Una nueva experiencia decepcionante.
La Navidad se acerca entre músicas de
panderos, alfombras rojas a la puerta de los comercios, bullicio de gente y
vendedores callejeros de zambombas. Todos irradian alegría menos Elisa, que sola
acaba de llegar a la ciudad.
Recuerda otras Navidades llenas de
ilusión. El mantel de hilo rojo, la cubertería de alpaca plateada, la vajilla
de La Cartuja, las copas de agua, vino, cava y licores, alineadas y brillantes
sobre el aparador, junto a los fruteros repletos de frutas, artísticamente
dispuestas. Se levantaba a las seis de la mañana, mañanas frías en la que la
ilusión le hacía saltar de la cama. Con la casa limpia, la cama hecha, duchada,
recogido el pelo en un abrigado gorro y vistiendo un sencillo pantalón, iba a
la confitería, donde el día anterior encargó los huevos hilados que servirían
de guarnición al suculento asado que preparado en el frigorífico, aguardaba el
momento de ponerlo en el horno.
Eso era el pasado, cuando obraba impulsada por el amor. Pero
se había sentido infravalorada, humillada. Ahora había cortado amarras y quería
dejar atrás todo lo que fue su vida.
No estaba sola. Estaba acompañada por el dolor, la
indignación, la tristeza. Buscaría un nuevo lugar en la sociedad, haría otros
planteamientos. Y empezaría ya. Consideraba un momento oportuno el tiempo de la
Navidad. Estaba segura de que, igual que ella, habría en la nueva ciudad que
eligió para olvidar el pasado, otras personas desarraigadas que desearan pasar
una Nochebuena en grata compañía.
Pondría un
anuncio en el periódico. Pero, ¿qué personas acudirían a un anuncio anónimo?
Porque, aunque lo firmara, su solo nombre no tenía ninguna garantía de que
aquello no fuera un fraude. Habría que hacer reuniones previas, buscar un
hotel, encargar la cena a gusto de todos en manjares y precio. Se dio cuenta de
que no sería posible sin un patrocinador adecuado.
De repente surgió la idea. Expondría su proyecto al Superior
del colegio de Jesuitas que tenía enfrente. Él le ayudaría a realizarlo. No fue
fácil. A su llamada fue informada de que el Superior estaba ocupado. Después de
indagar el asunto que la animaba, le dijeron que él se pondría en contacto con
ella.
El tiempo transcurría y apremiaba para realizar sus
proyectos, por lo que, tras varias llamadas al religioso, este la citó para el
22 de diciembre en otro colegio para niños con problemas. La fecha era
inapropiada por completo. El ánimo de Elisa estaba por los suelos. Pero, ¿qué
podía hacer? Acudiría a la cita y por lo menos, conocería al Superior. Este
colegio se encontraba en el extrarradio de la ciudad y Elisa anotó la dirección
y recabó información para llegar hasta allí.
Rebuscó en su armario y eligió ropa adecuada: un traje de
chaqueta oscuro y un jersey azul turquesa de ancho cuello vuelto. Aprobó la
imagen que reflejaba el espejo: una joven señora, bien vestida, sin
pretensiones, de aspecto afable y educado.
Los zapatos le apretaban un poco, pero como iría en
autobús... minimizó el asunto, que hubiera tenido muy en cuenta de saber, qué
distancia consideraban cerca el policía municipal del que recabó información;
porque en aquel día de diciembre, que más parecía de junio, adquirió las más
terribles ampollas en los pies, que imaginar podía, después de caminar más de
Llegó sudorosa y la puerta estaba abierta. Penetró en el
sombrío y amplio vestíbulo que por el calor que sufría, le pareció la antesala
del cielo. No se veía a nadie, y Elisa tomó asiento en un largo y duro banco
que estaba adosado a la pared. Pasados unos minutos apareció un joven menguado
de estatura, y escaso pelo en franca retirada de la frente, ataviado con unos
vaqueros muy desgastados y un suéter con unos parches en los codos, que se
detuvo frente a ella con mirada inquisitiva. Elisa se puso de pie y dijo que
tenía concertada una entrevista con el Superior.
