados por mí al carecer de la vista.

Verbigracia: Asignar un color equivocado  a una flor, describir una puesta de sol, etc.

Desde entonces trato de no cometer errores de bulto sobre cosas aprendidas, o procuro soslayar tales descripciones remarcando otros aspectos más habituales y experimentados en mi trajín cotidiano; tal como descripciones sonoras o táctiles, entendiendo que quizá son menos pormenorizadas en las lecturas más visuales.

Yo me consolaba escrutando aquella frase que se lee en “El Principito”:

“Lo esencial es invisible a los ojos”

Pero de inmediato me acecha ese refrán popular, tan extremadamente duro para mí: “Ojos que no ven, corazón que no siente”

No, no estoy de acuerdo. No me interesa. Debiera desterrarlo del gran volumen de sentencias  o máximas, porque no es cierto.

Yo, que nada veo, siento muchísimo. Vivo cantidad de sensaciones.

El problema de la asimilación de los vocablos referentes a la luminosidad, los colores con sus matices y sus tonalidades, sigue estando muy presente en mi forma de expresión; de igual modo que mi escasa memoria visual y de localización en el plano de los espacios y lugares.

Lo he descartado ya por imposible.

Y mucho más todavía si me percato  de la relevancia de las imágenes con respecto a los sonidos, los aromas, los sabores, las texturas.

Una imagen vale más que mil palabras; esto asevera el reconocido y público dicho.

Pues si eso es así, en cuestiones vitales

Resulta más simple agarrarse a la impresión originada en el sentido de la vista.

“Mira que eres linda, qué preciosa eres, verdad que no he visto  en mi vida muñeca más linda que tú; con esos ojazos que parecen soles…”

Estos ojos se me figuran grandes, profundos, porque respecto a su propia mirada ya me lo pierdo.

Por eso, cuando hablan de ojear un libro, prefiero enterarme de que están pasando sus páginas en vez de que les están echando un vistazo.

“Ojos verdes, verdes, con brillo de faca, que se han clavadito en mi corazón. Pa mí ya no hay soles, luceros, ni luna; no hay más que unos ojos que mi vida son”

El color verde lo califico asociado a la hierba, al campo, a buena parte de las frutas; pero asociarlo con una navaja, por muy brillante que parezca… ¡Qué miedo!

“Qué bonitos ojos tienes, debajo de esas dos cejas. Ellos me quieren mirar, pero si tú no los dejas ni siquiera parpadear”

 

Aquí este tema, que a mí me gusta escuchárselo cantar a la mejicana Irma Vila, no aporta gran cosa acerca del color, la forma o el tamaño.

Sólo describe lo físico; eso sí, sirviéndose de la figura exclamativa; pero resalta, como si no lo adivináramos, que están colocados debajo de las cejas, y que ni siquiera les dejan parpadear.

Tal vez sean como platos; tal vez los tenga muy abiertos o sólo entornados.

Ahora me viene a la mente el término coloquial “Ojiplático”, que yo no acostumbro a usar, como escasamente lo hago con los vocablos de semejantes connotaciones.

Supongo que puede emplearse como contrario a los ojillos.

Claro, ojillos lo son por aparecer chiquitillos, no por estar hundidos, como pude cerciorarme en una ocasión que así se me veían los míos.

Andaba yo por los trece años, mi pubertad, el comienzo de la adolescencia. Mi madre afirmó precisamente aquello acerca de mis ojos.

Discurrían momentos de esos entre la comida de mediodía y la merienda.

Habíamos escuchado en la emisora habitual, programa de discos dedicados, a Manolo Escobar  y su canción:

 “En la noche de tus ojos yo me pierdo por quererte, y los besos que me diste  los llevaré hasta la muerte”

 

Sonaba en el aparato de radio, que reposaba en una palomilla sujeta con escarpias en la pared de la cocina.

Te voy a comprar unas gafas para que las lleves puestas todo el día; y no te las quites.

Siempre me abrumado el temor de darme golpes  en la cara, chocarme con los muebles, dañarme aún más los ojos; y temor hasta perderlos y vivir sin ellos, con las cuencas vacías.

Más de uno de mis compañeros o amigos, además de carecer de la vista, tampoco tenían los ojos. En algún caso, los suplían con una prótesis, ojos de cristal.

Ahora en que continúo todavía poniéndome mis gafas, camino muy protegido contra accidentes en los ojos. Por eso, creo yo, no me desprendo de ellas jamás.

Del miedo a la obsesión por no dañarlos hay poca distancia.

Bueno; pues mi madre supo razonar  aquella recomendación manifestando que tenía los ojos muy hundidos, y también que de esta forma estarían mucho más seguros y protegidos. Con ello, daría mejor imagen.

Al año siguiente, me presenté para obtener el documento de identidad. Y, como primer revés, me obligaron a desprenderme de las gafas oscuras a fin de salir en una foto según lo dispuesto.

Me opuse, pero no me quedaba otra solución.

En efecto, aquella sugerencia maternal la he colocado en sitio muy preferente.

Y aquí seguimos, con los ojos cerrados, según mis nietecitas me dicen que los llevo. Pero viviendo y disfrutando de la vida, a pesar del pronóstico muy desfavorable de aquella consulta especializada de entonces en donde recomendaban extraérmelos.

Mis padres me lo refirieron transcurrido mucho tiempo.

Con absoluta certeza, recibirían otra preocupante noticia más.

Y, claro está, tuvieron que tomar otra más de las decisiones dolorosas en las que yo fui el protagonista.

Tal vez inquirieron nueva opinión o diagnóstico más acertado.

Muchísimas gracias, papás.

Porque además, como ya he apuntado, mis ojos, primeros y únicos, apenas me han causado dolor  ni otros problemas de salud, sino hallarse cómodamente asentados, sin trabajar ni esforzarse absolutamente nada, sin informarme de nada, sin avisarme tampoco de nada.

Lo que sí han hecho, y por eso sé que me funcionan, es llorar, echar lágrimas como cualquier otra persona; lágrimas de tristeza, de emoción, de alegría, de felicidad; lágrimas de consuelo, también por parte suya.

Con toda seguridad, menos lágrimas que mis papás acordándose de mí, sufriendo por mí, tratando de resolver una a una las complejas situaciones referentes a mi propia existencia, mi educación especial.

 

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

 

 

Regresar.