En cuanto las señales luminosas del vuelo 608 Madrid-Rabat
desaparecieron de la pantalla los niños se desabrocharon el cinturón de
seguridad. Laura se puso en guardia. ¿Con qué cuerda podría atarles las alas a
aquellos pájaros para que no empezaran a revolotear de flor en flor dentro de
aquella jaula? No estaba dispuesta a que la vuelta fuera tan alborotada como la
venida.
—¿Tenéis bolígrafos en la
mochila?
Los niños tardaron más en
gritar ¡síii! Que en sacar un manojo de bolígrafos, bolígrafos de colores, cada
cual con su capucha, con coquetones letreros de propaganda, bolígrafos que
habían ido almacenando como auténticos tesoros para hacer rayas, círculos,
rombos… porque aquellos niños apenas conocían las letras, eran niños de arena,
de sol, de cactus: niños del desierto.
—Contad por escrito
vuestras vacaciones en España, dibujad lo que más os haya gustado, también lo
que menos.
Los cuadernos de argollas
empezaron a convertirse en mapas que sólo revelaban la existencia de los
amañados laberintos que separan el norte del sur. Mayem permaneció inmóvil,
ausente. Laura se acercó a descorrer la copiosa cortina de mechones rojizos que
le cubría los ojos para identificar a los duendes que se escondían tras ellos.
—¿Tú no tienes un boli y un
cuaderno?
Mayem aupó la mochila que
tenía aprisionada entre los pies y puesta sobre el halda le tanteó el vientre
hasta producirle un bulto rectangular que no parecía dispuesta a querer
extirparle.
—¡Vamos, escribe! ¿Lo has
pasado bien?
Mayem se despistó con los
berridos del rebaño que el golpe de tal cayada le desmandó en el redil. ¿Lo has
pasado bien…?
Mayem había llegado a
España con cuarenta y nueve niños más un atolondrado día de finales de junio.
Al sacarlos del avión los metieron en un autocar que los condujo a la ciudad
donde residían las cincuenta familias que se habían comprometido con la ONG a
brindarles toda su buena suerte hasta primeros de septiembre. Mientras que los
niños conjeturaban devorando paisajes con los ojos sobre los maravillosos
padres que les iban a prestar, Carlos, harto de dar vueltas con el coche,
pagaba con su mujer, la responsabilizaba de no conseguir un hueco donde poder
estacionarlo sin más.
—¿Quién te mandaría meterte
en estos berenjenales? Con lo bien que estaríamos en el río, cogiendo
cangrejos.
—Tú. ¿Ya no te acuerdas? Te
lo dijo Raquel, tu compañera de oficina, la hermana de Laura, que le hicieras
ese favor, que andaba loca buscando familias, y tú le dijiste que bueno, que me
lo dirías, y yo te dije que vale, que total, que qué nos costaba, que con las
sobras nuestras no comía un niño, que comían tres, que era una pena verlos en
la tele desnudos, descalzos, matándose entre ellos por una cáscara de plátano,
y que te fijaras en los García-Crespo, en lo bien que les salió el año pasado,
que había que ver las fotos tan lindas que tenían con Lalla, la morita que
tuvieron en casa.
Cuando llegaron a la parada se extraviaron en el ovillo de
matrimonios que se enredaba con los nervios de los que llevaban horas esperando
ante las puertas de unos grandes almacenes en su primer día de rebajas para que
nadie les quitara las gangas. Llegó el autocar. Los niños recogieron su
equipaje: un pañuelo con las cuatro esquinas unidas por un nudo. Intentaron salir
abriendo las ventanillas con la nariz. El conductor abrió la puerta sin detener
el motor. ¡Qué peste, qué olor! Razón tenía la enciclopedia cuando decía que en
el desierto no había agua. Los niños plegaron la nariz y desplegaron los pies.
¡Por fin viento, por fin calle! Era preciso volar en bandada hacia la puerta.
Laura, plantada en el primer peldaño con un papel en la mano, les cortó el
vuelo. Pájaros alborotados, pájaros silvestres, pájaros salvajes… pájaros
revoloteando siempre alrededor del horizonte sin conseguir remontarlo.
—¡Fuetani! ¡Fuetani!
—ordenó.
