Los silencios del sonido.

 

 El lenguaje de signos es el más expresivo que conozco.

 Cuando un sordo habla, todo su cuerpo se mueve. Toda su cara se expresa. Imposible hablar en lenguaje de signos sin mover un músculo de la cara.

 […] La emoción y la fuerza de un sentimiento solo pasan por la expresión de la cara. Si quieres transmitir un sentimiento de tristeza, debes hundir la boca y estrechar los ojos. Por el contrario, para un sentimiento de alegría, la cara debe iluminarse, la boca debe sonreír y los ojos deben brillar.

 

 Véronique Poulain, “Todas las palabras que no me han dicho”.

 

 Noviembre. Noviembre en el sur puede ser de locos. Mucho calor, viento, viento y viento casi constante, tierra que se te filtra por todos lados y de golpe la temperatura baja y te despertás tiritando. Diez grados a las 7 y 28 a las 19. Así de loco. Pero hace doce años, todo eso desapareció una tarde cuando a las 19 y chirolas, mi gemela asomó la cabecita y berreó. Minutos después, cinco, mi chiquito salió y apenas lloraba. Eran tan chiquitos… Hermosos, algo arrugaditos como manzanitas viejas, pero a los dos días sus caritas eran tersas como manzanas nuevas. Iara y Tadeo eran bebés bastante tranquilos. Dormían bien, dejaban dormir, aunque Marcos y yo nos pasábamos horas mirándolos. Gemelos y todo por dos: dos cunas, dos cambiadores, dos bolsos con cada salida, dos huevitos en el auto… Por suerte, Marcos y Santiago, mi cuñado, son fierreros y heredaron del abuelo Julio dos autos clásicos, Chebrolets de los ’70 y un auto grande con gemelos vino bárbaro. A Marcos lo conozco hace añares. Coincidíamos en las fiestas de la Hebraica, en Buenos aires, cuando adolescentes, como buenos chicos judíos, íbamos a cambio de que el Sabat fuera sábado nomás y nos dejaran ir a algún boliche, junto a nuestros compañeros del cole. Yo, del Nacional Buenos Aires. Marcos iba al CUBA, Escuela técnica, y Santiago al Pellegrini, pero ninguno encaró ni lo técnico ni algo con números. Marcos es paleontólogo, Santiago, zoólogo. Yo… Yo soy astrofísica, ¡la que más trabaja con números! Estudiamos en La Plata. Después fui a Córdoba y San Juan, los Observatorios para las prácticas, los posgrados… Marcos anduvo por San Juan, Neuquén, Santa Cruz y terminó becado en Estados Unidos y yo también. En San Juan se nos unió Marisa y decidí que era mi cuñada. A Marcos le encantó la sanjuanina que era fotógrafa, estudiaba biología y hacía marionetas, entre otras cosas. Nomás conocerla, Marcos le dijo a Santiago que ella era la tía para nuestros hijos. Yo ni sabía que íbamos a tener hijos, en plural, pero tampoco sabía que Marcos era capaz de volver loco a su director de tesis para seguirme a Estados Unidos porque, -me contó después el viejo Sandoval Moreno-: “Es la mujer de mi vida, Javier. ¿A cuántas minas conocés que se pasen noches enteras armando dinosaurios y traduciendo del alemán y el ruso artículos científicos de paleontología para el novio?...” Claro que Javier también dice que no hay muchos paleontólogos que aguanten a una astrofísica que hace cálculos de telemetría y cosas de esas. Somos una generación que creció con dinosaurios y viendo a los transbordadores ir y venir entre Cabo Cañaveral y Ewards, en California, aunque sí, es raro que nos banquemos y divirtamos con cosas tan distintas, en territorios tan opuestos. La cosa es que hace trece años, ganamos becas de CONISET y concursos de auxiliares en universidades del sur, y nos vinimos. Éramos jóvenes, demasiado, pero esto era, sigue siendo territorio virgen, o Comanche, como dice Santiago, que lee a Pérez Reverte y es fana de Allistarain. Patagonia es inmensa, hay mucho por hacer, mucho por descubrir… Y nos atrapó a los cuatro. Es nuestro lugar en el mundo, y el de nuestros hijos. Ese 10 de noviembre, unos gemelos preciosos cambiaron nuestras vidas.

