La piedra, el
mantel, el jarrón y un enorme desastre.
Las horas de sol la llenaban de alegría. Era cuando le
daban permiso de jugar afuera. Cuando podía disfrutar las maravillas de la
naturaleza: la tierra, el pasto, los árboles, el viento, las piedras… Como
aquella en la que habían tropezado sus pequeños ojos verdes; una piedra que
sobresalía encajada en el suelo, con su perfecta e imperfecta forma, con sus
grietas y elevaciones, como una montaña en miniatura.
Con algo así en sus manos, podía introducirse en el mundo
mágico oculto detrás de las cosas de la naturaleza, aquellas aparentemente tan
cotidianas. Podía encontrarse con las miradas de las mujeres que con el
movimiento de sus caderas hacían bailar al viento. O tomar prestados los
enormes sombreros de los duendes que corrían entre las raíces de la vegetación
para inspirarlos a continuar creciendo. Y escuchar la poesía escondida detrás
de los dulces cantos de los pájaros. Pero ahora estaba adentro de la casa de
sus abuelos y la magia de la naturaleza yacía cerrada como la puerta; aquella
piedra montañosa no era suficiente para abrirla.
La niña está recostada en el sofá de la sala, la piedra
entre las manos, sus ojos verdes fijos en el techo, en búsqueda de la diversión
que no llega. Pedazos de la conversación de los grandes se logran percibir
desde ahí, pero no le interesan, sólo son chismes del pueblo: que si Margarita
se va a casar con Juan o con Antonio, que si el hijo del alcalde se compró otro
carro nuevo con el dinero de la gente, … ese tipo de cosas
que para ella No son reales, no vale la pena ocupar su tiempo en hacer
suposiciones y alegar frente a quienes no pueden hacer nada: Si tanto les
preocupa, ¿por qué no van con Margarita a preguntarle con quien se va
a casar? O, ¿por qué no van a
reclamarles en persona al alcalde y a su hijo? En fin, a ella que le interesa
si lo hacen o no, ella solo quiere regresar tras los mantos de la naturaleza,
pero no puede salir.
Desesperada, se baja del sofá y se acerca a la mesita de
centro. Inspecciona el jarrón que descansa sobre ella. Es de barro y tiene uno,
dos, tres, cuatro… Treinta y nueve
bolitas resaltadas en cada lado. Su abuelita dice que es un florero, pero hasta
donde ella sabe, los floreros no son cuadrados y se llenan con flores, en lugar
de dejarse vacíos en medio de una mesita de patas frágiles, sobre un mantel de
plástico. Se lo regaló el abuelo un año antes de morir y la abuela dice que es
muy valioso, un recuerdo de los viejos tiempos, que nadie lo debe tocar. Pero
la niña está aburrida y en momentos así, las más simples y contundentes
instrucciones tienden a olvidarse.
Ella golpea suavemente su piedra contra el jarrón, –le
gusta su sonido. Introduce la piedra en el florero y lo levanta del mantel con
una mano; con la otra agarra el mantel y lo inspecciona. Está formado de
diferentes tiras de plástico entretejidas, si le pasa las uñas por encima la
fricción se escucha graciosa; también provoca un sonido agradable si lo frota
contra el florero…
En unos segundos está de pie. Sacude el jarrón con una mano
mientras lo golpea y frota contra el mantel alternadamente. Encuentra el ritmo
de su música espontánea y se une a ella con el movimiento de sus caderas. Quizá
no pueda entrar al mundo oculto de la naturaleza desde el interior de la casa,
pero la imaginación es muy poderosa, a veces incluso más que la realidad, y
hace efecto casi al instante.
El viento comienza a llegar. Se expande hacia toda la sala
desde su centro en forma de espiral. En cada esquina de la habitación yace una
de las mujeres, avivando el viento con su danza; se unen a la música de la niña
con el sonar de las monedas en sus caderas y los cascabeles en sus muñecas y
tobillos. La sala va desapareciendo poco a poco con cada sacudida, con cada
tintineo. Se transforma en la cima de una montaña rocosa, con grietas y
elevaciones adornando su superficie. Ella intenta imitar los movimientos de las
mujeres, quiere sentir el poder del viento en su corazón.
Después salen un par de duendes con sonrisas divertidas de
entre las ramas de un enorme árbol frondoso, la única vegetación en aquella
montaña empedrada; hace tan solo unos momentos había sido una planta en una
maceta pegada contra la pared de la sala. Los duendes se quitan sus sombreros y
con sus diminutas manos los convierten al ruido del tambor, la música sube de
intensidad.
Entonces aparecen los hermosos pájaros de colores para
poner palabras a la música, revoloteando alrededor de las bailarinas:
-Ven conmigo al país de los arco iris, donde todo pasa
detrás del tiempo, porque la vida es para ser feliz, en todo lugar y en todo
momento.
Las mujeres sacuden sus manos, hacen sonar los cascabeles,
en señal de aprobación a las palabras de los pájaros. Las aves vuelan hacia
ellas para posarse en sus dedos juguetones. La niña quiere ser parte también de
su euforia. Levanta las manos para imitar sus movimientos, llamando a los
pájaros a sus dedos. Pero…
¡Crash!
La música se detiene abruptamente y la montaña vuelve a
convertirse en la sala. El florero yace hecho añicos en el suelo. La piedra se
asoma burlona entre ellos. El mantel aplastado junto al desastre.
