Dos almas tan distintas...
y al mismo tiempo, como gemelas.
Don Ricardo Aguilar,
importante ejecutivo de una compañía de aparatos de intercomunicación, supo por
el presidente de la empresa:
-Ricardo, creo que este modelo
de radio-transmisores no se va a vender nunca. Aunque son muy potentes y
bonitos, resultaron algo caros y la gente ya no quiere comprar cosas tan caras.
Vamos a descontinuar el modelo, así que si quiere, llévese un par para sus
hijos.
-Pero señor, recuerde que
sólo tengo un hijo de siete años. ¿Con quién va a hablar, si ni siquiera tiene
amigos?
-Pues... no sé. Usted
lléveselos y a ver si se anima a tener amigos.
Ricardo se llevó los radios
y, al llegar a su casa, ya muy de noche, dijo a Delia, la nueva cuidadora del
niño:
-Delia, quiero ver a mi
hijo.
-Ya se acostó, señor.
-¿Y la señora?
-Como siempre, se fue a
jugar baraja con sus amigas.
-Es que en la madrugada me
voy de viaje y le traje al niño estos radios. Como ya no lo veré, déselos por
favor y dígale que después le enseño a manejarlos.
Delia, que justamente
acababa de terminar de hacer su maleta para abandonar esa casa, pues no estaba
a gusto con la señora, que nunca se ocupaba de su hijo, ni con el propio niño,
por considerarlo muy aburrido, pensó:
-¿Cómo que dos radios para
un chamaco tan tonto? Esta gente rica, ¡qué loca está! Mira que darle dos
radios a éste. Yo me llevo uno para mi casa.
Delia metió con cuidado uno
de los aparatos y le dijo a Antonia, la sirvienta fiel que llevaba ya 20 años
con esa familia:
-Toña, me voy ya. No le
quiero decir a la señora nada. Me da pena y además no creo que le importe, si
ni me quiere.
-Ay, Delia, es que la
señora, tan ocupada siempre con sus amigas y sus compromisos, ni siquiera te
conoce bien. Pero si te quieres ir, pues vete y yo le digo a doña Claudia.
Delia se fue
inmediatamente, pero para no ser vista por los vecinos (como si tuviera miedo
de que descubrieran su robo), rodeó, y al salir de esa elegante colonia, caminó
por el barrio tan humilde que estaba junto, por esas calles sin pavimentar y
llenas de gente.
No pudo resistir la
curiosidad. Sacó el radiocomunicador y comenzó a moverle botones. Oyó solamente
ruidos y alguna lejana voz, pero nada más. Ella que deseaba un radio para oír a
sus artistas favoritos, y ese aparato sólo producía ruidos.
Se sintió tan frustrada,
que deseó tirar el aparato en la misma calle, pero al ir a hacerlo, un niño la
vio y le preguntó:
-¿Qué va a hacer con ese
radio?
-Nada, te lo vendo, está
muy bonito.
-Pues..., no traigo mucho
dinero. Está bonito, pero... ¿cuánto quiere?
-Lo que tengas, pero
rápido.
-Tengo 35 pesos que me
quedan de lo que me dio mi papá.
-Pues dame eso, ándale.
El niño, que se llamaba
Víctor, se sorprendió de haber hecho tan buen negocio y tan rápido, le dio el
dinero a la muchacha y tomó el aparato.
Corrió hasta su casa y lo
enseñó a sus papás.
-¡Miren qué bonito radio me
compré!
El padre de Víctor le dijo:
-¿Cómo que lo compraste,
muchacho? ¿No te lo robaste?
-No, papá. Una señorita me
lo vendió por 35 pesos.
-Quiero ver a esa señorita.
-Se fue corriendo, papá.
-Pues ni modo, para mí que
ella sí se lo robó, pero ahora ya lo pagaste, cuídalo y... a ver si te sirve,
porque no parece un radio normal.
-¿Cómo, papá? Entonces,
¿qué es?
-Pues parece uno de esos
radios que sirven para hablar con otras personas, de esos que les dicen
"Walky-talky".
-Ah, sí. Ya los he visto en
películas. A ver si me comunico con alguien.
A la mañana siguiente, en
la elegante casa de don Ricardo, Toña, la amable ama de llaves, le dijo al
niño:
-Mira, Ricky, tu papá se
fue de viaje y te dejó saludos. También te dejó este regalo, y dice que después
te enseña a manejarlo.
-Alan, que así se llamaba
el pequeño, con su mirada triste observó el intercomunicador y dijo:
-¡Qué bonito radio! Pero
está raro.
-Por eso, mi niño, después
te va a enseñar tu papá a manejarlo.
La vida de esa familia era
por demás rutinaria, pero esa tarde Alan sintió algo diferente por tener un
radio especial.
