El viaje fantástico.

 

 

Conocí en uno de los cursos escolares que impartía (ya que soy maestro de secundaria), a un chico de nombre Gael. Supe que nació prematuro y que hubo que colocarlo en una incubadora. Como suele pasar, estos pequeñines de peso muy bajo al nacer, requieren de ciertos cuidados especiales para que su organismo madure, y de esta manera puedan enfrentarse con mayores posibilidades de sobrevivir, a la vida.

Si bien, ya el hecho de nacer antes del tiempo programado para hacerlo, es un problema mayúsculo, hay otros inconvenientes que se suman y empeoran el pronóstico.

A Gael, le sucedió esto. Por un lado la terapia aplicada para que sobreviviera a su bajo peso al nacer, funcionó, porque hoy está vivo. Sin embargo, la adversidad se ensañó con este pequeñísimo cuerpo y le cobró factura dejándole ciego… los médicos le llaman a este problema “retinopatía del prematuro”.

En la actualidad la retinopatía del prematuro es lamentable, y crecientemente, un problema global. Una complicación persistente de riesgo, para niños de edad gestacional que no llega a término (prematuros menor o igual a 28 semanas de gestación). La retinopatía es la causa más frecuente de ceguera, y de acuerdo con estudios publicados, encontramos que el uso de altas concentraciones de oxígeno, influyen en el desarrollo y gravedad de la retinopatía. No obstante que, se ha recomendado una saturación de oxígeno más baja, la falta de ensayos controlados fidedignos, podrían estar condenando a la muerte a un mayor número de prematuros, que los que se salvarían, a pesar de la ceguera.

Si no se les proporciona oxígeno, se mueren… y si se les proporciona, pueden quedarse ciegos… ¡vaya galimatías! Además, no se ha medido bien el uso de oxígeno de modo sistemático, incluso hoy en día, con monitores de SPO2 (saturación parcial de oxígeno)… por lo que se desconoce cuál es la cantidad de oxígeno, óptima o ideal, para los niños prematuros.

Pero, ¡qué falta de consideración la mía! Soy un profesor de literatura, en una escuela secundaria con un programa de inclusión piloto, que permite el ingreso de niños con discapacidad visual. Los chicos me llaman profe Crispín… porque ese es mi nombre. Y Gael, era uno de mis estudiantes.

Cierto día, de acuerdo con el programa escolar, tenía que hablarles de la Odisea. Las peripecias que tuvo que enfrentar Odiseo en su largo viaje de regreso a Ítaca, al terminar la guerra de Troya, generó discusión entre los chicos. La imaginación desbordada por la mitología griega, los hizo competir… y yo pregunté: ¿Quién de ustedes cree que podría tener el viaje más fantástico jamás narrado? Y así empezó esta historia…

Gael, se puso de pie y haciendo gala de su memoria, nos comentó:

-Profe Crispín, yo he tenido viajes fantásticos.

-¿Tú… cómo es que hiciste un viaje, si no ves? Dijo una voz desde el fondo del salón.

Volteando su cabeza en dirección hacia donde había salido la voz, replicó:

-Pues aunque tú no lo creas, lo hice, le contestó. Mira, mis viajes no tienen nada que ver con lo que se relata en la Odisea. Mis viajes son más sencillos, pero no por eso, menos apasionantes. Mis primeros viajes fueron a través del espacio en el que vivo.

-¿En tu casa? Bah, eso no tiene nada de espectacular… le dijo Juan, que estaba a su lado.

-¡Claro que sí…! -dijo Gael.

-¡Claro que no!…

La discusión se estaba elevando de tono y tuve que intervenir.

-Chicos, chicos, calma… dejemos que Gael nos narre su fantástico viaje y luego opinan… ¿Les parece?

Al unísono callaron las voces y Gael inició su narrativa. He aquí el relato que salió de su propia voz.

Mis primeros viajes los realicé, como dije antes, en el espacio en el que vivo. Ustedes no pueden imaginar, como fueron esos viajes que me permitieron conocer la recámara, el baño, la cocina y la estancia. Más aún cuando salí de sus muros, lo que encontré fue de igual magnitud. Nunca vi, ni veré, pero puedo conocer de esa forma, lo que ustedes ven, con tanta facilidad.

El silencio se hizo evidente. Para cualquier persona con visión, trasladarse de un lugar a otro, es rutina. Pero, para un ciego como Gael, es diferente… sería interesante conocer los pormenores de sus increíbles viajes, aunque sean tan pequeños, como ir de la recámara al baño. He sabido de personas adultas mayores que tienen Alzheimer, que se pierden al ir de la recámara al comedor… increíble pero, ¡cierto!

Al principio, continuó Gael, mis padres me enseñaron que dentro de la casa, no tengo ni frío ni calor porque arriba de mí hay un techo… nunca he visto un techo, pero me imagino que es algo que me cubre por arriba de mi cabeza y me aísla del sol, de la lluvia y de todo lo que está afuera. La casa tiene muros, nunca he visto un muro, pero entiendo que no los puedo atravesar y que están ahí para delimitar los espacios, al igual que aquí en la escuela.

Para desplazarme puedo tocar con mis manos las paredes, no todas las paredes tienen la misma textura. Por ejemplo la pared de la sala, no es igual a la pared del baño. Tocando entre ellos, encuentro los espacios por donde puedo pasar a través de ellos, se llaman puertas.