El niño plegó las alas y se posó a su lado. Lo miró sonriente,
satisfecha. Era el menos sucio, el más adecentado, y tan lindo y vivaracho…
—Rodríguez-Santos, señores
Rodríguez-Santos, —pidió, llamó.
Los Rodríguez-Santos se
acercaron y antes de que ella le tatuara la frente con un beso de carmín que él
se apresuró a inmortalizar con la cámara fotográfica lo examinaron de pies a
cabeza.
—¿Tiene alguna enfermedad? ¿Come de todo? ¿Duerme bien? Si tenemos
algún problema, ¿dónde nos dirigimos?
—Todos llevan una placa en
el cuello con su número de registro y mi número de información, pero vayan
tranquilos, no tendrán que molestarse, son niños duros, alegres, cariñosos,
como reza el contrato que firmaron con la resolución de la solicitud.
Para desprenderlo del ramo
de niños, tuvieron que arrancarlo a la fuerza.
—Te hemos preparado el
mejor cuarto del piso, y tenemos tele en el baño, y equipo de música, y
ordenador… —decía y decía ella tirándole de un brazo.
—Y el más moderno del
chalé, y hay piscina en la urbanización, y gimnasio, y pista de tenis… —añadía
y añadía él tirándole del otro.
—¡No te vayas, Fuetani, no
te vayas! ¡Vuélvete, por favor, vuélvete! ¡Ven, ven! No les hagas caso. Espera
a que nos dejen bajar a todos para irnos juntos, —imploraban, exigían los
niños.
—¡Qué lindo, qué lindo! A
ver si tenemos suerte y nos toca uno igual, —Se ilusionaban, se entusiasmaban
los matrimonios.
Sueños de humo, sueños de
paja, sueños que se enervan, que se rinden ante las órdenes de cualquier
viento. Los niños retrocedieron en piña, en piña se aproximaron los
matrimonios. Laura reanudó el concierto con ritmo, con alegría, y cada una de
sus coplas recibía el encendido aplauso de desacuerdos, resoluciones, reproches
y ruegos entrelazados.
—¡Dueila! ¡Dueila! ¿Quieres
dejar de jugar a esconderte y venir con tus padres?
Señores Martínez-Ramos,
¿pueden acercarse a recogerla? Es un cielo de niña, tan dulce como traviesa,
tiene nueve años, once hermanos, y lo único urgente es operarla de una hernia.
—Muy bien, muy bien, pero
como hay para elegir, preferimos cambiarla. Queremos llevarla a la playa y por
no andar de médicos…
—¡Qué cosas, qué cosas! Y
luego presumirán de hacer caridad.
—¡No te bajes, Glaili, no
te bajes sin nosotros que te llevan, que no te dejan volver!
—¡Mohamed! ¡Mohamed!
¿Quieres venir de una vez, o voy a buscarte? Te están esperando tus padres.
Señores Corrales-Trigo, ¿quieren cogerlo? Es un encanto de niño, tan noble como
revoltoso, tiene once años, nueve hermanos, y el defecto de la pierna no le
impide hacer una vida normal.
—Claro, claro, pero como
vale escoger, mejor lo cambiamos. Somos muy deportistas y por no cargárselo a
nadie…
—¡Qué pena, qué pena! Y encima
se las darán de solidarios, de buenos.
—¡Escóndete, Camel,
escóndete pronto que te cogen, que te llevan solo también!
—¡tú, Natu! ¿Cómo quieres
que te traiga, de la mano o por los pelos? Señores Martín-Ayuso, ¿les importa
recogerla? Es una joya de niña, tan alegre como impaciente, tiene ocho años,
ocho hermanos, y no hay más que empastarle las muelas.
—De acuerdo, de acuerdo,
pero como quedan para elegir, la cambiamos. Hay varias familias de dentistas
esperando y como en el seguro no entran más que las extracciones…
—¡Qué horror, qué horror! Y
luego serán capaces de empeñar la camisa para darle caprichos.
—¡No vayas, Alí, no vayas
que te cogen, que no te dejan volver!