Ya nos había dicho la pediatra que el varoncito podía tener problemas auditivos. Eso parecía según el ultrasonido. El primer control se lo confirmó a Martina, la pediatra y cuando salí, mientras esperaba que me confirmara un turno en el Garraghan, me reencontré con Alicia. Me senté en la sala de espera con Tadeo en brazos y miré a una mamá que clavaba los ojos en un gordito que chupaba la teta. Sonreí. A Tadeo le tocaba en un rato, salvo que Iara gritara primero. No le veía la cara pero algo era familiar. Cuando fue a cambiarlo de teta, levantó la cara y la luz me mostró unos ojazos negros que me recordaron a playas de arena, piñas en los senderos del vivero y desayunos casi almuerzos en la pensión de Don Bruno, en el Miramar de nuestros veranos en familia. Alicia, sus hermanas y hermano, veraneaban en Miramar y nos hicimos compinches de adolescencia y porque a Mikel, mi hermano catalán (mi medio hermano, hijo de mi papá y un rapto de locura barcelonesa), pasaba con nosotros esas dos semanas que le robaba a sus clases en el invierno mediterráneo, y la morocha argentina lo volvió loco ¡sólo con catorce años! No pasaron de filitos, pero siguieron en contacto, pasando de cartas a mails y, supuse al ver a Ali, MNS. Cuando me reconoció se paró de golpe y yo me acerqué, pero nos dimos cuenta de que con los gordos en brazos, una lola al aire (ella) y yo con el bolso en bandolera, estábamos tan ridículas como las mamás de las que en la playa, nos reíamos en nuestros días miramarenses. Miramos alrededor sin saber cómo salir de esa situación. Eliana, la recepcionista se había asomado a la puerta y nos dijo: “Chicas… ¿las ayudo?” Agarróa Tadeo y le tendió el otro brazo a Ali. “Ahora abrácense: se ve que hace mucho que no se ven.” Y se dio vuelta para darnos un momento. Risas y lágrimas, esas cosas que en la adolescencia te son tan ajenas… “¡Cosas de viejas!”, nos soltamos a la vez y la carcajada selló el momento. Porque Tadeo boqueaba gorjeando y Martín lloriqueaba y eso era: “Teta mami, ¡teta!”, y Eliana le devolvió a Martín a Ali y a mí, Tadeo apenas me dio tiempo a asomar una lola. “¿Una sonrisita mamis? ¡Están preciosas, no pude resistirme! Discúlpenme.” “¡Click!”, y el celu capturó nuestra imagen. (Esa foto fue fondo de pantalla en nuestras compus durante años, y hoy son fotos de álbum). Esa tarde nos pasamos los números de teléfono, de celus y poco más. Cruzamos mensajes a las apuradas, porque el primer mes con bebés no da para mucho más. En diciembre, mientras esperábamos abordar un avión para ir a Buenos aires, volvimos a vernos y no nos soltamos más. En el vuelo, Alicia se vino a mi asiento, y yo lo fleté a Marcos al de ella. Marcelo, el marido de Alicia, es ingeniero en electrónica, mecánico aficionado y como a Marcos, le gusta la quinta, aunque va más por hierbas y yuyos medicinales que flores, Es hincha de Newell's, así que es buen contrapunto a los que andamos entre River, Boca, Independiente (Ali y Santiago), y Marisa, que aunque el fútbol no le va mucho, sigue a su San Martín, porque la tierra tira. La cosa es que los muchachos engancharon y fuimos armando grupo para casi todo. Cuando en el Garrahan nos confirmaron que Tadeo era sordo, Alicia y Marcelo nos esperaban en un bar de la zona. Ese verano nos hicieron el aguante, con Marisa y Santiago, aunque todos andábamos con nenes chiquitos, buscaban información, se turnaban para darnos aire a Marcos y a mí y para que Tadeo, Iara, Martín y Sabrina, mi sobrinita, se fueran acostumbrando a convivir con Tadeo. Había fines de semana, esos de febrero y marzo donde el viento campea y se instala por acá, en los que nos atrincherábamos tipo campamento en la casa de Santiago, una casa bastante grande, hermosa, construida por la SHELL cuando en los ‘20 y ’30 del siglo pasado, armó sus yacimientos en Chubut. Parecíamos hippies. Pero sin esas terapias de familia extensa, aprender a ser papás de un nene sordo hubiera sido difícil. Compaginar nuestra discapacidad con vida profesional, porque dejar el trabajo era impensable, nos impuso a todos, la estrategia de cubrirnos y asumir a Tadeo no como el sordo, sino como uno más entre nuestros críos, ¡y hasta el más revoltoso!, porque si algo volaba o se escuchaba un trueno en pleno solazo, ese era Tadeo que había arrastrado algo y seguro, ese “algo” se había hecho bolsa. Así que además del consabido “¡Subí todo lo que se rompa, nena!” que ya escuchábamos cuando tuvimos hermanitos, ahora sumamos: “¡Guarda con todo lo que se rompa!”, que Tadeo ni se inmuta con el susto de los otros.” Prejuicio. Nunca entendimos y seguimos sin hacerlo doce años más tarde, cómo Tadeo se giraba en cuanto Iara soltaba el llanto y se sumaba con unos gemidos que eran peores que escuchar a las lloronas en un entierro judío.

