Entre
becarios.
Cada vez que escucho la palabra viaje, se
enciende algo dentro de mí, parece un motor que se pone en marcha y va
acelerando de a poco.
Siempre me ha gustado escuchar historias de
algún viaje, hasta he relatado como propios algunos que nunca hice; pero esta
vez prefiero contar sobre mi experiencia, porque si se trata de relacionarlo
con alguna discapacidad, hablo de la mía, que la conozco muy bien.
He viajado mucho con Sandra, nos elegimos
mutuamente como marido y mujer para caminar juntos por la vida.
Ganó una Beca, como descendiente de
Trentinos y premio a su trayectoria profesional.
El viático alcanzaba para los dos,
entonces ni lo dudé, hice la valija y estuve dispuesto a acompañarla.
En el aeropuerto internacional de Ezeiza
tuvimos el primer percance, teníamos que pasar por el sensor magnético, ella
pasó muy bien, pero en mi turno sonó una chicharra y se prendieron luces, en
pocos segundos me rodearon policías y gendarmes, varios de ellos apuntando con
ametralladoras, me revisaron, palpando mi cuerpo y preguntaron:
¿Qué lleva en la cintura?
Mi binocular, respondí tratando de
mostrárselo.
Lo examinaron minuciosamente y
preguntaron:
¿Por qué usted lleva esto?
Expliqué: ”soy disminuido visual, si no lo
llevo conmigo voy a perderme muchos detalles del viaje”.
No me creyeron, me llevaron a una sala
vacía y siguieron con sus preguntas, hasta que recordé mi credencial de
discapacitado, la que uso para viajar gratis en micros urbanos, la leyeron y,
por fin me dejaron pasar. Sandra estaba del otro lado, ya muy preocupada y me
sometió también a otro interrogatorio, entonces le conté todo…
Cuando me devolvieron los prismáticos,
explicaron que eso debe pasar por la cinta donde van todos los metales,
celulares, etc. Agregaron que eso estaba escrito en diferentes letreros. Me dio
risa y les dije que no puedo leer carteles, preguntaron por algún acompañante
y, cuando les presenté a mi esposa, se lo explicaron a ella, para que estemos atentos
y no vuelva a suceder.
En el avión, una voz parlante explicaba
las medidas de seguridad, mientras una azafata hacía la mímica de cómo se
colocan el salvavidas o la máscara de oxígeno. Yo no quería perdérmela, Aunque
estaba cerca, observaba con los binoculares y, sin querer la hice sentir muy
incómoda, mucha gente se reía.
Por fin llegamos a Madrid.
No estaban las maletas, vaciaron el avión
y no aparecían, nos dijeron que nos quedáramos tranquilos porque la empresa se
haría cargo de que las recuperásemos.
Iniciamos el otro vuelo en un avión más
chico directo a Milán, desde ahí en tren hasta la ciudad de Trento, donde
iríamos al hotel para alojarnos y esperar el equipaje, el que recibimos después
de una semana. Dijeron que las maletas habían viajado desde Buenos Aires a Lima
y a Quito.
Me acordé que en Argentina yo llevaba las
dos maletas grandes y Sandra hacía el trámite administrativo, en uno de los
mostradores alguien me preguntó:
”¿Despacha las maletas?, ¡Por acá. Por favor!”
Cuando se las di, quise explicarle hacia
donde viajábamos, pero me interrumpió sonriente. ”¡Vaya tranquilo señor…, buen
viaje!”
Estoy seguro de que el empleado pensó que
yo había leído los carteles.
Una vez alojados, hicimos amistad con los
demás becarios que llegaban de distintos lugares de Latinoamérica, todos con
alto nivel académico y descendientes de trentinos.
Yo no tenía nada que ver con todo eso,
solo era el acompañante de mi esposa, de modo que no me sentía discriminado,
aunque conversaba con todos, no participaba de las clases en la universidad,
los acompañaba hasta la puerta.