—¡Lalla, Lalla! ¿Por qué
lloras? ¡Vamos, ven! Tú eres obediente, buena, y tienes que darles ejemplo a
los demás. ¿De acuerdo? Señores Muñoz-Morales, ¡rápido, por favor!, pueden
llevársela ya. ¡Miren, miren! Es un ángel de niña, tan dulce como linda, tiene
siete años, es la mayor de cinco hermanos, no tiene padres, sabe barrer y
fregar y no padece de nada.
—No se moleste en jurarlo,
basta con verla. ¡Vamos, preciosa, vamos! Vas a estar como en tu casa.
—¡Un momento, por favor, un
momento! Esa niña no pueden llevársela ustedes. Nos pertenece a nosotros. La
tuvimos el año pasado.
—¿Cómo?
—Como lo oyen. ¡Vamos,
nenita, vamos! Te está esperando Lalla, la perrita. ¿Te acuerdas?
—De eso nada. Nos ha tocado
a nosotros y se pongan como se pongan nos la llevamos. ¡Vamos, vamos! ¿Quieren
soltarla ya?
—De ningún modo. ¡Suéltenla
ustedes! Ustedes son los que tienen que soltarla, que dejarla libre. ¿Se
enteran?
—¿Que si nos enteramos?
Ustedes son los que van a enterarse ahora mismo. ¡Vamos, Lallita, vamos, vente
con nosotros que aquí no hay más que listos, listos y aprovechados!
—¡Pégales, Lalla,
muérdeles, dales una patada… haz lo que sea pero que no te lleve ninguno, que
son malos, que gritan, que pegan… que sólo quieren partirte los brazos para
separarte de nosotros!
—¡Aquí no hay más listos y
aprovechados que ustedes! Los niños no se sortean, se eligen. Y nosotros ya
advertimos en la solicitud que, o nos daban la misma, o no queríamos ninguno.
¿A que sí, señorita, a que lo hicimos constar?
—Los niños no se reservan,
señores García-Crespo, se adjudican, se asignan según los informes
psicológicos, y los responsables consideran que no es bueno que se encariñen
con una familia, que les conviene cambiar, que…
—Claro… claro… ya se veía
venir. ¡Pues adiós, que con su pan se lo coman!
—¡Un momento, por favor, un
momento! Tienen que llevarse la suya, la que le han asignado. ¡Musa, Musa!
¿Quieres venir enseguida? ¡Miren que cosa más linda, mírenla bien! Es un sol de
mayo.
—Pues que lo tome quien
tenga frío que nosotros echamos fuego.
—Sobra esta niña, esta niña
sobra. ¿Quién quiere llevarse dos? A ver… a ver… ¿Hay alguien voluntario? Que
levante la mano, por favor, que levante la mano. ¿Nadie? ¿No los quiere nadie?
¡Por favor, por favor! Dos niños a la una, dos niños a las dos, dos niños a las
tres. ¿Nadie quiere a Musa, no la quiere nadie? Pues silencio, por favor,
silencio, tengo que sortearla. ¡Miren, miren! Voy a pensar un número del uno al
cuarenta y cuatro, ustedes, de derecha a izquierda, por orden, me van diciendo
uno, el que más les guste, el que prefieran, y la pareja de quien dé con el que
tenga pensado…
—¡Qué vergüenza, qué
vergüenza! Nosotros nos la llevamos, pero con una condición: que el otro sea
aquel, el de los rizos de oro.
—¡Imposible, imposible! Ya
le hemos echado el ojo nosotros.
—¿Cómo que ya le han echado
el ojo? Desde que llegó el autocar llevamos ojeándolo nosotros.
—¡Toma, y nosotros!
—Y nosotros…
—Y nosotros también.
—Lo siento, lo siento, pero
ese tesoro es para quien se lleve a Musa. ¡Vamos, vamos! Son para ustedes. Pueden
llevárselos ya. Y de ahora en adelante cada cual va a coger el que le han
asignado.
—¡De eso nada! Si todos han
elegido, ¿por qué no vamos a elegir nosotros?
—Claro… claro… Si todos
tenemos los mismos deberes, todos tendremos los mismos derechos. ¿O es que son
ustedes tan informales que hasta para ayudar a un niño hay que tener enchufe?
