La Sirena del Barco.

 

¿Oye, tú también lo has escuchado?

Fue aquella noche, cuando acababa de aterrizar en aquella ciudad.

Como imaginas, había dejado mi tierra, mis raíces; me hallaba totalmente desubicado.

En la casa familiar, apenas logré conciliar el sueño. Porque la oía sonar muy grave, profunda, ronca como un grito telúrico. Debió sonar muchas veces, durante mucho tiempo. ¿Por qué sería?

¿O tal vez era algo como una pesadilla?

Todas las cosas se olvidan cuando debes enfrentarte a la realidad. Menos mal; porque nosotros no queríamos que aquel sonido permaneciera grabado aquí, por tanto tiempo.

Ahora que lo dices, es cierto; aunque nunca se me han dado bien los recortables, aprendí enseguida a fabricar barquitos de papel. Y me preguntaba cómo podrían flotar en un océano con su oleaje.

¿Te acuerdas? Mi padre deseaba a todo trance visitar la escuela naval. Tembloroso le advertí de si teníamos necesidad de embarcar para llegar hasta aquella población. Me aseguró que sólo precisábamos subir a un tranvía. Tú y yo nos quedamos mucho más tranquilos.

Pero cuando ya paseábamos por el puerto, él me animaba a palpar un barco que me dijo que estaba amarrado. Tú negabas; insistías. Decidiste por mí.

Ahora que lo pienso, debías haberte comportado como una persona mayor, ¿verdad que sí?

Otro día nos acercaron hasta una playa. Jamás había contemplado algo semejante. Suponía que delante de mí descendía un enorme escalón, que podías caer al fondo, si no habías aprendido a nadar, como era nuestro caso.

Y fijábamos la mirada en dirección de tierra firme, es decir, en dirección opuesta a la costa. Y me embargaban tantos temores…

Es que siempre he supuesto que a ti tampoco te emocionaba tener enfrente tanta cantidad de agua junta, ni tener que desplazarte sobre ella, con esas olas tan enormes. ¡Y alejándonos cada vez más de tierra! ¿Te acuerdas de la historia de aquel familiar que, según nos contaron, tardaría un mes entero hasta alcanzar su propósito de llegar a Australia?

Claro; y yo me ponía en su lugar; y me invadía un miedo horrible pensando que no podría regresar; que viajaría en permanente movimiento. Vamos, un mareo sin pausa.

Es que todavía no he hallado en ti ningún ánimo para que yo camine por las aguas, como Jesús según los Evangelios, que nos explicaban alguna vez en Misa.

¡Si es que alguna noche te me apareces en sueños, y me metes en cada enredo!

¿Anda que eso de encontrarme paseando por el muelle, levantarse la tempestad, estrecharse más y más el paseo y quedarme sin espacio, en la mismísima orilla del mar sin poder retroceder, empujado por el vendaval?

La verdad, no te compadeces jamás de mí. Pero, por otro lado, no me es posible separarme de ti.

Siempre he configurado una mar sin olas, tranquila, serena, donde pudiéramos zarpar y atracar según nuestro capricho. Una mar poco profunda, como la balsa del Casimiro.

Lo peor es que esa mar tan bella no existe.

Yo confío que me describas realmente el panorama que tú percibes. Sí; como la popular canción de las golondrinas:

Qué bonitas, qué bonitas,

Que son las olas del mar.

Cuando voy en mi barquilla,

Unas vienen y otras van.

Los luceros y la luna…

 

¿Y aquella sirena, dónde se dirigía?

¡Ay, cómo recuerdo aquella tarde, en el puerto!

Nos informaron de que íbamos a visitar un trasatlántico francés, que había atracado el día anterior.

Yo me dediqué a contar las letras de aquel vocablo, que sugería un barco enorme: nada menos que catorce letras. Y además, con la dificultad añadida de la pronunciación del grupo de consonantes Tl; había algunos niños que tenían que separarlas, destacando primero la T, que transformaban en Z, y luego articulando la L.

Y también lo de la nacionalidad. Aprendíamos las primeras reglas del idioma y podríamos practicar hablando con los pasajeros. ¡Emocionante!

Aquí, ciertamente tú no tendrías oportunidad de lucirte; eso podía ocurrir más tarde, cuando iniciáramos la visita.

Muchos de nosotros apenas habíamos visto la mar, porque proveníamos de tierra adentro; en mi caso, el río que fluía por mi pueblo me caía lejos y no llevaba mucha agua. A veces cuando en el colegio nos llevaban de excursión por la ciudad, cruzábamos el Puente de la Barca, o el puente del río; pero no había vuelto a escuchar la sirena.

Ahora podría escucharla de nuevo. Y evocar mi primer día de estancia.

Pero sabes que no ocurrió así. El trasatlántico permanecía en el puerto y, claro está, no tenía por qué emitir ningún aviso.

Fuimos accediendo a él uno a uno. Al principio con todas las precauciones, ya que nos acompañaban varios monitores, la visita se desarrollaba sin novedad. No precisaba de tus indicaciones.

Varias personas nos daban la bienvenida en francés. Nosotros tratábamos cada uno de intervenir, al menos de seguir, aquel inicio de conversación.

Alguien quiso mostrarnos unos grandes objetos que llamaban cañones. Nos explicaron los motivos de su escala en aquella ciudad portuaria. Nos formularon algunas preguntas de las habituales.

Pero sobre todo, recuerdo que sonaban canciones de la cantante francesa Edith Piaff; una de ellas me impactó profundamente, aquella de:

Non, rien de rien; non, je ne regrette rien.

Me pareció triste y llena de melancolía; de una tristeza similar a la que me embargaba cuando me dejaban solo, el primer día. Mi padre a eso le llamaba murria.

Pero en un momento dado, tuve que suplicarte. Comenzaba a inquietarme porque creía que estaba pisando agua.

Notaba que por instantes iba aumentando el volumen. Pensé lo peor, en cuestión de segundos. Y entonces volvió a sonar la sirena.

Tú querías tranquilizarme con tus palabras, pero yo no escuchaba nada, ni a ti ni al resto de voces que a mí se dirigían.

Aquella sirena continuaba contaminando el aire que inspiraban mis pulmones.

Logró interrumpir todas las conversaciones, todos los avisos y advertencias, toda la emoción y el fragor de aquella jornada.

Era similar a la sirena primera. Y todavía se pisaba agua aunque nadie se alteraba ni sentía la necesidad de reaccionar, sino yo. Ni tú tampoco.

Me había mareado.

Regresamos ya de noche. En mis oídos sólo sonaba la sirena del barco; no sabía a qué barco correspondía. Y entonces, me di cuenta. Tú y yo, tan distintos según yo creía, éramos la misma persona.

¿Digo éramos? A veces trato de sobreponerme a ti; pero en otras circunstancias que tú conoces, tú eres quien me dominas, me sometes. No me quejo; sé que tendremos que vivir juntos, porque formas parte de mí. Voy a hacer barquitos de papel mientras escucho música en la radio. ¡Qué bonitas, qué bonitas, que son las olas del mar!

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

 

 

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