Pantalón de lana.

 

Sucedió a fines del otoño de 1987…

Viajando hacia el cerro Tronador con un grupo de jubilados, paramos en la playa negra, uno de los puntos clásicos para tomar fotografías.

Busqué frutas de rosa mosqueta, para después mostrar a todos los pasajeros que preguntaban sobre ese tema, entonces me alejé de la gente por unos minutos.

Cuando volví hacia ellos, sentí que algo raro sucedía, todos a orillas del lago gritaban:

“¡Venga para acá! ¡Venga para acá!”

Hacían ademanes con sus brazos como llamando con señas.

Se me ocurrió que habría algún perro en el agua y entre todos le tiraban piedritas de la playa, como para hacerlo jugar y nadar, lo cual también resultaba extraño, porque hacía frío de invierno, caía agua nieve con bastante viento.

Quise sumarme a la diversión, guardé las frutas en mi bolsillo, agarré dos puñados de piedras chiquitas y las arrojé hacia el lago por encima de todo el grupo.

Un hombre pelado giró hacia mí, gritando muy enojado y alterado:

“¡Qué hace! ¡Qué hace! ¡Usted encima le tira piedras!”

Eso provocó que muchos otros, se contagiasen la ira y gritaran lo mismo, luego eran todos contra mí, se sumaban cada vez más gritos e insultos, hasta que otro, señalando el lago dijo:

“¿No ve lo que le pasa a la pobre señora? ¿No se da cuenta que se cayó al agua?”

Me abrí paso entre todos para acercarme a la orilla y descubrí horrorizado, que lo que yo había imaginado como un inocente perrito, era una de mis pasajeras en cuatro patas, como gateando, las olas le pasaban por encima y la mojaban por completo; también alcancé a ver que se levantó, caminó dos pasos hacia lo más profundo y volvió a caer como para gatear.

Más se mojaba y más gritaban todos desde la orilla.

“¡Venga para acá!… ¡Venga para acá!”

Entonces reaccioné y me metí al agua hasta la cintura, la tomé del brazo y, caminando la hice salir, mientras ella repetía en voz baja:

“perdón, no quiero molestar, estoy mareada… No entiendo qué me pasó…”

Cuando todos los demás vieron que yo también estaba muy mojado, dejaron de reprenderme y trataban de ayudar, algunos quitándole la ropa y otros secándole su cuerpo; uno de los pasajeros tenía un poncho grande, se lo prestó para que lo usara de pollera durante todo el día, porque le habían sacado su pesado pantalón de lana.

Lentamente se reanudó la marcha, el conductor del micro no salía de su asombro, encendió al máximo la calefacción y sugirió que se sentara adelante, cerca del motor, donde había un extractor de aire caliente. Mientras tanto, continuaba haciéndome preguntas:

“¿Cómo fue? ¿Qué le pasó? ¿Donde estabas vos? ¿Alguien la habrá empujado?”

Yo no le respondía, solo me dedicaba a estrujar el pantalón para alivianarlo, lo apretaba en diferentes formas y, bajaba la cabeza disimulando mi desconcierto, observaba el agua con el color de la lana, que caía sobre los escalones y se escurría por debajo de la puerta. . Cada tanto me aferraba al micrófono describiendo algún lugar por donde pasábamos, porque necesitaba sentir que cumplía con mi trabajo de guía.

Más tarde, el grupo entero se preocupaba por esa señora y la alentaban, sobre todo cuando dijo que viajaba sola, sin marido, sin familiares, sin acompañante… se conmovieron cuando comentó que a sus 87 años no quería molestar a nadie.

En cada parador, yo pedía permiso para que me dejen entrar a la cocina y acercarme al calor, porque debía continuar con mi trabajo de secar ese pantalón de lana, que seguía pesado, por haber absorbido tanta agua del lago Mascardi… Al tiempo que miraba subir el vapor, relataba de nuevo lo sucedido y aguantaba las risas y burlas de mis colegas, que se divertían inventando y agregando detalles, para contar después en las reuniones.

Pasaron más de 33 años, ya estamos algo más informados, Entonces, si hubiera sucedido en estos días, cualquiera hubiera dicho que la pobre señora estaba sufriendo un principio de ACV.

El guía habría aportado, más argumentos para que sus colegas, le siguieran haciendo bullyng.

El chofer estaría diciendo: “no paramos cuando está el tiempo feo, porque me ensucian el vehículo, además si alguien se enferma, van a decir que somos unos irresponsables”.

 

 

Autor: Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.

marioisla@bariloche.com.ar 

 

 

 

Regresar.