Todos los participantes me saludaban
sonrientes y repetían:
“¡Nos vemos a la noche en la cena del
hotel!”
“¡Pasea por nosotros!”…
“¡Cuando tengamos día libre, podremos
salir con vos y serás nuestro guía!”
Me sentía feliz, tenía la mañana y toda la
tarde para andar solo por la ciudad, recorría las calles, fui conociendo cada
esquina, cada rincón, las plazas, los parques, los puentes, el teleférico, el castillo.
Trataba de hablar con alguien para aprender algo del idioma; en una de las
plazas encontré un grupo de jubilados que conversaban y me acerqué,
preguntándoles por los horarios de comercios, algún lugar turístico que valiera
la pena conocer, o historias del lugar. Creo que les caí bien, porque se
empezaron a interesar por mi país, se divertían enseñándome a hablar italiano y
comentando sobre Maradona.
Uno de ellos estaba en silla de ruedas,
cuando quisieron desplazarse me ofrecí para llevarlo y aceptó complacido, nos
fuimos haciendo amigos y, mientras yo empujaba su silla de ruedas , él, o los
compañeros continuaban conversando, comentando, riendo y por momentos cantando.
Nos fuimos acostumbrando a nuestros
encuentros, les conté sobre mi dificultad visual y me alentaban, si me veían de
lejos ya sabían que yo no los encontraría desde tanta distancia, gritaban:
”¡Maradona!”… Era su forma de llamarme, apenas nos reuníamos yo tomaba las
manijas de la silla y comenzábamos a andar. Era como un acuerdo tácito, yo lo
paseaba, empujando la silla, y él explicaba el recorrido y leía los carteles.
Cuando se lo conté a Sandra, nuevamente
hizo gala de su preparación científica, diciendo, entre risas:
“es una especie de simbiosis, desde el
punto de vista biológico”.
También conté que había descubierto algo
muy interesante en el hotel, pileta de natación climatizada, gimnasio, sauna,
baño turco, sala de masajes, estaba todo incluido en la tarifa que se había
pagado, quise aprovechar todos esos servicios y decidí usarlos; lo que me llamó
la atención fue que eran tan liberales en el norte de Italia, nos cambiábamos
todos juntos en el vestuario, mujeres y hombres, todos desnudos en las duchas,
todos mirándonos y conversando, me observaban y hablaban muy bajo en su idioma,
cosas que yo no alcanzaba a entender, cuando salía, saludaba con naturalidad,
considerando que volveríamos a vernos.
Sandra tuvo una tarde libre y, movida por
su curiosidad, decidió acompañarme para disfrutar también de esos servicios.
Linda sorpresa fue cuando me dijo que ese era el vestuario de damas, el de
caballeros era el de la puerta de más atrás, solo que estaba escrito con letra
muy pequeña. A carcajadas recordé las miradas y los comentarios en voz baja de
esas mujeres que me habían rodeado en los días anteriores.
Un día el clima se presentó frío, con
lluvia y mucho viento, pensé que no estarían mis amigos de la plaza, saldría
solo, en busca de nuevas experiencias. Dije que llevaría ropa a la lavandería y
ofrecí a todos llevarles la suya, como para tener algo más en que ocuparme.
Ya estaba aprendiendo algunos diálogos en
italiano y me divertía tratando de aplicarlos.
“¡Scusi! ¿Dóve ci trova la lavandería?”
Todos respondían con una pregunta:
¿”La de getttoni?
Yo asentía con la cabeza y respondía
: ¡“Sí, sí sí la de Gettoni”!
Después de la información venían las
palabras clásicas del final de cada diálogo:
“¡Tante grazie”!”
“¡Prego!”
Ese
diálogo se repitió durante unas 18 cuadras de caminata, con el que barría la
vereda, con el verdulero, el farmacéutico, con el quiosquero, con una señora
mayor que se cruzaba, con el jardinero, con el taxista estacionado y hasta con
el que juntaba la basura; todos preguntaban lo mismo
¿”La lavandería de Gettoni”?
