Relatos para el asombro.
Mis buenos amigos,
probablemente pensaréis que lo que aquí cuento son fantasmas de mi mente, y que
nunca sucedió, pero por adelantado os diré que mi mente aún no alberga fantasmas
y que, en la década de los años 60, y aún bastante después, fuimos muchas las
maestras (todavía no se nos llamaba profesoras) que protagonizamos estas
vivencias.
Las quiero dejar escritas para
el conocimiento de las nuevas generaciones de compañeras, que se quejan de
tener 30 alumnos por aula, carecer de aire acondicionado en la clase, u otras
nimiedades.
En
aquellos tiempos se accedía a una plaza de maestra pasando por unas
oposiciones, que ya eran reñidas. En mi promoción hubo 62 plazas y 450 opositoras.
Estas plazas solo eran para maestras, los maestros tenían oposiciones aparte,
como aparte eran los cursos de formación profesional, aunque luego, cuando
llegabas a tu punto de destino, te encontraras con un alumnado mixto.
Bueno, pues como digo había que
aprobar, las oposiciones, y luego elegir plaza entre las vacantes que había.
Por supuesto eran pueblos pequeñísimos, donde nadie quería ir, que carecían de
médico, sacerdote, farmacia, y la máxima autoridad intelectual, era el, o la
maestra, que igual le ayudaba a enviar una carta a la chica que tenía el novio
haciendo el servicio militar, que le traducía a términos coloquiales el
documento oficial que un vecino había recibido por cuestiones legales del
lindero de una propiedad.
Pues bien, a mí me tocó en
suerte instalarme en una aldea que estaba separada de la civilización por un
río de escaso caudal, sin puente, solo cruzado por dos troncos de árbol, por
encima de los que se podía pasar de una orilla a la otra en circunstancias
normales, pero que, cuando se producían lluvias torrenciales, el caudal del río
aumentaba, se llevaba los troncos, y la aldea se convertía en una isla Sin
tendido eléctrico, ni instalación de agua en la casa, y ni que pensar en cuarto
de baño, ni siquiera retrete, ni otras utopías como teléfonos, etc.
Esta aldea tenía 36 casas,
diseminadas al azar en un terreno arcilloso que, cuando llovía, se convertía en
un barrizal, en el que los pies se hundían cinco o diez centímetros, y los
animales más pesados, hasta las rodillas. Aquí tengo el recuerdo de mi travesía
a lomos de un asno, que la amabilidad de los vecinos, puso a mi disposición, el
día 20 de diciembre del año 1959, para que pudiera salir de “la aldea isla” y
disfrutar de las vacaciones de Navidad, con mi familia en Granada. Primero me
invitaron todos y cada uno de los vecinos para pasar esas fechas con ellos,
pero yo no deseaba eso, y ante mi negativa, me ofrecieron la posibilidad de
cruzar el río, que ya venía tumultuoso, a lomos de algún animal de labranza,
advirtiéndome que era peligroso si el animal caía por el ímpetu de las aguas.
Me acompañaría un lugareño, valiente como yo que, a lomos de un mulo, llevando
las riendas de mi cabalgadura, iría delante de mí hasta la otra orilla.
Aquel día, todos los vecinos
acudieron a la orilla del río para ver el espectáculo de la maestra, a lomos de
un asno cruzando las aguas.
La vivienda, que, en aquellos
tiempos, el Estado proporcionaba a los maestros, era de lo mejorcito de la
aldea. Tenía dos plantas, y en la planta baja había una habitación que, con
cinco pupitres, un par de bancos de madera en cada uno de los cuales cabían
varios niños, una mesa, un sillón y varias sillas, constituía el recinto de la
escuela. En la pared, aparecía colgado el retrato del Generalísimo Franco, y con
pintura adecuada, habían acondicionado un espacio para usarlo como pizarra. Por
supuesto el mobiliario era insuficiente para los 25 niños y niñas que se habían
matriculado, y los tres gitanillos que, sin la edad escolar, yo aceptaba para
que su madre pudiera ir a trabajar.
Así que algunos alumnos traían
sillas de sus casas.
Y ya, una vez sentados,
empezaba la labor docente.
Como las edades eran de los
seis a los 14 años, hice tres grupos según sus conocimientos.
Lo primero era poner en el
encerado un problema aritmético y varias cuentas que tenían que resolver los
mayores, y en cuanto las copiaban, en sus libretas, las borraba para usar el
"encerado" con la lectura y escritura de los más pequeños.
Este método de aprendizaje
global, se realizaba de pie, en círculo frente al encerado y consiste en
dibujar en la pizarra una doble pauta, y entre sus dos líneas se dibujan las
letras. Los nuevos alumnos, miraban como con dos sencillos trazos, aparecía la
"i". Lo primero era un trazo vertical, descendente, enmarcado entre
las dos líneas. Les preguntaba si eso era sencillo, e invitaba a varios a que
lo repitieran. Después, con un trazo más corto, ascendente, que se unía al
primero, y un puntito arriba, aparecía la "i". Ahora todos querían
repetir la experiencia. Luego, con esta base, dos veces, aparecía la
"u". La "o", también aparecía con la misma base, aunque un
poco forzada al tener que cerrar el círculo con el segundo trazo, pero le abría
el camino a la "a", que aparecía con una "o" y una
"i" sin puntito, adosada. Ya solo faltaba la "e", que
aparecía insertando una cabecita la "i". Las consonantes aparecerían
sobresaliendo de la pauta. Aquí, yo les decía, "que ya eran mayores, y por
eso no cabían" dentro".
