Los silencios del sonido.
El lenguaje de signos es el más
expresivo que conozco.
Cuando un sordo habla, todo su
cuerpo se mueve. Toda su cara se expresa. Imposible hablar en lenguaje de
signos sin mover un músculo de la cara.
[…] La emoción y la fuerza de un
sentimiento solo pasan por la expresión de la cara. Si quieres transmitir un
sentimiento de tristeza, debes hundir la boca y estrechar los ojos. Por el
contrario, para un sentimiento de alegría, la cara debe iluminarse, la boca
debe sonreír y los ojos deben brillar.
Véronique Poulain, “Todas las
palabras que no me han dicho”.
Noviembre. Noviembre en el sur puede ser de
locos. Mucho calor, viento, viento y viento casi constante, tierra que se te
filtra por todos lados y de golpe la temperatura baja y te despertás tiritando.
Diez grados a las 7 y
Ya nos había
dicho la pediatra que el varoncito podía tener problemas auditivos. Eso parecía
según el ultrasonido. El primer control se lo confirmó a Martina, la pediatra y
cuando salí, mientras esperaba que me confirmara un turno en el Garraghan, me
reencontré con Alicia. Me senté en la sala de espera con Tadeo en brazos y miré
a una mamá que clavaba los ojos en un gordito que chupaba la teta. Sonreí. A
Tadeo le tocaba en un rato, salvo que Iara gritara primero. No le veía la cara
pero algo era familiar. Cuando fue a cambiarlo de teta, levantó la cara y la
luz me mostró unos ojazos negros que me recordaron a playas de arena, piñas en
los senderos del vivero y desayunos casi almuerzos en la pensión de Don Bruno,
en el Miramar de nuestros veranos en familia. Alicia, sus hermanas y hermano,
veraneaban en Miramar y nos hicimos compinches de adolescencia y porque a
Mikel, mi hermano catalán (mi medio hermano, hijo de mi papá y un rapto de
locura barcelonesa), pasaba con nosotros esas dos semanas que le robaba a sus
clases en el invierno mediterráneo, y la morocha argentina lo volvió loco ¡sólo
con catorce años! No pasaron de filitos, pero siguieron en contacto, pasando de
cartas a mails y, supuse al ver a Ali, MNS. Cuando me reconoció se paró de
golpe y yo me acerqué, pero nos dimos cuenta de que con los gordos en brazos,
una lola al aire (ella) y yo con el bolso en bandolera, estábamos tan ridículas
como las mamás de las que en la playa, nos reíamos en nuestros días
miramarenses. Miramos alrededor sin saber cómo salir de esa situación. Eliana,
la recepcionista se había asomado a la puerta y nos dijo: “Chicas… ¿las ayudo?”
Agarróa Tadeo y le tendió el otro brazo a Ali. “Ahora abrácense: se ve que hace
mucho que no se ven.” Y se dio vuelta para darnos un momento. Risas y lágrimas,
esas cosas que en la adolescencia te son tan ajenas… “¡Cosas de viejas!”, nos
soltamos a la vez y la carcajada selló el momento. Porque Tadeo boqueaba
gorjeando y Martín lloriqueaba y eso era: “Teta mami, ¡teta!”, y Eliana le devolvió
a Martín a Ali y a mí, Tadeo apenas me dio tiempo a asomar una lola. “¿Una
sonrisita mamis? ¡Están preciosas, no pude resistirme! Discúlpenme.” “¡Click!”,
y el celu capturó nuestra imagen. (Esa foto fue fondo de pantalla en nuestras
compus durante años, y hoy son fotos de álbum). Esa tarde nos pasamos los
números de teléfono, de celus y poco más. Cruzamos mensajes a las apuradas,
porque el primer mes con bebés no da para mucho más. En diciembre, mientras
esperábamos abordar un avión para ir a Buenos aires, volvimos a vernos y no nos
soltamos más. En el vuelo, Alicia se vino a mi asiento, y yo lo fleté a Marcos
al de ella. Marcelo, el marido de Alicia, es ingeniero en electrónica, mecánico
aficionado y como a Marcos, le gusta la quinta, aunque va más por hierbas y