Escuché un taconeo y no miré. Esos ojos negro azulados de Martín eran todo lo que quería, lo que podía mirar. Pero sí sentí la mirada. Cálida, de simpatía. Otra mamá, seguro, con un bebe de días. “¡Plof!” Martín soltó el pezón y lo alejé un poco para guardar a lechera 1 y sacar a lechera 2, chiste sexista del padre del ternerito. Defectos tiene, pero Marcelo es buen tipo y toca muy bien la guitarra, y con eso me enamoró… entre otras virtudes, claro. Alejé al gordo y levanté la mirada y la vi. Creí que alucinaba porque medio de costado, mirándome con una sonrisa, con esa sonrisa que era como la de la Gioconda, estaba la rusita que imitaba a Nina Hagen y cantaba canciones de Nina Simone cuando en la pensión de Don Bruno, asaltábamos el piano que a impulso de los dedos de Cecilia, olvidaba desafinar. Riñonera a la cintura, bolso de bebé completo a la espalda y un bebe precioso en brazos… Nos levantamos al mismo tiempo y sin poder creerlo, nos acercamos para abrazarnos, pero nos frenamos. Era un poquito complicado con los gordos y mi lechera al aire… Eliana, que pese a atender los teléfonos, dar turnos, recibir las órdenes y avisar que tal doctor te espera, siempre está para abrazar a un gordo o gorda y darle a la mamá dos minutos para ir a donde nadie puede ir por ella, nos salvó: agarró a los nenes y nos dijo: “Ahora abrácense: se ve que hace mucho que no se ven.” Ese abrazo fue sentirnos como a los catorce y hasta los diecisiete, que fue nuestro último verano en Miramar. Luego nos llamamos un tiempo, pero la universidad nos chupó. Mantuve el contacto con Mikel, el hermano de Cecilia. Mike fue mi primer amor y el catalán fue y es, pese a la distancia, mi mejor amigo. Volvimos a vernos en el vuelo de fin de año. Esas dos horas en el aire, escuché a Cecilia contarme sus miedos. Dos gemelos preciosos y sanos… pero Tadeo era sordo. Cecilia y Marcos ya lo sabían aunque ese viaje iba a confirmarles el diagnóstico. Como a los catorce ella agarró mi mano tantas veces, agarré la suya y no se la solté hasta que Marcos volvió a mi, su asiento y nos dijo: “Chicas, ya vamos a aterrizar.” Me senté al lado de Marcelo y él me dijo: “Ali… mañana tienen consulta por Tadeo. Vamos con ellos.” ¿Ven por qué estoy loca por mi marido? Y aunque hay borrascas, siempre vuelve el sol y me sorprende. Los esperamos en un bar, cerca del Garrahan. Confirmado. “Vamos, rusos. Podemos con esto. Además… Martín y Tadeo ya se llevan bien… ¿O no, Ali?” Esa noche hicimos algo muy loco. Fuimos a la casa de Nora, la mamá de Cecilia, y nos instalamos. Nora había preparado knishes como para un batallón y Elías, el papá de Ceci, tenía cerveza helada. No para nosotras, pero los muchachos hicieron catarsis. Llegó Alejandra, la hermanita de Ceci y después de abrazarnos a los gritos, de besuquear a los tres chanchitos que ya compartían almohadones, desparramó lo que traía en una valija con rueditas. Libros y libros en castellano, inglés y francés que trataban la sordera y nos dijo: “Y faltan varios DVD que ya le pedí a Mike que nos consiga en Barcelona.” “Pasado mañana están todos acá, Sisi.” Cecilia casi se infarta. “Todos” quería decir Mikel, Aisha (su mujer), sus cuatro demonios, todos varones, y Montse, la madre de Mike que no se perdía un viaje a la Argentina. “¡Denle!, ¿qué esperan? Hay mucho que aprender si queremos ser parte del mundo de Tadeo.” Porque Ale daba en el clavo: el de Tadeo era un mundo que no comprendíamos, un mundo que nos aterrorizaba a todos, pero con el que habíamos decidido vivir. Agarré un libro y empecé acopiar gestos. Ese verano de 2008-2009 fue una iniciación para nuestras familias. Como diría Marisa: “Nos volvimos sordos para poblar el silencio con palabras.”

