De términos y paradigmas.

 

En verdad, hablar de términos y de paradigmas supone para mí regresar a una preocupación de la que tal vez nunca me alejé del todo. Me refiero a la relación entre lenguaje y realidad; es claro que el lenguaje es real, pero, la misión del lenguaje ¿es nombrar lo que existe o es inventarlo? No se trata de un problema menor, es un verdadero dilema. En la segunda mitad de los años sesenta y primera de los setenta del siglo pasado, se realizaron en América Latina reuniones, congresos, seminarios y mesas redondas en las que se discutía fervorosa y hasta apasionadamente la esencia de vocablos como: rehabilitación, integración, educación especial o diferenciada, escuelas comunes o escuelas normales etc. No eran más que vocablos y frases y yo, ávida de acción, me preguntaba para qué discutir esa terminología en vez de trazar planes concretos que se tradujeran en acciones inmediatas; no advertía que en esas reuniones no podía diseñarse el futuro de los niños ciegos porque no era de la competencia de quienes participábamos en ellas, pero tampoco advertía que la semántica expresaba un cambio que en su expresión ayudaba a cambiar los hechos.

La ciudad de La Plata fue pionera en lo que para la mayoría de los centros educativos era una palabra bomba: integración. En las capitales de provincia había escuelas con régimen de internado para que los chicos que vivían lejos pudieran cursar la primaria. Confieso que yo misma dudaba de la eficacia de las nuevas doctrinas, y, era natural, la escuela donde yo había sido alumna tenía escasos diez años de vida y en ella se educaban niños y algunos jóvenes que venían desde lejos, o que aunque no viviendo tan lejos, no tenían quien los acercara diariamente al colegio.

Me pregunto ahora qué designaba el tan llevado y traído término: integración, y a falta de quién me dé la respuesta, la ensayo yo: significaba que las escuelas comunes recibían a un chico ciego para que mostrara que podía cursar “como cualquier otro chico” el ciclo normal en una escuela normal; es decir, que un chico ciego tenía que demostrar efectivamente que era un chico normal. Eso sí, tenía, al menos eso denotan las primeras experiencias en mi provincia, que ser excelente alumno, inteligente, estudioso, dispuesto siempre a adaptarse al medio. Sí, porque era el niño quien debía adaptarse al régimen escolar; no tenía que darle trabajo a la maestra común y tenía que estar siempre contento. La integración de un chico equivalía a un certificado de no-ceguera; ciegos eran sus hasta ayer compañeritos que se quedaban en la escuela. El “elegido” contraía una responsabilidad mayúscula, la de demostrar que él o ella dejaba bien alto el nivel de la escuela especial. Es necesario aclarar que en los primeros años solo se integraba a niños que estuvieran cursando los últimos grados. Luego paulatinamente se fueron “eligiendo” algunos niños para concurrir a un jardín común o para cursar primer grado en una escuela que estuviera cerca de la escuela especial. Más tarde se prefirió que la escuela común estuviera cerca de la casa del alumno integrado.

 Recuerdo con tristeza las reuniones docentes en las que se analizaba la situación de un chico para ver si se lo integraba o no. Con más tristeza aún recuerdo la aflicción de los padres cuyo hijo no era integrado: volvían a recibir un certificado de ceguera. ¿Y los chicos qué pensaban? ¿Qué sentían? Eso no era tema de discusión. La integración era un premio y así debía ser tomada por el educando.

Vale la pena dejar constancia de que a mí no me permitieron trabajar en apoyo a los chicos integrados, claro, no iba una persona ciega a defender la integración de niños que no veían. Eso me hacía pensar que algo no andaba bien, porque ¿no hubiera sido bueno que una persona sin vista demostrara la eficacia del nuevo modo de enseñar y aprender? Las experiencias que me dejaron las primeras integraciones no fueron buenas. Una de las niñas regresó por su voluntad a la escuela en el último curso de primaria; en verdad no sé en que grado fue integrada. Nadie se hacía cargo de los sentimientos de esa alumna que tuvo que sentir el peso de su decisión y que quedó marcada por la circunstancia; percibió que la consideraban un fracaso; no sé si fue así, en todo caso sí sé que la sensación perduró en ella.

Uno de los niños a quien yo le daba clases de ábaco se encerró en el aula y se puso a jugar con todos los trastos que yo guardaba en el armario, y, cuando su mamá le dijo: ¿Qué estás haciendo ahí sentado en el suelo? Él le respondió: “quiero ser ciego un ratito”. Por mi parte, recuerdo con pena que en las reuniones de las que he hablado, apoyé la moción de integrar a una niña en el último o penúltimo curso porque cursaba con dos varoncitos y me parecía que le faltaba interacción social. Durante años estuvo alejada de mí: su sufrimiento había sido mucho y no perdonaba que la hubiéramos alejado de sus compañeros y de un entorno que había sido acogedor para ella cuando, por su escasa visión, la habían sacado de la escuela común a la que retornó. Hubo también por aquellos años algunas integraciones en instituciones privadas: se trató de casos en los que los niños tenían dificultades anexas, no dependientes de su ceguera y cuyos padres solventaron los gastos que demanda el trabajo de una maestra contratada directamente; eran niños a los que la escuela no consideraba aptos para ser integrados. La evolución de esos alumnos me mostró que, sometidos a una sobre exigencia extrema, no lograron una personalidad armónica, ni adecuaron sus posibilidades a sus limitaciones; esto les ha producido una innecesaria cuota de sufrimiento.