—Tienen razón, señorita,
naturalmente que tienen razón, y se ponga usted como se ponga le juro por todos
los santos que aquí o jugamos todos o se rompe la baraja. Nosotros queremos
aquél. ¡Mire! El único que trae zapatos. ¿Lo ve?
Laura tiró el papel. ¡Que
coja cada cual el que quiera! Los matrimonios tomaron el autocar. Los niños
volaron a refugiarse en los asientos. El conductor abrió la otra puerta.
—¡Ese no, Tomás, que tiene
mocos! ¡Coge aquél, el que se esconde! Lo estuve revisando antes y a simple
vista no le faltaba nada.
—¿Qué te cojo, Carmina,
niña o niño?
—Lo que más rabia te dé
pero que no se orine en la cama. Pregúntaselo antes.
—¡Vamos, cari, vamos! ¿No
has encontrado otro más feo y escuchumizado?
—Sí, papi, sí, pero como no
subas a ayudarme soy incapaz de pillarlo.
—¡Juan Luis, Juan Luis! ¿Me
oyes? Que dejes ésa, que cojas aquélla. ¿No ves que es negra?
—Que no seas pesada, que no
es color, que te lo estoy diciendo, que es roña, y qué más te da lavar a una
que a otra si están todos para meterlos en remojo.
—¡Aquélla, Silvia, aquella
pelirroja, la del rincón! ¿No ves que nadie tira de ella?
—Claro… claro… porque es más
miope que yo, y con esas gafas, ya me dirás quién va a querer tenerla en las
fotos. Prefiero aquél, el de las mangas cortas. No será el más feo cuando todos
se lo disputan. Prepara la máquina que voy a ver si lo pillo.
—Ni se moleste, señora, ni
se moleste, ya tiene padres.¿Quiere dejarnos pasar?
—¡Aquélla, Silvia, coge
aquella que se rifan en el fondo, la de las mangas largas! Debe de ser
preciosa. ¡Vamos, corre, date prisa, que por lo que yo veo aquí el que no corre
vuela y camarón que se duerme…!
—Ni se le ocurra, señora,
ni se le ocurra, ya tiene padres. ¿Quiere dejarnos paso?
—¡Sube por la otra puerta,
Carlos, sube y ayúdame, que al final tengo que cargar con lo peor, con lo que
no quiere nadie, y luego las fotos…!
—¿Éste, Silvia, te gusta
éste?
—No, Carlos, que tiene
pecas.
—¿Ésta?
—Tampoco, que tiene granos.
—Éste?
—Ni pensarlo, que tiene
verrugas.
—¿Ésta?
—Imposible, que tiene
espinillas.
—¿Éste?
—¡Jesús! ¿Con esa
cicatriz?...
—Pues sigue buscando tu que
por aquí sólo quedan a cuadros o a rayas. ¡Chao! Abajo te espero, con la
máquina.
Y siguió buscando, y todos
tenían en la cara algo incompatible con una foto para el recuerdo, y en el
último recorrido por el autocar se topó con los ojos de Mayem.
—Se han ido todos, me han
dejado sola. ¿Quieres llevarme contigo? Seré buena, me lavaré todos los días,
no me iré de casa sin permiso, y si me das una olla a presión para la jaima de
mi madre, te daré el collar de dátiles que ella me dio para quien me la diera.
Y le ofreció una mano
mientras con la otra le quitaba las gafas para que el clic de la cámara de
Carlos no la sorprendiera con ellas puestas.
Las señales luminosas del
vuelo 608 Madrid-Rabat seguían ausentes de la pantalla. Los cuadernos de
argollas se llenaban de teléfonos que hablaban, de grifos que daban agua, de
frigoríficos repletos de comida. Mayem seguía descarriada. Laura trató de
orientarla, de devolverla a la realidad.