Era alentador ver el entusiasmo
de los niños, copiando en sus libretas de doble pauta, apoyadas en sus
rodillas, los grupos de letras que habíamos dejado escritas en la pizarra.
Y ya, con estos dos grupos
trabajando, empezaba la lectura individualizada con el grupo que, ya leía en la
cartilla, eso de "la eme, con la a, ma".
Este grupo solía ser pequeño,
integrado por los menos "avispados", y yo les ponía una frase en su
libreta, para que la repitieran en toda la página.
Y mientras esto hacía, en el
encerado que habíamos habilitado en la pared, una niña o niño de los mayores,
salía a corregir las cuentas y problemas del principio. El de la pizarra iba
diciendo en voz alta sus resultados, y los otros y yo, mostrábamos nuestra
conformidad o disconformidad; y como de la controversia nace la luz, todo
quedaba convenientemente corregido.
Ahora llegaba la hora del
recreo y todos salíamos a la calle, que era el "polideportivo" de que
disponíamos.
En el recreo las niñas jugaban
a la comba, que consistía en que una niña saltaba tres veces, dentro de una
cuerda que dos compañeras volteaban, y el resto esperaba ordenadamente en una
fila. La última que había saltado corría a ocupar el final de la fila, y si
alguna tropezaba con la cuerda, o la pisaba, pasaba a suplantar a las que
volteaban la cuerda. También jugaban a la rueda, a la gallina ciega, a los
cromos, y a otros juegos con los que aprendían a relacionarse y a vivir,
experimentando las virtudes y defectos de la naturaleza humana, algo de lo que
carecen las infancias de hoy. Los niños tenían otro tipo de juegos, como bailar
el trompo, "el salto de la muerte" consistente en una fila de niños
que iba saltando sobre la espalda abatida de otro. Incluso otros juegos más
agresivos, destinados a mostrar, ante las niñas, su destreza y valentía. Nada
que ver con los recreos actuales y los ratos de ocio de ahora en los que los
niños solo atienden a sus teléfonos móviles, enviando mensajes basura a todo el
que le ha dado la dirección de su correo electrónico.
Afortunadamente, esta casa
estaba situada al final de la aldea, y a partir de ahí, ya era campo abierto,
donde las niñas y niños vaciaban sus vejigas que habían aguantado en la clase,
y donde las gallinas de todo el vecindario, picoteaban en libertad durante todo
el día. Era digno de ver, como a la hora de recogerse, cada una entraba por la
puerta de su casa, sin el menor error. Porque, además, otra peculiaridad de
esta aldea, era que sólo existía una puerta de entrada, por donde transitaban
personas y animales, indistintamente, por lo cual, desde la puerta de la calle,
hasta los establos, que estaban enfrente, las viviendas tenían, en el suelo una
especie de pasillo empedrado, para facilitar el tránsito de los animales con
herraduras. Por allí, salían todas las mañanas, las ovejas o cabras que hubiera
en la casa, para ir a pastar al campo durante todo el día. Este pastoreo se
hacía con la ayuda de un pastor que contrataban entre todo el vecindario que
tenía animales, ya que, casi todos tenían una, o dos ovejas o cabras y no era
rentable un pastor para tan poco ganado. Por la mañana, el pastor, (un chaval,
todavía en edad escolar), recorría el recinto de la aldea, tocando una flauta,
y las mujeres abrían la puerta del corral (la de la calle, estaba ya abierta y
no se cerraba hasta la hora de acostarse), y la cabra, o la oveja, alertada por
este sonido, salía presurosa a reunirse con los otros animales que ya habían
salido de sus casas y seguían al cabrero. Por la tarde, después de haber
pastado todo el día, con frío o con calor, volvían al pueblo, donde al pasar el
cabrero, las ovejas que lo seguían, se iban quedando paradas delante de las
puertas de sus amos.
El lavado de la ropa se hacía en el río. A la
hora del recreo, ya venían de vuelta las mozas con las canastas de ropa limpia,
oliendo a Naturaleza, sonrosadas y alegres. Con frecuencia presencié "encuentros
furtivos" entre la moza y el "olvidadizo" mozo de mulas, que
había tenido que volver a la aldea a recoger el amocafre que se le había
olvidado, y, claro, tenía que hacerlo a la hora aproximada en que su novia
volvía del río. Estos "encuentros
fortuitos", entre las parejas, tenían más sabor que las visitas, que
jueves y domingos se autorizaban a los novios. Porque allí, las relaciones
prematrimoniales tenían un severo protocolo. Primero, el novio tenía que hablar
con el padre de la muchacha, y solicitar su permiso para hablar con su hija, y
una vez realizado este paso, ya el novio podía visitar a la novia jueves y
domingos, en su casa, sentados uno al lado de otro, bajo la atenta mirada de la
abuela, del hermanillo menor, _u otro miembro de la familia, pero nunca sin
testigos, porque en esos tiempos, darle un beso a la novia, era un pecado
gravísimo. Los demás días de la semana no se veían los novios.