Por fortuna, antes de que llegaran nuevos términos llegaron cambios que hicieron más amable la realidad escolar de los niños. Comenzó a pensarse que no sólo “el chico diez” era apto para cursar en la escuela común, y, con el flujo de alumnos se advirtió la necesidad de adecuar los contenidos a las posibilidades y a las necesidades de cada niño. No tuve ocasión de seguir la trayectoria de lo que podríamos denominar alumnos de una situación bisagra; los casos que pude observar me hicieron comprender que la balanza se inclinaba, tal vez algo en demasía, a un régimen mínimo de exigencias educativas. Se resintieron estrategias específicas como el aprendizaje del braille y el de técnicas de orientación y movilidad. Empero, ignoro si esos niños padecieron las frustraciones a las que habían estado sometidos los primeros niños que fueron integrados.

He señalado dos etapas distintas. Creo que estamos en estos momentos frente a un cambio de paradigma. El hecho de hablar de que el acento no se pone totalmente en el niño y su éxito curricular como en la primera etapa, ni en su permanencia en la escuela, aún a costa de un escaso rendimiento y al sacrificio de estrategias necesarias para una buena inserción de niños ciegos que requerirán de ellas en su adultez, ha motivado un cambio de paradigma todavía no consolidado.

 No es secreto para nadie que la escuela actual ha mudado desde su manera de impartir disciplina hasta el grado de exigencia curricular: el acento está ahora más en la adquisición de habilidades que en la posesión de contenidos. Este hecho me hace imaginar una situación de mayor comodidad para los niños ciegos. Para intentar la exposición del cambio de paradigma de “integración forzada” a “inclusión propiciada”, basta indagar la incidencia de ambos términos: integración e inclusión.

Hablar de un régimen inclusivo en vez de hablar de integración marca varias cuestiones importantes. Sin embargo, antes de hacerlo y para ser honesta tengo que recordar que la a veces insatisfactoria situación de integración fue un paso necesario ya que dio la posibilidad de que, con mayor o menor fortuna, los chicos se fueran quedando en sus hogares, en vez de vivir en régimen de internado en la escuela: ¡eso sí que era duro! He comentado el tema con algunas mamás que tienen hijos ciegos y que pasaron su infancia en la escuela y me dijeron que sabían que sus hijos saldrían menos preparados de lo que ellas habían egresado del ciclo primario, pero que preferían eso antes que la separación familiar a la que ellas habían estado obligadas. Y, como docente y como madre les doy la razón. Es que debemos advertir que al término tan discutido de integración, se le opone el vocablo previo de segregación.

Veamos ahora qué se percibe con el cambio de paradigma que va desde la integración hasta la inclusión.

Integrar es amalgamar un ingrediente diverso a una mezcla para que no se note su diferencia; se me ocurre pensar en la presencia de los huevos en un bizcochuelo. Son indispensables, pero su sabor no debe notarse; la inclusión equivaldría más bien al agregado de la esencia de vainilla, cuyo sabor realza la torta y nos hace darnos cuenta de que está ahí: dentro de la torta, pero sin perder su sabor peculiar. Más, podemos decir aún más. Este ejemplo ñoño sirve para graficar lo que quiero exponer. La vainilla se nota, su presencia peculiar se destaca del conjunto, pero es compatible con todos sus elementos. De eso se trata la inclusión. Si la diferencia no se notara, habría que pensar que ha quedado disuelta en el todo del corpus social y pensar así es una ingenuidad sin sentido porque la diferencia existe y debe ser tenida en cuenta, para que las dificultades que emanan de ella puedan ser subsanadas, o al menos minimizadas, en tanto y en cuanto sea posible. Si al hacer la mezcla nos excediéramos en la cantidad de vainilla, el sabor resultaría incómodo y perturbaría la armonía del conjunto.

No ignoro que el camino que queda por recorrer es largo y difícil, pero hemos ganado un trayecto importante, ya que si bien aún no sabemos claramente como debemos actuar en cada caso, tenemos en claro que un niño con discapacidad no puede, ni debe ser escondido, segregado o ignorado; que tampoco su discapacidad debe ser ocultada, exigiéndole a quien la porta que haga aquellas cosas para las que no está facultado, o esperando que lo haga todo bien para, ¿Cómo decirlo? Para hacerse perdonar su presencia entre quienes no portan ninguna discapacidad. La inclusión equivale, pues, a la admisión de la diferencia dentro del conjunto; no a su tolerancia, sino a su respeto y, si se me permite, a su acogida plena y amorosa.

 No quiero dejar de hacer una última reflexión: la vainilla debe saber que conlleva una diferencia, que su presencia disrumpe en cierto modo en el corpus social, debe saberlo y poder aceptarse y quererse a sí misma, consciente de que si bien denota algo distinto, está aportando una cualidad meritoria al conjunto del que es constitutiva. También este paso es progresivo y arduo: los niños demasiado pequeños no pueden comprenderlo y hay discapacidades tan severas que acaso impidan este proceso. En estos casos deberán ser las familias, la escuela y la comunidad en general quienes luchen para que el valor de la diferencia no se pierda en el anonadamiento, ni se torne agresiva en el exceso.

 

Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.

margaritavadell@gmail.com

 

 

 

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