Los desamparados.

 

 El hombre pisó algo blancuzco y pensó: este pobre gato está cada día más viejo. Los dos estamos viejos, otra vez ha vomitado, tendré que volver a llevarlo al veterinario.

 Con cuidado de no resbalar, pasó hasta la cocina buscando la fregona, cuando vio a Mefisto acurrucado junto al radiador que despedía un tenue calor. Benigno soltó todos los útiles de limpieza y agachándose le acarició el lomo tembloroso. El gato exhaló un débil maullido de agradecimiento. Con dulzura lo levantó y sorteando cajas de cartón llenas de cacharros herrumbrados, mantas sucias dobladas y apiladas, y todo tipo de cosas salidas de la basura, Benigno fue a sentarse buscando un rayito de sol que entraba por la ventana.

 Limpió el hocico del gato con el extremo de una larga bufanda que traía arrollada alrededor del cuello. Impresionaba su alta estatura, sus armoniosas facciones y su porte distinguido a pesar de su edad y de toda la escoria que le rodeaba.

 Benigno, nunca fue rico ni tuvo un porvenir brillante, pero era bien considerado en la fábrica de papel donde trabajaba con un sueldo escaso.

 Se casó con Marina, una muchacha muy enamorada y de buena posición. La tuberculosis se apoderó de ella a los pocos meses del matrimonio, por lo que él dejó su empleo para cuidarla. Administraba las rentas de su esposa. Dotado de un noble espíritu y de un carácter moderado, nunca hizo uso de aquel capital para cosas superfluas y mucho menos para su capricho. No habían tenido hijos, y esto hacía la vida de la enferma más tediosa.

 Unos sobrinos de ella los visitaban de vez en cuando, para aliviarle un poco la carga al tío, -decían-, Que el pobre salga un poco, que siempre está atado a su mujer...

 Benigno aceptaba estas ayudas que no añadían gastos al presupuesto, y pasaba esas horas vagando por los mercadillos de herramientas usadas, que hay en Ávila. Rara vez compraba alguna. Él tenía una enferma en casa a la que no le debía faltar nada.

 Era un buen hombre, no tenía vicios, las copas, el juego, le traían sin cuidado. Las mujeres, sí que le hubiera gustado tener algún entretenimiento, y alguna vez se dejó llevar por el impulso. Luego pasó mucho tiempo lamentando el despilfarro que aquello había significado.

 La sorpresa llegó al fallecer Marina, y comprobar que los abnegados sobrinos, también lo habían aliviado del peso de la fortuna de su esposa.

 Benigno ya había cumplido los cincuenta y nueve. Sin probabilidades de empleo y sin recursos, pasados dos meses del fallecimiento, con el alma dolorida y la rabia en el cuerpo, vendió el piso, se trasladó a un barrio periférico y en un humilde ático empezó su nueva vida.

 Buscaba trabajo todos los días. Debido a su buen porte, tenía una buena acogida pero carecía de documentos que acreditaran sus habilidades, por lo que con un fuerte apretón de manos y una promesa de llamarlo, salía de una empresa para entrar en otra.

 Una de aquellas mañanas cansado y triste se sentó en un parque y al poco tiempo apareció un compañero solitario como él y triste, según los maullidos que lanzaba al viento, tiritando de frío. Era muy pequeño, con manchas amarillentas sobre su piel blanca. Con un impulso de su buen corazón, lo acarició tratando de calentar su cuerpecillo con sus grandes manos. Se calmó el gato y empezó a lamerle las manos, por lo que dedujo que tendría hambre. Cuando se marchaba, el gato lo seguía con lastimeros maullidos. En casa le podré dar algún alimento, -pensó-. Lo cogió con dulzura y desde aquel día ya fueron dos para compartir lo bueno y lo malo de sus existencias.

 Cuando hubo limpiado el vómito del gato, lo envolvió en los extremos de la bufanda y calándose un viejo gorro de lana hasta las orejas, se puso un enorme chaquetón. En la calle hacía verdadero frío, los transeúntes aligeraban el paso y la circulación era intensa. Benigno esperó paciente en el semáforo con su pequeña carga. Se abrió el paso, mientras el ruido ensordecedor de una moto vertiginosamente avanzaba.

 Un corro de personas que miraban horrorizadas la escena del accidente, donde había una moto maltrecha, un motorista ensangrentado y un hombre muerto, se preguntaban admiradas de donde había salido aquel gato, que entre lastimeros maullidos, lamía la cara del hombre muerto.

 

Brígida Rivas Ordóñez

Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España

davasor@gmail.com

 

 

 

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