Las puertas deben estar abiertas o cerradas, porque si están entreabiertas puedo lastimarme.

Hay muebles que nunca se mueven, como la taza y el lavabo del baño, también el fregadero de la cocina, el refrigerador y la estufa. Si me aprendo su ubicación, a pesar de que nunca les he visto, sé que ahí están y puedo tomarlos como referencia para moverme con libertad. Conozco la distancia, aunque nunca la he medido, que hay entre mi cama y la puerta de la recámara, sé hacia dónde dirigirme, si deseo ir a la cocina o al baño. En las paredes he palpado los cuadros que cuelgan con fotografías, que según me han enseñado, son imágenes de la familia que nos los recuerdan… el abuelo y la abuela, los tíos, la boda de mis padres, ¿qué sé yo? También he tocado las ventanas, conozco el mecanismo para abrirlas y cerrarlas… sé que permiten la entrada de luz, concepto que no tengo muy claro, pero que nos permite a los que ahí vivimos, desplazarnos sin problemas. Hay otros muebles que pueden moverse según el gusto de mis padres, algo a lo que han renunciado para que yo siempre los tenga como referencia. Me refiero a los muebles de la sala, los del comedor, las sillas y el librero. La cocina tiene un olor muy peculiar, huele a comida.

Cuando salgo de casa, siento al sol sobre mi cabeza, el aire que sopla hace murmullo, el aroma del pasto y las flores inundan mis pulmones al respirar.

El coche de papá está a la entrada, me dicen que es azul, como el mar y el cielo; cuando arranca su motor se desprende un olor que a veces, me hace toser.

El timbre de la chicharra que marca el término de la clase suena de repente y nos saca a todos de este maravilloso viaje que nos ha narrado Gael.

Para concluir, dice Gael, podría seguir describiendo lo que veo con mis oídos, mi nariz, lo que percibo con el gusto y sobre todo lo que toco… pero hoy la campana nos salvó. Los chicos cogieron sus cosas, se despidieron y se retiraron a sus casas.

Yo me quedé pensando en el relato narrado por Gael. Definitivamente, ¡qué difícil era andar por el mundo sin la capacidad de ver!

Los años pasaron y nunca más supe de Gael. Ahora mis recuerdos lo traen al presente, porque ahora el que no ve, soy yo. Fui perdiendo la capacidad visual a causa de glaucoma en ambos ojos. A pesar de las medidas tomadas por el oftalmólogo, mi vista fue a menos, hasta perderse totalmente. La escuela en la que laboré por más de 40 años, me pensionó y a través de un programa de rehabilitación, se me invitó a un curso de movilidad y uso del bastón blanco para que fuera lo más autosuficiente posible, en el momento de moverme o desplazarme.

¡Qué razón tenía Gael cuando nos describió su viaje fantástico por los espacios que conformaban su casa!

Ahora, no solo lo entendía, sino que lo vivía en carne propia al tener que desplazarme a las distintas habitaciones de mi casa… en definitiva que difícil era. Cuando no chocaba con algún mueble, mis manos tiraban algún objeto con el que topaban, al dirigirme a uno u otro lado.

El día que me presenté en la institución del DIF municipal, para recibir el curso de movilidad y uso del bastón blanco, un hombre, que se identificó como el instructor, al decirme: “buenos días”, y yo contestarle el saludo, exclamó:

-¡Profe Crispín, qué gusto verle de nuevo!, al tiempo que me daba un abrazo apretado.

-¿Disculpe, nos conocemos?

Yo sabía que ese hombre era seguramente un exalumno, por la forma en que me llamó… “profe Crispín”.

-Claro, profe Crispín, ¡Soy Gael!

-¿Gael, el chico ciego que estudió literatura conmigo en la secundaria?

-El mismo que viste y calza, maestro Crispín.

-¿Y cómo me reconociste si no ves?

-¡Ah, profesor!, su voz es inconfundible.

-¿De verdad, así lo crees?

-No es que lo crea, profe Crispín, lo sé porque lo oigo y le repito, su voz es inconfundible. Veo que ahora usted es ciego también.

-Sí, el glaucoma terminó por acabar con mi vista. Y ahora…

-Ahora, me interrumpió, yo le voy a dar clases para que aprenda a moverse y a usar el bastón blanco.

Asentí con mi cabeza al mismo tiempo que expresaba, un casi inaudible sí.

-Animo maestro Crispín, yo le voy a enseñar, con el mismo gusto y amor con el que usted me enseñó literatura.

Y fue así como me reencontré con Gael… hoy somos, aparte de compañeros de la adversidad, grandes amigos sin importar la diferencia de edades. Doy gracias al Creador, que me dio la oportunidad de enseñar a niños, que hoy, son los que enseñan a los viejos que como yo, tenemos una discapacidad… ¡Qué bendición ser maestro! Y que bendición tener alumnos como Gael… Por supuesto que hoy por hoy, me muevo con mi bastón por las calles de la ciudad… y eso, eso, ¡se lo debo a Gael!

 

 

Autor: Dr. Jorge García Leal. Acapulco, Guerrero, México.

garcilejo@hotmail.com

 

 

 

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