yuyos medicinales que flores, Es hincha de Newell's, así que es buen
contrapunto a los que andamos entre River, Boca, Independiente (Ali y
Santiago), y Marisa, que aunque el fútbol no le va mucho, sigue a su San
Martín, porque la tierra tira. La cosa es que los muchachos engancharon y
fuimos armando grupo para casi todo. Cuando en el Garrahan nos confirmaron que
Tadeo era sordo, Alicia y Marcelo nos esperaban en un bar de la zona. Ese
verano nos hicieron el aguante, con Marisa y Santiago, aunque todos andábamos
con nenes chiquitos, buscaban información, se turnaban para darnos aire a
Marcos y a mí y para que Tadeo, Iara, Martín y Sabrina, mi sobrinita, se fueran
acostumbrando a convivir con Tadeo. Había fines de semana, esos de febrero y
marzo donde el viento campea y se instala por acá, en los que nos
atrincherábamos tipo campamento en la casa de Santiago, una casa bastante
grande, hermosa, construida por la SHELL cuando en los ‘20 y ’30 del siglo
pasado, armó sus yacimientos en Chubut. Parecíamos hippies. Pero sin esas
terapias de familia extensa, aprender a ser papás de un nene sordo hubiera sido
difícil. Compaginar nuestra discapacidad con vida profesional, porque dejar el
trabajo era impensable, nos impuso a todos, la estrategia de cubrirnos y asumir
a Tadeo no como el sordo, sino como uno más entre nuestros críos, ¡y hasta el
más revoltoso!, porque si algo volaba o se escuchaba un trueno en pleno solazo,
ese era Tadeo que había arrastrado algo y seguro, ese “algo” se había hecho
bolsa. Así que además del consabido “¡Subí todo lo que se rompa, nena!” que ya
escuchábamos cuando tuvimos hermanitos, ahora sumamos: “¡Guarda con todo lo que
se rompa!”, que Tadeo ni se inmuta con el susto de los otros.” Prejuicio. Nunca
entendimos y seguimos sin hacerlo doce años más tarde, cómo Tadeo se giraba en
cuanto Iara soltaba el llanto y se sumaba con unos gemidos que eran peores que
escuchar a las lloronas en un entierro judío.
Escuché un
taconeo y no miré. Esos ojos negro azulados de Martín eran todo lo que quería,
lo que podía mirar. Pero sí sentí la mirada. Cálida, de simpatía. Otra mamá,
seguro, con un bebe de días. “¡Plof!” Martín soltó el pezón y lo alejé un poco
para guardar a lechera 1 y sacar a lechera 2, chiste sexista del padre del
ternerito. Defectos tiene, pero Marcelo es buen tipo y toca muy bien la
guitarra, y con eso me enamoró… entre otras virtudes, claro. Alejé al gordo y
levanté la mirada y la vi. Creí que alucinaba porque medio de costado,
mirándome con una sonrisa, con esa sonrisa que era como la de la Gioconda,
estaba la rusita que imitaba a Nina Hagen y cantaba canciones de Nina Simone
cuando en la pensión de Don Bruno, asaltábamos el piano que a impulso de los
dedos de Cecilia, olvidaba desafinar. Riñonera a la cintura, bolso de bebé
completo a la espalda y un bebe precioso en brazos… Nos levantamos al mismo
tiempo y sin poder creerlo, nos acercamos para abrazarnos, pero nos frenamos.
Era un poquito complicado con los gordos y mi lechera al aire… Eliana, que pese
a atender los teléfonos, dar turnos, recibir las órdenes y avisar que tal
doctor te espera, siempre está para abrazar a un gordo o gorda y darle a la
mamá dos minutos para ir a donde nadie puede ir por ella, nos salvó: agarró a
los nenes y nos dijo: “Ahora abrácense: se ve que hace mucho que no se ven.”
Ese abrazo fue sentirnos como a los catorce y hasta los diecisiete, que fue
nuestro último verano en Miramar. Luego nos llamamos un tiempo, pero la
universidad nos chupó. Mantuve el contacto con Mikel, el hermano de Cecilia.