Después de hacer su tarea,
siempre tan solo, pues no jugaba con casi nadie, mas que si acaso algún fin de
semana o vacaciones en que veía a sus primos, se puso a tratar de escuchar algo
en el nuevo radio.
Solamente oía ruido. Sacó
toda la antena y comenzó a escuchar la voz de un niño:
-Hola, hola, quiero
comunicarme con alguien, hola, hola...
Alan sintió una gran
alegría, pero no sabía cómo contestar.
El otro niño insistía, y ya
lo había intentado desde que llegó del colegio, pero nada.
Por fin, el que hablaba por
el radio, dijo:
-Si alguien me escucha,
apriete el botón rojo y hábleme. Pero tenga apretado el botón mientras habla.
Alan hizo tal como escuchó
y dijo:
-Aquí contestando, hola,
hola.
Víctor aplaudió de contento
y dijo:
-¡Bravo, ya me contestaron!
¿Quién eres?
-Soy Alan.
-Yo soy Víctor, y me da
gusto conocerte.
-Gracias.
-Pero cuéntame algo. ¿Vas a
la escuela?
-Sí, en las mañanas.
-Yo también, y tengo un
maestro medio regañón, pero muy bueno.
-Pues mi maestra también nos
regaña a veces.
-¿Y dónde vives?
Alan, que vivía en una
enorme casa con jardín, pisos de mármol, preciosos y amplios muebles, y que
tenía bastantes juguetes, le dijo a Víctor:
-Vivo en una casa chiquita
y algo fea.
Víctor, que por el
contrario, vivía en una casita pequeña, con dos recámaras y un patio pequeño,
dijo:
-Yo vivo con mis papás y mi
abuelita en una casa muy bonita, con un patio en el que juego con mi papá y mis
amigos.
-Pues yo casi no juego,
porque no tengo muchos amigos.
-Dices que te llamas Alan,
¿verdad?
-Sí, Alan Aguilar, ¿y tú?
-Me llamo Víctor Guerrero,
y voy en segundo año.
-Yo también voy en segundo.
-Oye, Alan, tengo que irme,
porque voy a acompañar a mi papá a comprar cosas para la casa, pero mañana a
esta hora nos hablamos.
-Bueno, sí. Adiós.
-Adiós, Alan.
A Víctor le pareció que
Alan no estaba muy interesado en seguir la amistad con él, pero es que la voz
de Alan era tan triste como su mirada. Sin embargo, se equivocaba, pues Alan
estaba feliz de haber encontrado un amigo, aunque sería amigo secreto, porque
tenía miedo que si se lo decía a sus papás, tal vez hasta le quitarían el
radio.
Al siguiente anochecer se
volvieron a encontrar y mantuvieron una plática más cordial: Alan expresando
poco de sus sentimientos; Víctor, contándole acerca del trabajo de su papá en
una fábrica de camisas, de su mamá, que lavaba ropa, y de su abuelita, que
cocinaba muy sabroso. Pero no sabían que uno era de familia rica y el otro de
familia humilde.
En ocasiones hablaban de
alguna película que los dos habían visto, del fútbol, de algún programa de
televisión, y algunos días cualquiera de ellos se olvidaba de encender el radio
y no conversaban. Al día siguiente el otro se lo reprochaba amablemente.
Lo cierto es que ya eran
grandes amigos, pero ninguno, y menos Alan, se atrevía a pensar en conocerse
personalmente, Alan por su timidez, Víctor, simplemente porque se imaginaba que
Alan vivía muy lejos de su casa. Y eran colonias vecinas, como ocurre en muchas
ciudades grandes, en que junto a un barrio de gente acaudalada hay otro muy
pobre.
Casi todos los días, pues,
se ponían a platicar, sin que la familia de Alan supiera exactamente qué
pasaba. Un ejemplo de esto fue la conversación que una noche mantuvieron
Ricardo y Claudia, los padres de Alan:
-Ricardo: últimamente he
notado que Alan habla solo en su recámara.
-Bueno, si quiera alguna
tarde has estado aquí, mujer.
-No exageres. Toña cuida
bien al niño, yo tengo muchos compromisos con mis amigas y con la beneficencia,
¿cómo quieres que esté de nana en las tardes?
-No, está bien, pero
cuéntame de Alan.
-Te digo que lo oigo hablar
solo en su cuarto.
-Todos los niños, cuando
están solos, inventan amiguitos con los que conversan. Pero sí me gustaría
convivir más con él. Como que lo veo siempre algo triste.
-No te preocupes, Alan
siempre ha sido así, y mientras no se enferme, todo irá bien.
Por fin, Ricardo se
preocupaba seriamente por no estar casi nunca con su hijo, por no darle siquiera
una caricia, una palabra amable. Ni se acordaba de los radios que le había
regalado.