–¿Es usted Elisa? -dijo. La atiendo en
unos minutos. Y siguió su camino con paso rápido. Elisa quedó perpleja, no se
había imaginado al Superior con aquella imagen. Su ánimo se iba tornando tan
sombrío como el ambiente de aquel vestíbulo. Le entristecía aquella tardía
acogida, aquel entorno desolado, aquel recibimiento indiferente. Todo unido a
la tristeza de su corazón, iba formando un nudo en su garganta, que amenazaba
con convertirse en llanto.
Tardó poco en volver aquel sujeto, con un manojo de llaves
en la mano. Abrió una de las puertas del recinto y con un gesto la invitó a
pasar. Obedeció Elisa y se halló en una habitación destartalada, una vieja mesa
escritorio, algunas sillas y un sillón detrás de la mesa, que aparecía repleta
de carpetas y papeles, todo con una fina capa de polvo.
–Perdone el desorden –dijo el joven, pero en esta casa no
damos tregua para todo lo que hay que hacer. Mi nombre es Gerardo, y soy el
director del colegio. El Padre Almeida me encargó que la recibiera. Él se
encuentra ausente, tenía pendiente una intervención quirúrgica y ha aprovechado
las vacaciones. Nada grave, un acceso de grasa en una mano. Aquí hay mucho
trabajo. Esto no solo es un colegio, es también una Obra Social. Atendemos a
niños con un difícil entorno familiar. Pero dígame, señora, el motivo de su
visita.
El nudo de su garganta iba creciendo y ya no le dejaba
articular palabra. Por fin las lágrimas acudieron a sus ojos y se derramaban en
torrente por sus mejillas. Atónito el director la contemplaba y con la mirada
interrogaba el motivo de aquel llanto. Ella estrujaba el pañuelo entre sus
manos con desesperación mientras su faringe se negaba a pronunciar ningún
sonido.
Casi por señas pidió un vaso de agua.
Tendrían que ir a la cocina, informó Gerardo. Ella estaba dispuesta a ir al fin
del mundo para salir de aquella angustiosa situación. Paciente y comprensivo,
el director la acompañó a través de aulas vacías y, tras una sala de juegos con
futbolines, apareció la cocina, donde pudo beber agua en un vaso de plástico.
La tensión nerviosa se desvanecía al
tiempo que el agua pasaba por su garganta. Esta anomalía le venía ocurriendo
desde que decidiera darle un cambio a su vida. Era la tristeza somatizada la
que le apretaba la garganta, y la impresión del agua fría le devolvía su
elasticidad.
Vueltos al polvoriento despacho, entre
sorbos de agua y frases entrecortadas, expuso el motivo de su llamada, de forma
rápida y un tanto inconexa. Ahora no merecía la pena pararse en detalles, ya no
era tiempo. Las lágrimas seguían fluyendo de sus ojos y dedicó pocas frases a
presentarse y exponer el hecho de que se encontrara en aquella ciudad, donde a
nadie conocía.
Gerardo había abandonado el lugar detrás
de la mesa y ocupaba una silla próxima, una pierna encima de otra, la escuchaba
con atención mientras fumaba sacudiendo la ceniza en una taza sin asa que
sostenía en la mano.
Era evidente la soledad de aquella mujer, por lo que el
sacerdote, atribulado por el sereno fluir del llanto, que resbalaba por sus
mejillas, le invitó a que se quedara a comer con ellos. Estarían los miembros
de la Comunidad y algunos profesores, no debía marcharse así, anegada en llanto,
total, si nadie la esperaba…
Elisa, incapaz de hablar, redoblaba el torrente de sus
lágrimas, por lo cual, Gerardo terminó diciendo en un tono más cercano:
“Serénate, mujer, yo vuelvo enseguida. Te dejo con la radio, que está
retransmitiendo la lotería”.