“¡Iarita}! ¡Iiiiiiiiiiaaaaaaaaaaaaaaariiiiiiiitaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Pará, vas muy rápido}, hermanita! Sí, seguro. ¡Pero total ni sabe de lo que hablamos! Tía Marisa está enfas…, ¡eenfas!… ¡no me sale! ¡Metida en un tarro es lo mismo! y Sabri no va a decir nada. Vos tampoco, ¿no Dolo?” “Dolomita, ¡se llama Dolomita, Tapi!” “Es muy largo. Y Dolo le gusta.” “¡ES mi perra y se llama Dolomita!” “Ya; los dos calmados que a ella no le molesta si la llaman Dolo o Doli o Dolomita, ¿no cierto bonita? ¡Ay, qué frío tenés el hocico!” Dolomita golpeaba su cola de labradora amarilla contra la arena del suelo del vivero, invernadero o almácigo tridimensional que los muchachos me construyeron en el fondo de casa y donde tengo todos los cactus que puedo. Me encantan los cactus. Y también los hongos. Aunque lo mío son los microorganismos que están en lo profundo del mar, del subsuelo, ese mundo de profundidades, de obscuros silencios. En un rincón del vivero, armamos un arenero para nuestro jardín de enanitos. Por ahora hay una colchoneta gigante porque están todos en la etapa oral: todo a la boca, pero abajo, la arena es suave y cálida y con las chicas ya le echamos el ojo a un tobogán y a unas hamacas dobles para jardín y quincho. Los tres están jugando en el corral gigante del rincón mientras los miro y me hago la película con sus diálogos, todos ruiditos, gritos y gestos, como debió ser en los comienzos el lenguaje, cuando pensamiento y palabra iban de la mano en una sola mixtura hasta que, quizá, se escindieron para ser dos y uno a la vez… Suena muy loco, pero trato de entender un mundo sin palabras y volverlo sin sonidos para que nos comuniquemos con Tadeo. Tadeo es, será siempre pura imagen. Una vida en imágenes, sin sonidos, sin aullidos de viento, sin repiqueteo de lluvia, sin alaridos de esos loros que dicen los nacidos y criados aquí o los que hace años viven aquí, no había en el siglo pasado, nueve años atrás. Ahora hay ¡y no paran de chillar! A veces me siento como leyendo los Cuentos de la selva de Horacio Quiroga. Sólo que no hay un tigre que persiga al loro. No, no hay yaguaretés, y los pumas se esconden más hacia la cordillera, aunque de cuando en vez alguna oveja de las estancias de la zona, pasa a ser parte de la dieta felina. Y perruna, porque los perros guachos, que hay demasiados –la gente los tira en el campo cuando no los quiere más-, también comen y los zorros participan del festín. Santiago sospecha que los pumas son los Santos inocentes de este purgatorio, porque es más fácil culparlos, ¡total!, ¿quién va a defenderlos? “¡Yo, el Chapulín colorado!”, dice Santiago, mi diablo rojo, que con Alicia, hinchas de Independiente los dos, se descubrieron enamorados de los pumas. Bueno… A mí me encantan, también. “Mirá a mamá. Se quedó colgada de la foto de ese gato gande y amarillo.” “¡Que no es un gato gande tonta, es un puma.” “Ay… Escuchen al es…es… perto en mininos.” “Sabi, bajá el dedito que la tía te está mirando y… ¡ahí viene! Carita de yo no fui.” Estaba durmiendo a Sabri cuando Ceci