Velorio.

 

La palabra necrológica que se escuchó en la radio nos hizo parar de conversar.

En silencio miramos hacia el aparato como queriendo ver la cara del locutor.

 Dijeron el nombre de la persona fallecida y su edad.

Después de unos segundos mi esposa preguntó:

¿Esa no es la abuela de tus amigos?

Si, respondí, ya estaba muy viejita, le faltaban pocos días para cumplir 96 años.

Ella misma decía sonriente que Dios no la quiere por allá arriba, o que la tiene olvidada.

Los nietos fueron muy amigos míos en otros años, ahora estamos distanciados, además hace mucho que no los veo. Supongo que no será muy doloroso para ellos, estarán diciendo por fin se murió la pobre vieja.

Pasé el resto de la cena comentando y haciendo preguntas que yo mismo respondía.

Cuando se entere mi padre va a querer ir al velorio, porque él también la conocía.

Posiblemente irá mañana a la mañana antes de que se la lleven al cementerio.

Yo no voy a poder, justo tengo que trabajar, a lo mejor todavía estoy a tiempo para ir ahora después de comer.

Mi padre siempre hablaba del respeto y devoción que hay que tener con esas cosas.

Desde que éramos niños nos decía que había que saludar a los cortejos sacándonos la gorra.

Saludar al que se va con alguna reverencia, acompañar a los deudos y seguir las ceremonias en respetuoso silencio.

Tanto nos habló del tema que consiguió familiarizarnos con esas situaciones.

Ahora no sé qué hacer, puedo ir un rato en la última hora de la noche, Mañana no puedo.

Si no voy me perseguirá el sentimiento de culpa.

Otra vez habló Sandra, Bueno, tomá una decisión, yo no te acompaño, ya sabés que esas cosas no me gustan, hacé lo que quieras.

Dejé pasar unos minutos y me levanté de la mesa, me abrigué porque era noche de invierno y salí caminando en dirección a la cochería fúnebre.

Si bien avanzaba decidido mis pasos se hacían lentos y pesados, como si se resistieran, porque muchos pensamientos atravesaban mi mente, pero así, muy lentamente, finalmente llegué a la dirección indicada.

 Muy pocos autos estacionados, pensé que eran de los vecinos que vivían por ahí cerca, que ni siquiera pertenecían a gente allegada a la abuela ni a su familia.

La falta de gente fumando afuera y la ausencia de voces humanas, me daban una sensación de lo más extraña. Hasta sospeché que podía estar equivocado, pero seguí avanzando por ese pasillo de piedra que se me hacía ancho, frío, interminable. Al fondo otro salón más pequeño, pero mucho más confortable, dos puertas entreabiertas, las otras tres parecían bien cerradas, como si les hubieran puesto llave.

Me preguntaba cuál sería la sala que me pertenecía, a cual debería entrar yo…

No había nadie para preguntarle, ni se escuchaban voces. Allá arriba estaban los carteles con los nombres de los fallecidos, pero los ponen demasiado alto, no los alcanzo a leer.

Se me ocurrió saltar, dos, tres, cuatro veces y no llegaba, pero paré el ejercicio pensando que alguien del establecimiento podría reprenderme, diciendo no se puede hacer piruetas en sala de velatorio, sea más respetuoso, es usted un hombre grande.

Desde las dos puertas entreabiertas se escuchaban murmullos, como si rezaran, o hablando muy bajo al oído de alguien, no me animé a interrumpir, quise seguir esperando.

No había ninguna silla para subirme, vi las macetas con plantas que se lucían muy prolijamente, elegí una de ellas y la arrastré a la pared de los carteles, subí, pero solo me había elevado unos 30 centímetros, no alcanzaba a leer esas letras. Busqué la otra maceta y la levanté colocándola encima de la primera, lo lamenté por las plantitas que se estropeaban, conseguí trepar, ya estaba más alto… pero apenas pude leer el final, las palabras de más abajo decían tu familia.

 Con mucho esfuerzo me estiraba para leer los otros renglones y escuché un ruido muy feo debajo de mis pies. ¡La maceta, se está rompiendo la maceta de cerámica!