Los quince minutos que tardó en volver el sacerdote,
calmaron la ansiedad de Elisa que, intentaba recobrar la compostura a todo
trance. Refrescó sus ojos y respiró hondo y pausado. Volvía a sentirse segura,
lo peor había pasado. Consideró buena idea el quedarse a comer, tenía necesidad
de relacionarse y ahora iba a conocer a algunas personas.
El comedor resultó ser la misma cocina que ya conocía. Era
una pieza alargada con un enorme ventanal que la dotaba de una espléndida
iluminación. Ocupaba el centro una mesa de mármol casi tan larga como la
habitación, y estaba flanqueada de sillas a ambos lados. En un extremo, junto
al ventanal, sobre un poyo de mármol, unas grandes marmitas contenían la
comida, varias columnas de platos, una bandeja con cubiertos, unos botes de
salsa de tomate, un canasto con pan troceado, las jarras de agua que ya
conocía, y un montón de servilletas de papel. Un canasto con naranjas ocupaba
el otro extremo del poyo al lado de un fregadero de dos senos. Debajo del poyo,
un enorme cubo para desperdicios completaba el mobiliario.
Cuando entraron en la estancia, dos hombres jóvenes comían
pasta mezclada con salsa de tomate. Gerardo hizo las presentaciones: –Elisa nos
va a acompañar hoy, –y señalando a cada uno continuó: Nicolás y José Luis. Los
aludidos le tendieron la mano y tras una amplia sonrisa, "–estupendo, dijo
Nicolás; "–encantado, pronunció José Luis.
Sin más preámbulo Elisa y Gerardo se dirigieron al poyo. Él cogió
un plato y le alargó otro a ella, se sirvió dos casos de pasta, puso en las
manos de Elisa el cazo, indicándole con un gesto que se sirviera. Puso boca
abajo sobre el plato el bote de salsa, que presionó varias veces, cogió los
cubiertos, el pan, la servilleta, los puso sobre la mesa y luego colocó una
jarra de agua y dos vasos de plástico. Elisa lo observaba y repetía sus
movimientos un tanto perpleja. No era ese el ambiente que se había imaginado al
aceptar la invitación. Volvía a estar al borde de las lágrimas. Ocupó un lugar
en la mesa y bebió un largo trago de agua para evitar el llanto, mientras,
Nicolás y José Luís habían acabado de comer. Cogieron el plato y el vaso que
habían usado, se dirigieron al fregadero y depositaron el plato sucio dentro, y
el vaso en el cubo de los desperdicios, y tendiéndole la mano a Elisa, "Ha
sido un placer" –dijeron, y con un protocolario "Feliz Navidad"
salieron del comedor.
El estado emocional de Elisa pasaba por ese difícil momento
en el que cualquier demostración de afecto o de repulsa le haría derramar un
torrente de llanto. Por eso, ni el trago de agua, ni la amable mirada de
Gerardo, fueron capaces de contener las lágrimas que a raudales volvían a rodar
por sus mejillas. Fueron llegando más comensales, maestros y miembros de la
Comunidad. Ninguna mujer, con la que Elisa se hubiera sentido más cómoda.
Cuando iban llegando, Gerardo hacía las presentaciones: –Hola Pedro, Juan,
Antonio..., y ella es Elisa.
Le alargaban la mano sonriente y quedaban perplejos ante la señora
anegada en lágrimas que tenían delante. Invariablemente volvían la mirada a
Gerardo, que con un gesto les pedía discreción. Se animó la conversación con
los comentarios del sorteo de la Lotería. Ahora Elisa se iba serenando mientras
lloraba a placer sin que nadie intentara disuadirla.