y Marcos llegaron ese viernes de septiembre hace un año a casa. Marcos me saludó apenas, acarició la cabecita de su princesa de Manchuria, como le dice a Sabrina, y me preguntó dónde estaba Santiago. “En el sótano, haciendo terapia. ¿Le bajás una cerveza? Hay papas fritas, llevate la bolsa que Ceci y yo agarramos otra.” “Dale.” Lo miré. Estaba… “?Ceci?... ¿Pasó alg…?” Cecilia se había tirado en un silloncito de orejas y se abrazaba la panza. Me acerqué, empujé un puf y me senté enfrente, con la gorda dormida en mis rodillas. Ceci lloraba sin ruido. Se le caían las lágrimas una atrás de otra y formaban una cadenita sobre el polerón negro con unos incongruentes guanacos grises que mi mamá le había tejido cuando se enteró que íbamos a ser tíos al cuadrado. Venían gemelos e, intuí, había problemas. “Hey, Nina… ¿qué pasa?” Cecilia no cambió el gesto. Decirle “Nina”, como le decían en su adolescencia cuando la loca Hagen y la rebelde Simone eran sus ídolas, siempre volvía la sonrisa a su cara, pero esta vez no. Me miraba pero no me registraba. Intentaba murmurar, pero no le salía nada. Me asusté. “Voy a buscar a Marcos.” Amagué levantarme. Me agarró el brazo. “No Marisa. Dejalo. Él está tan asustado como yo.” ¡Asustado? No entendía nada. “Los bebes… ¿están bien?” Puse a Sabrina en el coche-cuna que siempre estaba cerca y apoyé mis manos en sus hombros. Apreté suave e insistí: “Ceci/Sisi/Nina…” Me miró a través de un mar azul de lágrimas y me dijo con la voz rota: “El nene tiene problemas auditivos; es sordo… Marisa” –exhalando repitió- “Es sordo.” La abracé. Lloramos de desesperación ante lo desconocido, de impotencia ante lo temido, de miedo pánico ante lo inconcebible: un mundo de no ruidos, insonoro, sin palabras, sin música… “gente que hablaba sin poder hablar/ gente que oía sin poder oír…” Simon&Garfunkel nos golpearon con una letra cambiada porque ese silencio nos envolvía a nosotras. Dije lo único que se me ocurrió: “Interconsulta en el Garrahan, Ceci, y si se confirma… Vamos a salir, Nina, vamos a sacarlo avante, ¡te lo juro!” Cecilia me soltó: “¿Como en Te amaré en silencio? ¡Qué locura, Maritza!” (“Maritza” me decía Axel, mi hermano de intercambio, montanés de Montana, y Cecilia lo soltaba cuando decidía algo y era inalterable ya su decisión). “Nos abrazamos de nuevo y lloramos más. Lloramos con desafío, con resignación, con un poco de rabia y con mucha decisión: ese gordo iba a ser un sordo lleno de amor, con una familia que como fuera, compartiría su mundo aprehendiendo a ese mundo sin sonidos para intentar enseñarle éste, el que era hasta ahora el mundo con ruido en el que viviríamos siempre. Tadeo estaba colgado de la mitad de la red del corralito mirándome. Quiso decirme algo y casi se soltó: “¡Tíiiiiiiiaa!” Manoteó y se aferró de la tanza. El susto se le fue de la carita y me sonrió ¡hasta con la nariz! “¿Viste tía Mari? ¡Soy un mono araña!” Y se vino abajo. Amagó llanto y se dio vuelta: Iara sacudía las manitos y se reía. Tapi revoleó sus manos y se rió con todo el cuerpo. Una pelota de colores voló, cayó junto