Mike fue mi primer amor y el catalán fue y es, pese a la distancia, mi mejor
amigo. Volvimos a vernos en el vuelo de fin de año. Esas dos horas en el aire,
escuché a Cecilia contarme sus miedos. Dos gemelos preciosos y sanos… pero
Tadeo era sordo. Cecilia y Marcos ya lo sabían aunque ese viaje iba a
confirmarles el diagnóstico. Como a los catorce ella agarró mi mano tantas
veces, agarré la suya y no se la solté hasta que Marcos volvió a mi, su asiento
y nos dijo: “Chicas, ya vamos a aterrizar.” Me senté al lado de Marcelo y él me
dijo: “Ali… mañana tienen consulta por Tadeo. Vamos con ellos.” ¿Ven por qué
estoy loca por mi marido? Y aunque hay borrascas, siempre vuelve el sol y me
sorprende. Los esperamos en un bar, cerca del Garrahan. Confirmado. “Vamos,
rusos. Podemos con esto. Además… Martín y Tadeo ya se llevan bien… ¿O no, Ali?”
Esa noche hicimos algo muy loco. Fuimos a la casa de Nora, la mamá de Cecilia,
y nos instalamos. Nora había preparado knishes como para un batallón y Elías,
el papá de Ceci, tenía cerveza helada. No para nosotras, pero los muchachos
hicieron catarsis. Llegó Alejandra, la hermanita de Ceci y después de
abrazarnos a los gritos, de besuquear a los tres chanchitos que ya compartían
almohadones, desparramó lo que traía en una valija con rueditas. Libros y
libros en castellano, inglés y francés que trataban la sordera y nos dijo: “Y
faltan varios DVD que ya le pedí a Mike que nos consiga en Barcelona.” “Pasado
mañana están todos acá, Sisi.” Cecilia casi se infarta. “Todos” quería decir
Mikel, Aisha (su mujer), sus cuatro demonios, todos varones, y Montse, la madre
de Mike que no se perdía un viaje a la Argentina. “¡Denle!, ¿qué esperan? Hay
mucho que aprender si queremos ser parte del mundo de Tadeo.” Porque Ale daba
en el clavo: el de Tadeo era un mundo que no comprendíamos, un mundo que nos
aterrorizaba a todos, pero con el que habíamos decidido vivir. Agarré un libro
y empecé acopiar gestos. Ese verano de 2008-2009 fue una iniciación para
nuestras familias. Como diría Marisa: “Nos volvimos sordos para poblar el
silencio con palabras.”
“¡Iarita}!
¡Iiiiiiiiiiaaaaaaaaaaaaaaariiiiiiiitaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Pará, vas muy
rápido}, hermanita! Sí, seguro. ¡Pero total ni sabe de lo que hablamos! Tía
Marisa está enfas…, ¡eenfas!… ¡no me sale! ¡Metida en un tarro es lo mismo! y
Sabri no va a decir nada. Vos tampoco, ¿no Dolo?” “Dolomita, ¡se llama
Dolomita, Tapi!” “Es muy largo. Y Dolo le gusta.” “¡ES mi perra y se llama
Dolomita!” “Ya; los dos calmados que a ella no le molesta si la llaman Dolo o
Doli o Dolomita, ¿no cierto bonita? ¡Ay, qué frío tenés el hocico!” Dolomita
golpeaba su cola de labradora amarilla contra la arena del suelo del vivero,
invernadero o almácigo tridimensional que los muchachos me construyeron en el
fondo de casa y donde tengo todos los cactus que puedo. Me encantan los cactus.