Acabada la comida, Elisa y Gerardo cumplieron el ritual de
dejar los platos sucios en el fregadero y el anfitrión invitó a Elisa a tomar
café. Subirían a clausura donde estaba el teléfono y podría saludar al
Superior, que permanecía en la Clínica tras la intervención.
Aquello parecía lógico y ella aceptó,
algo más serena, después de haber llorado silenciosamente durante toda la
comida. En un pequeño recibidor estaba el teléfono, a través del que intentaron
establecer comunicación con el Padre Atienza varias veces, sin conseguirlo.
Mientras tanto, iban llegando los miembros de la Comunidad con alegres charlas
propias del tiempo navideño.
La lotería no había tocado, pero no
había que desanimarse. Sobre la mesa fueron poniendo variados dulces típicos de
aquel tiempo, que los seis miembros de la Comunidad, oriundos de distintas
regiones, habían recibido de sus familiares. Todos la obsequiaban con ellos, al
tiempo que comentaban recetas y tradiciones de sus lugares de nacimiento.
La sensibilidad de Elisa estaba a flor de piel y se
manifestaba en lágrimas igual por los hechos negativos, como podía ser la
ausencia del Superior, como por la amabilidad que aquellos frailes le
manifestaban, y volvió a anegarse en llanto incontrolado. Intentaron animarla
con los villancicos típicos, pero las lágrimas no cesaban. Alguien preguntó su
lugar de nacimiento, para obsequiarle con los cantos de su tierra, y cuando
sonó en el aire eso de: pero mira como beben los peces en el río, el caudal de
sus mejillas se convirtió en un torrente incontrolado.
Entonces surgió la idea salvadora: un cigarrillo, ¿quién
tiene un cigarrillo? Ella incapaz de articular palabra, negó con la cabeza,
ella no fumaba. Bueno, un rubio. Paco, tiene un Winston, pero aquellos hombres,
que, al parecer, observaban la regla de pobreza, no tenían rubios.
Oportunamente sonó el teléfono con la voz del Superior al
otro extremo, que se disculpaba por la demora, les felicitaba las Pascuas y
requería a Elisa para justificar su ausencia y prometerle una entrevista a poco
tiempo. Esta intervención secó el llanto de Elisa que, recuperado el habla, se
disculpó: "Estaba muy avergonzada, pero desde hacía algún tiempo le
aquejaba aquella incómoda manifestación de sus emociones. Sentía muy de veras
el mal rato que les había proporcionado, y prometía visitarlos en mejores
circunstancias. Pronunciaba estas palabras intentando sonreír, mientras con una
amplia mirada enmarcaba al grupo de perplejos religiosos que asentían
benévolos, y con medias frases intentaban quitar importancia a los hechos… Ya
se levantaba para despedirse y una última atención de Gerardo, la llenó de
agradecimiento: –"Sebastián, tú vas para la Catedral? Podrías alargar a
Elisa a la ciudad.
Ella ahora sonrió ampliamente: "Eso sería uno más de los
motivos de agradecimiento del día.
Sebastián, mientras se dirigía al garaje
en busca de un "Todo-terreno", tan poco cuidado como aquella casa,
fue deteniéndose en varios pabellones, donde se impartían talleres de
diferentes oficios, carpintería, fontanería, encuadernación, etc. Durante el
trayecto a la ciudad, le relató los orígenes de la Institución, le habló del
Fundador, del tipo de niños al que estaba orientado y de los recursos
económicos con los que contaban para tan benéfica labor.
Llegó, ya oscurecido, al ínfimo apartamento que había
alquilado con sus escasos recursos, repasó los acontecimientos del día con una
mezcla de vergüenza y humor, viniendo a comprender que, si bien no estaba
desarmada ante la nueva vida, tampoco debía considerarse invencible en las
batallas que tendría que librar en adelante.
Preparó una infusión de tila que tomó
muy caliente en un intento de entonar el cuerpo y el alma, y se metió en la
cama.
¡Mañana sería otro día!
Autora:
Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España