Esperando a Segundo.

 

 

El constructor, era Juan, había sido contratado para eso que había estudiado, construir.

Esta vez se trataba de hacer una tumba colectiva en el cementerio.

Los clientes la querían subterránea y con capacidad para ocho ataúdes, cuatro de cada lado, como si fueran camas cuchetas del ejército, o de las colonias de vacaciones de grupos de estudiantes, o como las de los marineros en los barcos.

Todo estaría bajo tierra pero sin tierra, serían paredes de bloques revocadas con concreto impermeable, y, cada cama, sería una pequeña losa de hormigón con el espacio justo para cada ataúd.

Había que cavar un pozo de dos metros de profundidad, dos de largo y un metro ochenta de ancho, entonces habría lugar de sobra, para cuatro ataúdes de cada lado y 60 centímetros de espacio libre al medio, para la persona que fuera a limpiar, a colocar flores o a rezar.

Todo eso se taparía al final con una losa de hormigón, a un metro de la superficie, revestida encima con mosaicos, con recipientes para floreros y espacios para portarretratos con los correspondientes nombres, una puertita y la escalerilla para bajar.

El constructor, llevó a dos de sus obreros más eficientes, de esos a los que les gustaba mantenerse activos, esos a los que se los podía dejar solos porque igual avanzarían con el trabajo, eran Artemio y Segundo.

Dos días más tarde, llevó también a Gastón, uno de sus hijos adolescentes, el que ya estaba por cumplir 17 años, le decía que debía ganarse sus honorarios, además al ser hijo del patrón, los dos obreros, se portarían muy bien delante de él.

Mientras sacaban tierra, conversaban, se decían chistes y escuchaban radio nacional.

A medida que avanzaban, Segundo se preocupaba, sentía miedo al no saber con qué se encontrarían más abajo, comentaba que no le gustaba nada trabajar en ese lugar. Artemio conversaba tratando de convencerlo de que simplemente era un trabajo más y que debían hacerlo con alegría.

Gastón debía cargar la tierra en una carretilla y llevarla a un lugar donde se necesitara relleno, eso le divertía, entonces llevó a Luisito, su hermanito menor, el que ya había cumplido siete años; lo llevaría en la carretilla en cada traslado de tierra y luego volverían zigzagueando entre las sepulturas.

Juan siempre decía que había que familiarizarse con los cementerios y las tumbas, con los velorios y con todo lo relacionado con ese tema, como para saber que todos llegaríamos ahí en algún momento.

Repetía que cada despedida, debería ser lo menos dolorosa posible.

Gastón se esforzaba para que su hermanito se divirtiera, entonces lo llevaba a pasear en carretilla, mientras Artemio y Segundo seguían sacando tierra.

Cuando ya estuvo listo el pozo, continuaron con el material que se hacía en la máquina, arena, ripio y cemento, como para un buen contrapiso que después sería alisado, una columna en cada esquina y luego los bloques que, una vez colocados serían revocados hasta desaparecer de la vista.

Gastón le enseñaba a su hermanito el significado de las tumbas y repetía las palabras de su padre:

“Hay que tener miedo a los vivos, no a los muertos”.

Segundo se preocupaba mucho y decía que era mejor no hablar de esos temas, que había que tener cuidado y, subía el volumen de la música para olvidarse del lugar donde estaban.

En un momento vio una sombra que lo paralizó, alguien que se movía detrás de él.

“Soy el sepulturero”. Dijo en voz alta. “Vengo a pedirles que paren por favor el ruido de la mezcladora”, le obedecieron y luego agregó, “también bajen la música, estamos trayendo un funeral y ya están bastante cerca con el féretro”.

“¡Seguramente habrá una ceremonia!”

Artemio se reía como si hubiese escuchado un buen chiste, solía burlarse del miedo de su compañero; más profundo era el pozo y más se reía, porque le comentaba que ya se encontrarían con algo, o con alguien, la cara de preocupación de Segundo era lo que le divertía. Mientras tanto Luisito encontraba muchos escondites para preocupar a su hermano cuando jugaban a perseguirse, porque se podía aparecer y desaparecer entre capillas, mausoleos, tumbas y cruces de diferentes formas, tamaños y colores.

Al final de la tarde, llegaba Juan en su camioneta para buscarlos a todos, siempre se le ocurría algún chiste de humor negro, que todos festejaban con algarabía, todos menos Segundo.

Le contaron que habían sido testigos de un funeral, que tuvieron que bajar la música y detener la hormigonera; Juan decía que esas cosas, había que respetarlas en silencio y quitarse el sombrero, o lo que se tenga en la cabeza.

Pasaban los días construyendo, debían apurarse porque les habían dado un plazo, ya que el primer hombre que descansaría ahí, estaba gravemente enfermo, y no podían esperar muchos días más.

Era el padre de quienes habían contratado el trabajo, decían que su sueño era tener a toda su familia unida, que allí descansarían en paz.

Ya tenían listas las pequeñas losas de hormigón donde se colocarían los ataúdes, entonces, Gastón y Luisito las probaban acostándose un rato en cada plataforma, como si fuesen ellos, los difuntos que descansarían en ese lugar.

Segundo los miraba serio y repetía: “No jueguen con esas cosas”.

Ya se habían hecho cómplices de Artemio y se divertían haciendo bromas cada vez más pesadas para asustar a su compañero. Se divertían cada vez más, observando su cara de miedo y preocupación, luego comentaban y se reían más, cuando no estaban con él.

Hacían un trabajo de equipo, uno mezclaba todo el material, mientras el otro revocaba o pegaba los bloques. La canilla para buscar agua, estaba a 30 metros, justo donde comenzaba la línea de nichos, Mientras se llenaban los baldes, se entretenían leyendo los nombres de los difuntos, observaban las flores, o las placas de bronce.

Ya faltaba poco para terminar la obra, entonces llegaba Juan, porque le interesaba verificar que quedasen bien todas las terminaciones, se entretuvo con Gastón y Luisito, hablando de la muerte, de los cementerios y de diferentes creencias, mientras los dos obreros, habían ido a buscar más agua a la canilla cerca de los nichos.

Artemio se había adelantado y, manteniendo su rol de bromista, entró a uno de los nichos vacíos y se acostó boca abajo, esperó a Segundo que pasara con los baldes, cuando este apareció, sacó su mano con la palma hacia arriba, los dedos separados y doblados mostrando los nudillos, como si estuviera muy tenso.

Con voz grave, fuerte y temblorosa dijo:

“¡Seeegundooo!… Dame e un maateee!...

El hombre dejó caer los baldes que estaban cargados de agua por la mitad y comenzó a correr en línea recta, saltando entre las tumbas,

Todos lo vieron pasar, Luisito, Juan y Gastón, también el sepulturero que ya estaba por cerrar el cementerio, los policías que estaban de guardia y los clientes que llegaban en familia, a ver si ya estaba todo listo para llevar los restos de su padre fallecido.

Pasaron algunas semanas y Artemio contó lo que había sucedido, todos se reían, pero a Segundo no volvieron a verlo nunca más, no regresó ni siquiera para cobrar sus honorarios.

Dijeron que esperarían verlo en la otra vida, al menos para pagarle, o para contarle que todo aquello, solo había sido una broma de su compañero de trabajo.

 

Autor: Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.

marioisla@bariloche.com.ar 

 

 

 

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