Y también los hongos. Aunque lo mío son los microorganismos que están en lo
profundo del mar, del subsuelo, ese mundo de profundidades, de obscuros
silencios. En un rincón del vivero, armamos un arenero para nuestro jardín de
enanitos. Por ahora hay una colchoneta gigante porque están todos en la etapa
oral: todo a la boca, pero abajo, la arena es suave y cálida y con las chicas
ya le echamos el ojo a un tobogán y a unas hamacas dobles para jardín y
quincho. Los tres están jugando en el corral gigante del rincón mientras los
miro y me hago la película con sus diálogos, todos ruiditos, gritos y gestos,
como debió ser en los comienzos el lenguaje, cuando pensamiento y palabra iban
de la mano en una sola mixtura hasta que, quizá, se escindieron para ser dos y
uno a la vez… Suena muy loco, pero trato de entender un mundo sin palabras y
volverlo sin sonidos para que nos comuniquemos con Tadeo. Tadeo es, será
siempre pura imagen. Una vida en imágenes, sin sonidos, sin aullidos de viento,
sin repiqueteo de lluvia, sin alaridos de esos loros que dicen los nacidos y
criados aquí o los que hace años viven aquí, no había en el siglo pasado, nueve
años atrás. Ahora hay ¡y no paran de chillar! A veces me siento como leyendo los
Cuentos de la selva de Horacio Quiroga. Sólo que no hay un tigre que persiga al
loro. No, no hay yaguaretés, y los pumas se esconden más hacia la cordillera,
aunque de cuando en vez alguna oveja de las estancias de la zona, pasa a ser
parte de la dieta felina. Y perruna, porque los perros guachos, que hay
demasiados –la gente los tira en el campo cuando no los quiere más-, también
comen y los zorros participan del festín. Santiago sospecha que los pumas son
los Santos inocentes de este purgatorio, porque es más fácil culparlos,
¡total!, ¿quién va a defenderlos? “¡Yo, el Chapulín colorado!”, dice Santiago,
mi diablo rojo, que con Alicia, hinchas de Independiente los dos, se
descubrieron enamorados de los pumas. Bueno… A mí me encantan, también. “Mirá a
mamá. Se quedó colgada de la foto de ese gato gande y amarillo.” “¡Que no es un
gato gande tonta, es un puma.” “Ay… Escuchen al es…es… perto en mininos.”
“Sabi, bajá el dedito que la tía te está mirando y… ¡ahí viene! Carita de yo no
fui.” Estaba durmiendo a Sabri cuando Ceci y Marcos llegaron ese viernes de
septiembre hace un año a casa. Marcos me saludó apenas, acarició la cabecita de
su princesa de Manchuria, como le dice a Sabrina, y me preguntó dónde estaba
Santiago. “En el sótano, haciendo terapia. ¿Le bajás una cerveza? Hay papas
fritas, llevate la bolsa que Ceci y yo agarramos otra.” “Dale.” Lo miré.
Estaba… “?Ceci?... ¿Pasó alg…?” Cecilia se había tirado en un silloncito de
orejas y se abrazaba la panza. Me acerqué, empujé un puf y me senté enfrente, con
la gorda dormida en mis rodillas. Ceci lloraba sin ruido. Se le caían las
lágrimas una atrás de otra y formaban una cadenita sobre el polerón negro con
unos incongruentes guanacos grises que mi mamá le había tejido cuando se enteró
que íbamos a ser tíos al cuadrado. Venían gemelos e, intuí, había problemas.
“Hey, Nina… ¿qué pasa?” Cecilia no cambió el gesto. Decirle “Nina”, como le
decían en su adolescencia cuando la loca Hagen y la rebelde Simone eran sus
ídolas, siempre volvía la sonrisa a su cara, pero esta vez no. Me miraba pero
no me registraba. Intentaba murmurar, pero no le salía nada. Me asusté. “Voy a
buscar a Marcos.” Amagué levantarme. Me agarró el brazo. “No Marisa. Dejalo. Él
está tan asustado como yo.” ¡Asustado? No entendía nada. “Los bebes… ¿están
bien?” Puse a Sabrina en el coche-cuna que siempre estaba cerca y apoyé mis
manos en sus hombros. Apreté suave e insistí: “Ceci/Sisi/Nina…” Me miró a
través de un mar azul de lágrimas y me dijo con la voz rota: “El nene tiene
problemas auditivos; es sordo… Marisa” –exhalando repitió- “Es sordo.” La
abracé. Lloramos de desesperación ante lo desconocido, de impotencia ante lo
temido, de miedo pánico ante lo inconcebible: un mundo de no ruidos, insonoro,
sin palabras, sin música… “gente que hablaba sin poder hablar/ gente que oía
sin poder oír…” Simon&Garfunkel nos golpearon con una letra cambiada porque
ese silencio nos envolvía a nosotras. Dije lo único que se me ocurrió:
“Interconsulta en el Garrahan, Ceci, y si se confirma… Vamos a salir, Nina,
vamos a sacarlo avante, ¡te lo juro!” Cecilia me soltó: “¿Como en Te amaré en
silencio? ¡Qué locura, Maritza!” (“Maritza” me decía Axel, mi hermano de
intercambio, montanés de Montana, y Cecilia lo soltaba cuando decidía algo y
era inalterable ya su decisión). “Nos abrazamos de nuevo y lloramos más.
