En la habitación de servicio de nuestra gran casa, dormía mi
abuelo.
Me encantaba estar con él, me contaba historias de antes.
Yo no sabía que en una época no hubo internet, televisión y que cada tanto
había un teléfono.
¿Cómo se vivía en esos años?
En el colegio me hablaron de los indios, así debía ser.
Siempre parecía conocerlo todo.
Lo que no sabía era que mis padres discutían mucho por él.
Con la edad, estaba un poco sordo y no escuchaba que mamá quería que papá lo
llevase a un geriátrico.
Los oí una tarde, mientras él me contaba como había comprado esa casa.
“Me costó juntar lo suficiente. Estaban construyéndola y cada día, antes de ir
a mi trabajo me quedaba mirándola”, -sus ojos le brillaban al recordar esto.
“Un día, junté todo el
dinero y la compré”. “Después la amueblé con lo mejor”. “Cuando tu abuela y tu
papá vinieron, parecía un palacio”, -siempre se emocionaba al llegar a esa
parte-. “Estaba tan orgulloso de darles lo que yo no pude tener...”.
Él no oía como discutían mis padres.
Es cierto, se olvidaba un poco de las cosas y a veces en vez de ir al baño
hacía pis en la cocina. La artrosis no lo dejaba caminar mucho y tenía mal
humor.
No entendí bien el motivo, cuando lo sacaron de su habitación y lo pasaron acá,
lloró todo el día. A mi me gusta más esta pieza, es chiquita, junto a la cocina
y es más calentita.
Qué sé yo, esas cosas de grandes.
Con mamá no se llevaban bien. Parecían perro y gato, pero por lo general, solo
la saludaba:
“Hola señora”, y volvía a su
cuarto.
Ni con papá hablaba casi, prefería comer solo.
Con migo se llevaba bien y contaba cosas tan raras...
¿Sabían que antes se usaba pluma y tintero? ¿Que había un señor que iba a tu
casa con la vaca para ordeñarla? Es más, no había muchos autos, la gente
montaba a caballo.
Siempre me acariciaba y daba besos. Decía que yo no tenía que ser como papá y
que cuando sea viejo tendré que seguir queriéndolo.
Yo creo que lo quiere, pero los grandes son tan complicados...
Un día papá entró a la habitación y puso toda su ropa en una valija. Lo vi
salir serio con mi abuelo que llevaba la foto de su mujer bajo el brazo.
Solo le dije chau, “los hombres no lloran”, -me dijo.
Yo no debo ser muy hombre porque se me cayeron las lágrimas.
“¡Don Pancho, bienvenido, lo esperábamos! -dijo la que habría la puerta. Él no
la saludó.
“Tenía un dolor tan fuerte
en mi alma...”, me contó.
“Esta será su habitación”, -dijo, y le presentó a otros viejos como él que
fueron tirados en ese lugar a esperar la muerte.
“Me saqué el sombrero que guardé en un placard y empecé a desarmar mi valija”,
–recordó.
“La foto de mi esposa no tenía donde colgarla, la dejé sobre mi mesa de luz”
-continuó.
“Me acosté y lloré. Ese es un permiso que los viejos podemos darnos. Llorar de
impotencia, ser como niños”.
Al llegar a este punto, se
preguntó: “¿por qué me esforcé tanto?, ¿por qué...? ¿Dios mío, solo tenemos una
vida?”, volvió a preguntar.
“Acá hay unas mujeres que nos ayudan, como creen que no oigo nada, una de ellas
dijo:
¡Si ni la familia los aguanta!“Quizás
tenga razón”, me comentaba.
“Veo apenas, puede que sea hora de que vivan los otros, yo ya estoy de más...”,
concluyó.
Autora:
Laura Trejo. Buenos Aires, Argentina.