Mientras tanto los padres de Víctor, sí escucharon alguna de las
conversaciones de su hijo con Alan, y por lo que se decían, supieron que Alan
debería ser un niño rico, y que, probablemente, era el dueño del otro radio.
Pero no le dijeron nada a Víctor, para que siguiera teniendo a su amigo por la
radio.
En alguna ocasión se
interesaron por saber cómo era que podían hablar por radio. Alan, que no había
sido muy aficionado a la lectura, se puso a estudiar en una enciclopedia que
tenía, y después le explicó a Víctor lo que había leído. Víctor también
investigaba en sus libros y contaba a su amigo otras cosas que a los dos les
interesaban.
Un día, don Ricardo llegó al
anochecer de su trabajo, dispuesto a pasar el resto del día con Alan.
La casa parecía más sola
que nunca, y al llegar al cuarto del niño escuchó que hablaba animadamente,
como nunca lo había oído hablar.
-¡Uy, te van a hacer fiesta
de cumpleaños!
Y escuchó la voz de un niño
que, a través de un aparato, le contestaba:
-¡Sí, ojalá pudieras venir!
-No, -contestó Alan, algo
asustado-, yo creo que no, porque los sábados nadie me puede llevar a ninguna
parte.
Víctor dijo:
-Oye, pues ¿dónde vives?
Alan contestó:
-En la colonia del Diamante.
-Ah, ya sé, yo vivo en La
Virgencita.
-Yo no sé dónde es eso.
-Pues es algo cerca de mi
casa. Hemos pasado mi papá y yo por esa colonia.
El padre de Alan abrió la
puerta del cuarto. Alan se asustó, apagó el radio y dijo:
-Hola, papi.
-Hola, hijo. Pero sigue
hablando con tu amigo.
-¿Cuál amigo?
-El que está en el radio
esperándote. No lo dejes solo, contéstale.
Alan vaciló, no se decidía,
pero algo tembloroso volvió a encender el radio y oyó que Víctor hablaba:
-Hola, Alan, ¿qué te pasó?
Ya no te oigo.
-Aquí estoy, es que llegó
mi papi, mira, te lo voy a presentar.
Le dio el aparato a su papá
y don Ricardo dijo:
-Hola, me da gusto que seas
amigo de mi hijo. Te lo agradezco mucho.
Víctor contestó:
-No tiene por qué
agradecerlo. Somos buenos amigos y lo estoy invitando a mi fiesta el próximo
sábado. Cumplo nueve años y quiero que vengan usted y Alan.
Ricardo se sintió conmovido
de oír a ese niño tan humilde y tan atento, y de ver a Alan con el rostro enrojecido
por una especie de vergüenza revuelta con alegría.
Ricardo prosiguió la
comunicación:
-Si me das la dirección y
la hora, yo llevaré a Alan a tu fiesta.
Alan le pasó un brazo a su
papá por los hombros mientras Ricardo tomaba nota de la dirección de Víctor,
que emocionado la repitió lentamente.
Don Ricardo dio el radio a
Alan para que siguiera hablando con Víctor, y se quedó mirando a su hijo, al
que casi no conocía, al que no creía capaz de hablar de tantas cosas, al que no
había disfrutado en muchos años, por tanto trabajo y tantos viajes.
Los padres de Víctor
estaban apenados de que su hijo hubiera invitado al niño rico a la tan sencilla
fiesta de cumpleaños, pero no quisieron quitarle a Víctor la ilusión de conocer
personalmente a su amigo del aire.
Don Ricardo y Alan hablaron
y jugaron esa noche y las que faltaban para el sábado.
Le compraron a Víctor una
enciclopedia pequeña, muy bonita, y el sábado se presentaron puntualmente a la
cita.
La fiesta fue maravillosa
para los niños, que jugaron junto con otros amigos de Víctor, mientras don
Ricardo y el padre de Víctor conversaban alegremente.
En la plática se develó el
misterio de los radios, pues el papá de Víctor contó al de Alan cómo una
señorita le vendió un radio a su hijo en 35 pesos.
El resultado de esa nueva
amistad entre las familias no pudo ser mejor: la madre de Alan comprendió la
soledad en que se había encontrado su hijo hasta entonces, las dos familias se
hicieron amigas, y el padre de Víctor fue llamado a la empresa de comunicaciones,
a un puesto de chofer, en el que ganaría mucho más dinero que en la fábrica
donde había estado trabajando.
Los niños siguieron siendo
amigos por muchos años, a veces por la radio y a veces se encontraban
personalmente.
Todo mejoró en las dos familias,
y Alan y Víctor se volvieron jóvenes responsables y trabajadores.
Autor:
Roberto González y González.
Xalapa, Veracruz. México