Explicaban y señalaban con amabilidad.
Se me había ocurrido que Gettoni sería el
dueño, una persona muy conocida, apellido tan famoso que si se presentaba como
candidato a intendente seguro que ganaba.
En una esquina había un policía muy
elegante vestido de verde oscuro, recordé que allá les dicen carabinieri, lo
llamé y formulé la misma pregunta, respondió que no sabía.
“Non so, ío non sono de qui”.
Caminé cargando la bolsa de ropa en diferentes direcciones,
preguntaba, conversaba, practicaba el idioma.
Volví a encontrar un policía y lo llamé:
“¡Carabinieri!”
Cuando giró hacia mí, pregunté por la lavandería, en su idioma,
dio a entender que ya le había preguntado antes, que él era de otro pueblo, que
no conocía; pedí perdón y seguí avanzando.
Recorrí el perímetro de una plaza y volví a encontrar un policía,
no me di cuenta que era siempre el mismo, se veían todos iguales, cuando le
pregunté comenzó a gritar muy enojado y gesticulando con sus brazos:
“¡Ancore ío! ¡Ancore ío! ¿Ancore ío?”
Se acercaba a mi cara levantando la voz y vi que se le inflaba el
cuello como a los italianos que vivían en el barrio de mi infancia en
Bariloche.
Me alejé avergonzado y por unos minutos no pregunté más nada a
nadie.
Comencé a sentir olor a jabón de lavar ropa, ya estaba cerca. Vi
el dibujo de las burbujas en el vidrio y entré decidido.
Un hombre grande, alto, gordo y con mucha barba, sacaba ropa de
una de las máquinas y la acomodaba prolijamente en un bolso. Pensé que podía
ser don Gettoni que atendía su negocio y pregunté:
“¿Lei é Gettoni?”
No respondió y pregunté de nuevo; me miraba sin entender.
Señaló una de las máquinas diciendo:
“Gettoni qui”.
Agregué otra palabra a mi pregunta:
“¿Chi é Gettoni”?
Volvió a señalar la máquina y noté que gritaba, perdiendo la
paciencia:
“¡Gettoni qui, Gettoni
qui”!
Tomó su bolso y se fue, cerrando con un portazo.
Me dejó solo en el local, pensé que no era tan grave lo que había
preguntado, no era para que se enojara tanto, ya me habían dicho que había
gente con poca paciencia.
Después de unos minutos, apareció otra persona a buscar su ropa,
dejé que hiciera y, antes de que se fuera, le pregunté: “¿Lei é Gettoni?...
¿Chi é Gettoni?
Me miró en silencio unos minutos y, casi gritando, señaló la
máquina diciendo:
“¡Gettoni qui!”
Dejé pasar unos minutos allí adentro y me fui sin haber lavado
nada.
Justo ese día Sandra salía más temprano, apenas me vio preguntó
por la ropa.
Le conté la historia con detalles, entonces me acompañó por todas
esas calles hasta la famosa lavandería de Gettoni.
O la lavandería del famoso Gettoni.
Una vez adentro empezó a reír y me explicó:
“No hay empleados, cada uno se atiende solo, las máquinas tienen
un cartelito donde está la palabra gettoni con una flecha señalando la ranura”.
“Gettoni son las fichas, se
colocan aquí donde indica la flecha”.
Volvimos juntos al hotel, comentando que esa sería una linda
anécdota para contar a los colegas durante la cena, ella se reía, diciendo su
frase de siempre:
“¡No te puedo dejar solo!”
Cuando estábamos cerca del hotel, un olor muy bueno salía desde la
panadería, había medialunas de distintos tamaños y colores, todas con la
palabra francesa Croissant.
Le pedimos a la chica que atendía y dijo que primero debíamos
pagar, así lo hicimos, luego
Me miró sin hablar, señaló con su mano las diferentes medialunas
que se exhibían, como yo no le respondía, preguntó: “¿Quale?”