Lloramos con desafío, con resignación, con un poco de rabia y con mucha
decisión: ese gordo iba a ser un sordo lleno de amor, con una familia que como
fuera, compartiría su mundo aprehendiendo a ese mundo sin sonidos para intentar
enseñarle éste, el que era hasta ahora el mundo con ruido en el que viviríamos
siempre. Tadeo estaba colgado de la mitad de la red del corralito mirándome.
Quiso decirme algo y casi se soltó: “¡Tíiiiiiiiaa!” Manoteó y se aferró de la
tanza. El susto se le fue de la carita y me sonrió ¡hasta con la nariz! “¿Viste
tía Mari? ¡Soy un mono araña!” Y se vino abajo. Amagó llanto y se dio vuelta:
Iara sacudía las manitos y se reía. Tapi revoleó sus manos y se rió con todo el
cuerpo. Una pelota de colores voló, cayó junto a Tadeo y con un manotazo, Tapi
la empujó hacia Iara. Los gemelos, en gateo puro y Sabrina medio caminando,
medio gateando, empezaron un picadito de bebefut-básquet, como los muchachos le
decían a ese correr y manotear pelotas y peluches. Tadeo era como esos lugares
profundos del planeta donde el silencio era el único sonido. No lograba
imaginarme ese silencio silente. Porque todavía no sabíamos si íbamos a
escuchar alguna vez algo más que balbuceos, onomatopeyas, gritos inarticulados y
eso nos asustaba como los alaridos en una mala peli de terror. Pero el gordo
entendía, era inteligente y el límite era nuestro, no suyo. Los sordos no oyen,
los sordos no hablan, los sordos… “En el lenguaje de signos no hay
conjugaciones. En el lenguaje de signos no hay tiempo. Hay un antes, un después
y un durante, pero no pretérito, futuro y presente.” Nosotros, los oyentes, los
hablantes, conjugamos en mil tiempos y cada uno tiene un sentido. En ese 2009,
no podía concebir que mi ahijado, Tadeo era mi ahijado, no viviera en tiempos
sino en un antes, un durante o un después, según el cuerpo se inclinara.
Respiré profundo como el silencio, profundo como las palabras que duelen, que
curan. A lo mejor no era tan terrible vivir en tres momentos y no subdividir en
tantos segmentos un tiempo que era tiempo por los humanos, porque en la
naturaleza, el tiempo es pasaje entre estaciones, todo muy físico, muy sordo…
casi. El lenguaje de signos es el más expresivo que conozco. Y Tadeo era pura
expresión y con su año en este lado de la panza, nos había enseñado que silente
o no, silencio o ruido, lo importante era lo que no se decía, pero se sentía
con todo el cuerpo. Disfrazarnos de sordos no era la solución. Sí aprender a
comunicarnos en esa especie de metalenguaje que es la lengua de signos y, que
como el castellano, todos los días te obliga a embucharte una palabra nueva, un
concepto más. Es como cuando empezás la facultad y decís: “No voy a poder… No
doy más…”, pero seguís y de pronto todo encaja, todo tiene sentido y comprendés
esa jerga que es el lenguaje científico. Ser tíos de Tadeo era así: hablar otro
idioma, aprehender un vocabulario específico y descubrir cómo jugar a ser una
tribu silenciosa que charlaba sin parar. Que hablaba en el silencio.
“Yo soy bilingüe. En mí habitan dos culturas.” Hablo sin sonidos, hablo
con silencios que dicen palabras. Palabras dibujadas en el aire, en el cuerpo,
con el cuerpo… Con luz en las sombras que proyectadas en una pared, cuentan mi
historia… Mi historia habla por mí, y es en las voces que nunca oiré, pero que
siento, que desde que empecé a ser alguien, ahí, en la panza de mi mamá, sentí
tan distinta a la de mi hermanita. Soy Tadeo. Soy gemelo de Iara y soy sordo.
Iara no, Iara oye. Es 10 de noviembre y en plural, cumplimos un año. Y hablo
con silencios en los sonidos de los otros… ¡Y me encanta!
Autora:Karina Edith Belmes. Diadema Argentina. Comodoro
Rivadavia. Argentina.
Datos biográficos de la autora.