 Salté al piso y rápidamente me dispuse a acomodar cada cosa en su lugar, dejando la parte rota del lado de la pared, puse de nuevo la tierra con su correspondiente plantita, no se notaba el desorden que había hecho.

Los carteles seguían allá sin que yo consiguiera leerlos, no se a quién se le ocurre ponerlos tan arriba.

¿Pensarán que los disminuidos visuales no concurrimos a los velorios sin acompañante?

No era la primera vez que necesitaba leer un cartel colgado a esa altura.

Volví a sentirme discriminado, recordé las veces que me irrito cuando escucho hablar de la inclusión… y nosotres… y todes…

El sonido de alguien que tosía me hizo reaccionar y esperé unos segundos en silencio para ver si aparecía alguna persona, pero siguió todo igual, ya no se escuchaban las voces cuchicheando.

Decidí jugarme por una de las dos puertas y elegí a la derecha, la abrí un poco y asomé mi cabeza, el ruido de las bisagras hizo que los tres hombres allí presentes me miraran con mucha atención, quise preguntar, pero me abrazaron y repetían emocionados…

¡Mario, Gracias por venir! ¡Gracias por venir!

No reconocí las voces, ni me acordaba de haberlos visto alguna vez, pero me llamó la atención que supieran mi nombre.

El hombre me tomó del brazo y me acercó hasta el ataúd, sin ningún esfuerzo por bajar la voz se dirigió a la señora mayor diciendo: mamá, él hizo conmigo un curso de primeros auxilios, el que dictó la cruz roja hace como cinco años.

Por fin entendí de donde me conocía, ya estaba seguro de que no era ese el velorio al que yo tenía que concurrir, pero estaba adentro y los veía tan contentos y agradecidos que no me animaba a hablar.

Solo dije que el curso fue hace seis años y compartimos nada más que esos dos meses.

Respondió sonriente Claro, por eso te agradezco el gesto de haber venido hoy.

Me dejó con la viuda y se sentó con la otra mujer, después de unos minutos dijo fuerte:

Nosotros nos vamos, llevo a ella hasta su casa y vuelvo.

Quedé solo con la señora, los dos mirando el cuerpo horizontal, el de alguien que yo nunca había visto, estábamos uno de cada lado.

Sin que yo preguntara nada ella empezó a contar su vida con él, recuerdo que decía:

Nos conocimos a los 18 años, trabajó mucho, hace diez años le diagnosticaron cáncer, ya estábamos preparados para este momento, pero igual se lo va a extrañar.

Yo pensaba en el velorio de al lado y solo decía claro, claro, bueno, ánimo… y todo eso que se dice en esas circunstancias.

Después de hablar varios minutos me miró de frente y dijo con voz firme, ya vengo, espéreme aquí. Desapareció y me dejó solo, solo con el muerto, un hombre que yo jamás había visto.

Si me cambio a la sala de al lado la pobre señora va a llegar y no me va a encontrar, mejor la espero un rato más.

Caminé alrededor del ataúd, mirando a ese hombre con su pelo blanco y la cara bien pálida.

Alrededor mío había muchas sillas vacías, pensé que si una de ellas hubiera estado afuera, yo no estaría pasando por esa situación.

El silencio era profundo, nada se movía, nunca imaginé que alguna vez estaría solo en una sala con un muerto que no conocía.

 Miré las paredes, el piso, el techo, la cruz plateada con flores, el brillo de la madera del cajón, los pilares metálicos que lo sostenían y la pequeña llama de una estufa a gas, por fin algo en movimiento, era lo que producía el único sonido que podía escucharse ahí adentro.

Calculé que ya habría pasado alrededor de media hora, me dirigí a la puerta, le dejé el sonido de las bisagras y probé la puerta de al lado, estaba cerrada con llave, le eché un vistazo a las macetas y caminé raudamente por ese pasillo ancho y frío.

La calle estaba iluminada, pero vacía, no circulaban autos, eran las dos de la mañana, corría una brisa muy helada, caminé hasta mi casa intuyendo la expresión de mi esposa cuando le contase todo, escuchará atentamente y, entre risas comentará:

¡A vos siempre te tienen que pasar esas cosas!

 

 

Autor: Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.

marioisla@bariloche.com.ar 

 

 

               

                              

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