Acabado el recreo, volvíamos al
"aula" y mientras los pequeños copiaban un dibujo de la
"pizarra", los y las mayores formaban un semicírculo en el poco
espacio que quedaba entre mi mesa y los bancos de los que no tenían pupitre,
para hacer una lectura colectiva, en la que cada uno leía en silencio, mientras
uno lo hacía en voz alta. Esta lectura se hacía siguiendo el orden del
semicírculo, por espacio de un párrafo, cada uno. De vez en cuando, yo rompía
este orden, instando a que siguiera la lectura, otro niño cualquiera, para
evitar que se distrajeran, y conseguir que, todos hubieran estado leyendo todo
el tiempo.
Luego, con todos sentados,
procedía a la lección del día (Geografía, Historia, Ciencias Naturales o Historia Sagrada.
Aquí terminaba la clase de la
mañana que había durado desde las 9 hasta las 12. Por la tarde volveríamos a las
2, hasta las 4.
Durante estas dos horas, las
niñas sacaban sus labores.
Las maestras de la década de
los 50 estábamos preparadas para enseñar a las que serían esposas o amas de
casa en el futuro, que tendrían que remendar las ropas, hacer primorosas labores,
zurcir los calcetines, poner una pieza a una sábana. Y eran virtudes muy
apreciadas que supieran hacer punto de cruz, calceta, crochet, encaje de
bolillos, y un sin fin de cosas más que no quiero seguir nombrando por no
parecer exagerada, pero que todavía me considero capaz de enseñar, aunque no de
realizar debido a mi ceguera. Los niños hacían caligrafía, cuentas y problemas
aritméticos, porque estas tareas de la vida normal no estaban bien vistas que
las realizaran los hombres.
En las tardes de los sábados
rezábamos el Rosario, y todas las tardes del mes de mayo, se hacían "Las
Flores “en honor de la Virgen María, cosa que renuncio a describir, por no
hacer más largo este relato.
Las clases se impartían todos los
días de la semana, menos los domingos y los jueves por la tarde
Todavía tengo que plasmar aquí,
un trabajo complementario de
Estos alumnos eran,
generalmente, muchachos próximos a realizar el servicio militar, deseosos de
afianzar sus vagos recuerdos de escritura y lectura, para poder escribir cartas
desde el cuartel, y digo vagos, porque la mayoría habían asistido muy poco a la
escuela, ya que, desde muy pequeños, habían tenido que salir con los rebaños al
campo, y después a labrar la tierra.
Aquí, entre divertida y
pudorosa, recuerdo que, uno de aquellos mozos se prendó de la maestra, en aquel
tiempo, y ella vino a saberlo en la década de los años noventa cuando un día,
por azar, el destino los volvió a poner frente a frente, y el muchacho, (ya un
hombre de cincuenta años) refirió la anécdota.
También a aquellas clases
asistían, hombres de 40 y 50 años, nostálgicos de los tiempos en que quisieron
ir a la escuela y las obligaciones que sus padres les impusieron, ya desde los
siete años, no se lo permitieron.
Estas clases solo se podían
impartir cuando los días empezaban a ser más largos porque el alumbrado que
teníamos era un quinqué en el aula”, o un artefacto que funcionaba con carburo.
Por lo que, durante todo el curso, desde las 4
de la tarde, tenía las tardes libres y algunas jóvenes se unían para hacerme
compañía trayéndose sus labores para estar entretenidas.
Al amor de la lumbre de la chimenea,
que, con unos troncos de madera y una espuerta de paja, permanecía encendida
durante todo el día. (Esta “vitro cerámica”, era la que se usaba para cocinar).
A veces, hacíamos palomitas de maíz o asábamos castañas en su rescoldo. Las
jóvenes contaban anécdotas del lugar, cantaban y reían. Y más de una vez, el
novio de alguna de ellas, al volver del trabajo, con la yunta de mulas cogidas
del cabestro, asomó la cabeza por la ventana para saludarla y echar un
parrafito con ella.
Pues bien, yo, la muy ingrata,
desdeñando esta vida plácida de mañanas soleadas y atardeceres dorados por el
sol poniente, de alimentos ecológicos y purísimos, con que aquellas sencillas
gentes me obsequiaban, abandoné aquel bucólico paraje, deslumbrada por las
largas hileras paralelas de luces que jalonaban las calles de la gran ciudad de
Barcelona, que tuve ocasión de conocer cuando disfruté las vacaciones aquel
verano.
Allí no perdí el tiempo, y
gestioné mi traslado de destino a aquella ciudad, de la que guardo otros
recuerdos.
Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España