Mellizos.
Durante
la década de los cincuenta, en una zona rural de la provincia de Buenos Aires
vivía don Luis Pereyra. Un hombre honesto y trabajador que llevaba una vida
sencilla dedicada al amor, unión y protección de su esposa Mercedes y dos hijos
mellizos, Gerardo y Omar quienes le generaban su placidez. Disfrutaba de su
familia estando junto a ellos tanto como le era posible, aunque diariamente
volvía Agotado de sus largas jornadas trabajando la tierra en extensos
sembradíos.
Una noche quieta en la
que afuera el calor se desvanecía en un intermitente chirriar de grillos, el
insomnio fastidiaba a don Luis, y como otras veces, aparecía el fatal
presentimiento. Anhelaba que su vida se mantuviese latente como la imagen de
una fotografía, sin esos tormentos sucesivos que le señalaban cada vez con más
certeza el desenlace, por más que lo intentara ocultar. Aunque Mercedes ya
había percibido su gravedad, y asumía los reiterados consejos que don Luis le
encomendaba para el bienestar y educación de los mellizos.
Un amanecer al
levantarse sintió, como nunca, una extraña pesadez. El rudo hombre de exigencia
férrea, no se dio por aludido, desayunó algo nervioso, fue hasta el establo y
ensilló su alazán, al cual montó mientras le silbaba al perro, que corrió hasta
unirse casi a las patas del caballo con alborozados ladridos. Soltó un
trotecito manso y, pensativo se dirigió hacia la tierra arada. Al desmontar
volvió a sentir una fuerte opresión en el pecho que lo dejó sin poder respirar.
Minutos después, su cuerpo retorcido por el dolor quedó tirado ante el infarto
masivo que provocó su muerte. El perro desesperado husmeaba a su patrón y, y
como si fuera urgido por “mandinga”, corrió por el camino hasta la casa en un
solo aullido de perro acongojado. Fue un suceso como en una pavorosa pesadilla.
Tras el espontáneo
drama Mercedes y sus hijos quedaron desprotegidos en toda su magnitud. Ella era
una mujer hacendosa para las cosas del hogar y la crianza de sus hijos, pero
para trabajar la tierra no, siempre fue Luis con sus bravos cincuenta años
quien había respondido por todo. Cuando esto ocurrió sus mellizos eran pequeños
de ocho años y ella trató de defender sus tierras hasta donde pudo, pero las
circunstancias, presiones, impuestos y carencias la obligaron a vender la
chacra con todos los enceres para asegurar el sustento de sus hijos.
Aún no se habían
cumplido los dos años de su infortunio, cuando sus privaciones la llevaron a
contraer una anemia que segó su vida. ¡Un desenlace tremendo!
Tal como se
acostumbraba hacer con los guachos en esos pueblos, los mellizos fueron
distribuidos en distintas familias. Un vecino humilde y pese a su pobreza se
presentó espontáneamente adoptando con cariño a Gerardo. Luego un muy buen
hacendado, cuya esposa no podía concebir hijos, aceptó felizmente a Omar quien
se crió en un hogar rodeado de servidumbre, juguetes, viajes, colegios
renombrados… y mucho amor. Los mellizos Pereyra crecieron sin tratarse entre
sí, por caminos bifurcados, distintos lugares donde desarrollaron sus vidas.
Pasaron varios años y
Gerardo siendo un muchacho sensible, y aunque quisiera evitarlo, se estaba
endureciendo día tras día desde que había llegado a la ciudad de Buenos Aires.
El convivir en una urbe enmarañada por tanta muchedumbre, con denso tránsito y
a un ritmo vertiginoso de actividades no resulta nada sencillo para una persona
de origen campesino. Aunque sabía mucho de la vida y era increíblemente
intuitivo, porfiaba una y otra vez en sus ambiciones de progreso.
Tenía la patología
típica campestre que consistía en esforzarse al máximo para lograr algo
sabiendo de antemano que sería casi imposible. Por eso, conociendo que no iba a
poder conseguirlo muy fácil, pretendía encontrarse con su mellizo Omar,
prácticamente desaparecido para él, pero incansablemente volvía a intentarlo.
Sumaba frustraciones y muchas veces se tentaba a la rendición, pero cuando eso
pasaba orgulloso se potenciaba recordando la tenacidad de sus padres.
Oportunamente “Toro”,
tal como lo apodaban al corpulento Gerardo sus compañeros, estrenaba el
uniforme nuevo que le habían provisto, verde y amarillo con la inscripción en
la espalda que definía su tarea: “MANLIBA” (sigla de Mantenga Limpia Buenos
Aires) o sea de Barrendero.
Encantado con esas
“pilchas” nuevas, como él las llamaba, lustró sus botines pesados pero seguros
para chapalear el agua en días lluviosos, arregló sus cabellos y tomó un mate
cocido apurado con un par de galletas. Cuando caminaba en las mañanas rumbo a
el punto de reunión de trabajo donde se encontraban sus compañeros, trataba de
recordar algo de su infancia, pero no lo lograba, sólo una imagen borrosa de
alguien que lo alzaba o el rostro de su hermano sonriente, las que se
desdibujaban ante el inicio de sus tareas al repartirse entre jocosidades, los
carritos para el barrido y recolección.
El lugar asignado para
el joven Toro por la empresa MANLIBA de limpieza de la capital, era un sector
de Recoleta, cerca de la Iglesia del Pilar bajando hacia la avenida Alvear,
rodeando el Centro Cultural, y finalizando en la prestigiosa confitería “La
Biela”.
Una tarde luminosa de
setiembre, estacionó un impecable auto BMW rozando el cordón de la vereda, casi
aplastando el carrito recolector de la empresa MANLIBA.
-
Disculpe señor, -dijo Toro- ya lo corro.
A lo cual el refinado
y bien parecido hombre no le respondió ni lo miró, dirigiéndose a la mesa
ubicada en la vereda de la Biela, donde lo esperaba una atractiva mujer, que
observando toda la escena le comentó:
-Fijate Omar, hace un
buen rato que observo al barrendero, no te ofendas, pero tiene tu mismo porte y
tantos gestos parecidos a vos que si se vistiera con tu elegancia… parecerían
hermanos mellizos…
Omar asombrado miró
con atención al barrendero, se paró y le gritó: “¡Gerardo Pereyra!”
Al instante El carrito
atravesado en la calle y dos hombres casi idénticos confundidos en un
emocionante e interminable abrazo, paralizaron el tránsito ante el desconcierto
del público adyacente.
Al tiempo de
reflexionar, Omar le comentó a su mellizo:
Miles de veces he
preguntado por vos en todos lados, sin obtener respuestas coherentes. Pero por
muy fuertes que seamos, las fuerzas y la esperanza nos suelen fallar. No somos
indestructibles, ni tampoco inquebrantables, pero sufrimos al añorar nuestra
niñez.
-
Así es, hermano. Aunque en esas circunstancias
es cuando debemos mirar en nuestro interior, recordar las actitudes demostradas
por nuestros viejos, apretar los dientes perseverando, creer en nosotros mismos
y decirnos: ¡Yo puedo! El haber sido perseverante y manteniendo un compromiso,
muchas veces en la vida, hemos convertido en posible lo imposible, como en este
momento en que estamos tan juntos y felices igual al día que nacimos.
Autor: Edgardo
González - Buenos Aires, República Argentina
“Cuando la pluma se
agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.