Yo no veía lo que estaba señalando y no respondí, entonces gritó,
agitando los brazos:
“¿QUALE?... ¿QUALEEEEEEE!?
Intervino Sandra, que todavía estaba en la caja guardando el
dinero, le señaló las que llevaríamos y nos fuimos.
Le pregunté si había entendido algo de lo que murmuraba la
vendedora y respondió:
Sí…, dijo que no tenía
tiempo para dedicarnos todo el día a nosotros.
Nos alejamos comiendo y riendo de la poca paciencia y mal humor de
algunos italianos.
La beca se terminó después de dos meses inolvidables.
Volvimos a nuestra tierra
llenos de anécdotas que nos quedarían grabadas para siempre; Nos divertimos en
el momento en que las vivíamos y, todavía hoy siguen siendo historias
divertidas al recordarlas; muchas veces en alguna reunión se nos pide que
volvamos a contarlas, o nos sugieren escribirlas.
Así podría terminar mi exposición, pero permítanme contarles algo
que sucedió la última vez que viajé a Buenos Aires.
Pasaron varios años y, en este tiempo, Sandra y yo hemos hecho
juntos muchos otros viajes, pero últimamente he aprendido a moverme solo, sin
la ayuda permanente de ella, la mujer perfecta.
Cuando renové mi Credencial de discapacitado, en la junta médica
preguntaron cual es mi problema más cotidiano. Respondí que nadie me cree
cuando hablo de mi disminución visual, porque no lo notan. Por ejemplo, si subo
a un micro urbano preguntando cuál es esa línea, qué número, señalan un cartel
y me responden: “Ahí dice”.
Si pido que me lean un letrero porque yo no puedo, me miran en
silencio y nadie responde.
Uno de los médicos se levantó y desapareció por unos minutos,
cuando volvió trajo, para mí, un bastón blanco plegable, la última sección era
de color rojo con la punta blanca. Dijo que no hacía falta que lo usara, solo
alcanzaba con llevarlo conmigo, entonces la gente me iba a creer, verían que
alguna dificultad tengo, si no me ayudan, al menos me comprenderían.
Viajé a la capital, aprovechando una oferta muy barata de
Aerolíneas Argentinas, allá se notó enseguida la diferencia, una azafata me
acompañó por todo el aeroparque, hasta la parada de micros urbanos y, ella
misma, paró al número que yo había solicitado.
Puedo moverme bien, pero no leo los carteles, cuando pido ayuda
muestro el bastón y se ofrecen sin problemas; lo importante es que me ayuden
cuando yo lo pido y no cuando ellos creen que hay que hacerlo.
Una tarde, en pleno microcentro porteño, me detuve en una esquina
donde se cruzaban dos avenidas importantes, esperaba una llamada telefónica y
me entretenía con tanto movimiento alrededor, cuando abrió el semáforo empezó a
caminar toda la gente y, entonces, alguien me tomó del brazo y me llevó hasta
el otro lado; cuando reaccioné, le dije:
¡”Gracias, muchas gracias, pero yo no quería cruzar!”
El hombre, confundido, quiso llevarme de nuevo y me dio risa, le
dije que ya estaba bien.
En otra esquina no funcionaban los semáforos, esperé a algún
peatón para que me acompañe, cuando llegó uno le dije si podría ayudarme a
cruzar.
Entonces, me levantó como
si yo fuera un muñeco y me llevó hasta el otro lado; tuve que explicarle que mi
problema está en la vista, no en las piernas, pero ya habíamos cruzado y lo
felicité, no por su gesto, sino por su fuerza, porque peso más de 90 kilos.
Cada vez que termino un viaje, cuento las cosas graciosas que me
pasan y a muchos les cuesta creerlas, son tan pintorescas que parecen
inventadas por mí.
Todos los viajes son
enriquecedores, siempre regreso transformado en otra persona y, durante la
cuarentena, cada día lo llené de fantasía, recordando o planificando, viajando
con la imaginación.
Autor:
Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.