Se escucha el estruendo de varias sillas de madera
arrastradas en alarma. Aterrada, la niña recoge la piedra de entre los pedazos
de barro y se avienta sobre el sofá. Finge estar dormida.
Los adultos llegan corriendo a la sala. La abuela lanza una
exclamación al ver el desastre en que su florero más preciado se ha convertido
y después comienza a llorar desconsolada, porque al parecer no es suficiente
conservar los recuerdos en la mente si no existe un objeto físico al cual
ligarlos.
La tía Mari abraza a la abuela y la lleva de regreso a la
cocina, espera que alejarla de la imagen que ha provocado su desdicha ayude a
calmar un poco el dolor. Alguien trae una escoba y recogedor y comienza a barrer
los pedazos.
-Yo le dije que no lo pusiera ahí, las patas de esa mesa
bailan, algún día se iba a caer el bendito florero.-dice la tía Betty-¿Y
qué pasó?, se cayó.
-Y a ti nada más te importa tener siempre la
razón.-contesta la tía Eli con un suspiro-No le vayas a reclamar, ya tiene
suficiente con haber perdido el último recuerdo de su querido Ricky.
-Yo sólo digo que se pudo haber evitado, es todo.
La tía Eli vuelve a suspirar como respuesta:
-Lo bueno es que no se despertó la niña. -Dice después de unos
momentos.
Colocan el mantel de nuevo sobre la mesa y se retiran con
los restos del recuerdo destrozado de la abuela. La niña vuelve a mirar hacia
donde los pedazos habían estado mientras rueda la piedra entre sus manos. Al
cabo de unos minutos se percata que lo único que hay entre sus dedos es aire.
Se levanta alarmada: ¿cómo es posible? Si
la tenía tan solo hace un segundo.
Busca frenética entre los cojines del sillón, debajo de la
mesita de centro, debajo del sofá, en la maceta…
Después de haber recorrido toda la sala sin éxito, se sienta rendida en el
piso, un nudo en su garganta. El nudo crece incontrolable al aceptar que ha
perdido la piedra, llega a ser tan grande que no le queda más remedio que
soltar el llanto. Lucha por mantener sus sollozos al menor volumen posible,
pero eso sólo parece avivarlos más. Ha perdido lo que más preciaba en el mundo
sin siquiera saber como; desapareció sin más, y no tiene idea de como
recuperarlo.
Detiene abruptamente su llanto, aunque las lágrimas siguen
resbalando por sus mejillas, porque comprende lo que antes le parecía tan
ridículo. Entiende por qué el jarrón era tan importante para su abuela,
entiende por qué lloró al encontrarlo roto en el piso y entiende que la ha
lastimado. Se levanta decidida, tiene alguien más a quien buscar.
Aún con lágrimas en sus ojos, le pide perdón a la abuela.
Le explica a borbotones lo que ha pasado, que acepta su responsabilidad, que
siente haber herido los sentimientos de su abuela; lo siente tanto como el
haber perdido su piedra, porque ya no volverá a ver a los duendes, entender a
los pájaros ni bailar con las mujeres que mueven al viento; pero se lo merece
por haber roto el jarrón de la abuela…
La abuela la detiene abrumada por tanta información que no
comprende. Una parte de ella quiere desatar su furia contra la niña, vengar su
desdicha contra la culpable de ocasionar su dolor. Pero a su otra parte se le
derrite el corazón ante las lágrimas de su nieta; sabe que no era su intención
herirla y considera que ha tenido suficiente con el arrepentimiento que sigue
arrojando lágrimas por los ojos de la niña. La abraza fuertemente, le dice que
la perdona, que lo importante es que reconozca la responsabilidad de sus actos,
que todo va a estar bien, que la perdona.
Finalmente la niña deja de llorar y la abuela le dice que
vaya a jugar. Ella se va, dejándola sumida en sus pensamientos. No ha entendido
la mitad de las cosas dichas por su nieta, pero una frase resuena en su mente.
La pequeña dijo que antes no comprendía por que necesitaba un jarrón para
recordar al abuelo, si los recuerdos están en la mente, no en un objeto. Para
ella había sido obvio, el jarrón se lo había regalado su difunto esposo, era un
recuerdo de él. Sin embargo, ahora las palabras de la niña la hacen reírse de
sí misma: el mundo no se ha acabado porque se rompiera el jarrón, es cierto que
tenía importancia para ella, aún así el abuelo sigue vivo en su memoria y
aunque duela, un jarrón roto no lo cambiará.
La niña regresa a la sala, la dejó hecha un desastre por buscar
su piedra hace unos momentos, así que tiene que recoger los cojines del piso y
acomodarlos en su lugar. Después de hacerlo podrá irse a su cuarto y esperar
que una noche de sueño sea suficiente para aliviar el vacío que quedó en su
pecho. Se detiene atónita en la entrada, los cojines ya están acomodados: ¿vendrían
las tías a recogerlos?
Entonces escucha una risa complacida, muy despacio y a la
vez muy claro. Voltea en la dirección del sonido. Sus ojos se encuentran con
los de su abuelo. Está de pie junto a la mesita de centro, un sombrero gigante
como los de los duendes adorna su cabeza. Lo levanta en señal de saludo frente
a la mirada atónita de su nieta. Tras una amplia sonrisa, desaparece.
La niña se queda paralizada, porque frente a ella, sobre el
mantel, está su piedra, y a un lado, intacto, el jarrón.
Autora:
Rosa Vanessa
Lazo Charur.Monterrey, México.