—¡Vamos, Mayem, vamos! Te
duele dejar a tus padres, ¿verdad? Han sido tan buenos contigo…
Carlos y Silvia, Según el
informe que los psicólogos de la ONG habían redactado a tenor de los datos de
la encuesta que el matrimonio les había remitido cumplimentada a vuelta de
correos, habían cumplido con el contrato. Mayem disponía del coquetón cuarto de
módulos claveteados de su hija Marta, a la sazón estudiante de inglés en
Londres, tenía el armario lleno de ropa, comía cuanto quería a las horas y
entre ellas lo que le apetecía, la habían llevado al pediatra, la llevaban al
parque, al Makdonald.s, al pueblo… y la querían, la querían mucho, la querían
aunque habían tenido que cubrir con una sábana el retrato de Marta que
embellecía el salón porque cada vez que entraba y salía le escupía en la cara,
porque era una niña buena, muy buena, pero un poco envidiosa y un mucho
rebelde. Silvia había telefoneado a todas sus amigas. Dadme la ropa chica de
las niñas. Cualquier trapo vale un dineral y para que luego ni se lo laven… Y
Mayen en lugar de entusiasmarse entre chándares, falditas y vaqueros
impecables, los olía y los tiraba al suelo. Sólo un día que vio salir del saco
de la ropa usada un vestido de seda en un azul que apenas podía abrirse paso
entre las mariposas de colores que revoloteaban por él con su etiqueta y todo
se vistió sin llorar y se puso a bailar delante del espejo. Telefoneaba a sus
suegros un día sí y otro también. Esta noche tenemos la cena de las quinielas,
mañana tengo que ir con mi hermana a rehabilitación, el sábado se casa mi
prima… y os la llevo para que no se aburra, para que juegue. Pero Mayem se
pasaba las horas huyendo de los abuelos que decían que a santo de qué tenían
que pagar ellos sus caprichos y persiguiendo a los niños para quitarles la
bici. Sólo el domingo que fueron todos de merienda al campo corrió como una
loca entre los árboles y ni miró los balones de los demás. Carlos volvía
cargado de globos de colores, de gominolas de distintas formas y tamaños, de
camisetas de propaganda… pero Mayem en lugar de disfrutar de todo se lo
arrebataba de las manos y corría a esconderlo en la mochila que Silvia tuvo que
comprarle un día en el súper para que no la robara. Sólo la noche que la
sorprendió con una muñeca de lazos que se encontró en la calle la cogió, la
besó, la abrazó, y no volvió a soltarla, y se acostaba con ella, y con ella se
levantaba, y dejó de orinarse en el colchón, y cuando se creía sola le
suplicaba al oído que no se rompiera, que tenía que llevarla a su jaima, para
que la vieran sus hermanas, para que jugaran con ella. Para despedirla
invitaron a cenar a parientes y amigos. Silvia puso el mantel bordado, sacó la
vajilla china, compró una tarta con una vela por cada semana que había pasado
con ellos y Carlos hizo fotos, muchas fotos. Pero Mayem en lugar de pagarles
con su alegría se metió en su concha y entre dientes le susurró a la muñeca que
no la querían, que estaban contentos porque se iba, y corrió a hundirla entre
los achiperres de la mochila. Sólo a la hora de los regalos les sonrió. ¡Qué
egoístas son los niños, qué egoístas! Los abuelos le regalaron unos pendientes
de mentiras verdes con los que se creyó Cenicienta en el baile de palacio;
ellos, la olla a presión para su madre. Así se abre, decía Silvia. Pero ella
sólo tenía ojos para contar los billetes que los invitados iban metiendo en ella.
Así se cierra, decía Carlos. Y mientras ella volaba a esconderla en la mochila,
todos le repetían que no se la enseñara a los demás niños, que ni a Laura le
contara lo que llevaba, y que le dijera a su madre que antes de ponerla al
fuego la vaciara, que no eran lechugas de España, que era dinero para comprar
cosas.
En cuanto las señales
luminosas del vuelo 608 Madrid-Rabat volvieron a aparecer en la pantalla los
niños guardaron los acusadores mapas y se abrocharon el cinturón de seguridad.
Mayem no quería volver al redil. Laura, más desconcertada que impaciente, trató
de orientarse, de ubicarse en la realidad.
—¡Vamos, Mayem, vamos!
¿Cuántos juguetes te han regalado tus padres, a qué han jugado contigo?
Y Mayem volvió a aprisionar
la mochila con los pies, se puso las gafas que Silvia le devolvió en cuanto
Carlos le hizo la última foto en el autocar, la miró fijamente y aclaró sus
dudas con un lacónico “A ser buenos”.
Autora: María Jesús Sánchez Oliva.
Salamanca, Españamjsanchezoliva@gmail.com