a Tadeo y con un manotazo, Tapi la empujó hacia Iara. Los gemelos, en gateo puro y Sabrina medio caminando, medio gateando, empezaron un picadito de bebefut-básquet, como los muchachos le decían a ese correr y manotear pelotas y peluches. Tadeo era como esos lugares profundos del planeta donde el silencio era el único sonido. No lograba imaginarme ese silencio silente. Porque todavía no sabíamos si íbamos a escuchar alguna vez algo más que balbuceos, onomatopeyas, gritos inarticulados y eso nos asustaba como los alaridos en una mala peli de terror. Pero el gordo entendía, era inteligente y el límite era nuestro, no suyo. Los sordos no oyen, los sordos no hablan, los sordos… “En el lenguaje de signos no hay conjugaciones. En el lenguaje de signos no hay tiempo. Hay un antes, un después y un durante, pero no pretérito, futuro y presente.” Nosotros, los oyentes, los hablantes, conjugamos en mil tiempos y cada uno tiene un sentido. En ese 2009, no podía concebir que mi ahijado, Tadeo era mi ahijado, no viviera en tiempos sino en un antes, un durante o un después, según el cuerpo se inclinara. Respiré profundo como el silencio, profundo como las palabras que duelen, que curan. A lo mejor no era tan terrible vivir en tres momentos y no subdividir en tantos segmentos un tiempo que era tiempo por los humanos, porque en la naturaleza, el tiempo es pasaje entre estaciones, todo muy físico, muy sordo… casi. El lenguaje de signos es el más expresivo que conozco. Y Tadeo era pura expresión y con su año en este lado de la panza, nos había enseñado que silente o no, silencio o ruido, lo importante era lo que no se decía, pero se sentía con todo el cuerpo. Disfrazarnos de sordos no era la solución. Sí aprender a comunicarnos en esa especie de metalenguaje que es la lengua de signos y, que como el castellano, todos los días te obliga a embucharte una palabra nueva, un concepto más. Es como cuando empezás la facultad y decís: “No voy a poder… No doy más…”, pero seguís y de pronto todo encaja, todo tiene sentido y comprendés esa jerga que es el lenguaje científico. Ser tíos de Tadeo era así: hablar otro idioma, aprehender un vocabulario específico y descubrir cómo jugar a ser una tribu silenciosa que charlaba sin parar. Que hablaba en el silencio.

“Yo soy bilingüe. En mí habitan dos culturas.” Hablo sin sonidos, hablo con silencios que dicen palabras. Palabras dibujadas en el aire, en el cuerpo, con el cuerpo… Con luz en las sombras que proyectadas en una pared, cuentan mi historia… Mi historia habla por mí, y es en las voces que nunca oiré, pero que siento, que desde que empecé a ser alguien, ahí, en la panza de mi mamá, sentí tan distinta a la de mi hermanita. Soy Tadeo. Soy gemelo de Iara y soy sordo. Iara no, Iara oye. Es 10 de noviembre y en plural, cumplimos un año. Y hablo con silencios en los sonidos de los otros… ¡Y me encanta!

 

 

Autora:Karina Edith Belmes. Diadema Argentina. Comodoro Rivadavia. Argentina.

karinabelmes@gmail.com

 

Datos biográficos de la autora.

 

 

 

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