El flagelo de la vida.
Esto ocurrió en el opulento hogar
de Juan y Paula…
Era domingo, el reloj marcaba las
tres de la tarde, y Andrés, el hijo mayor, adolescente, aún dormía en su habitación.
Sus padres habían almorzado con sus dos hijos menores, Fernando de ocho años y
Silvia de seis.
Cada uno se preparaba para sus
individuales paseos festivos.
Juan iría a la cancha de fútbol,
Paula llevaría a la pequeña a casa de su madre, para luego pasar la tarde en la
pileta del club con sus amigos. Fernando por su parte, aún no decidía dónde ir,
pero luego que sus padres y su pequeña hermana se retiran, toma rumbo a la
ciclo vía en su bicicleta nueva, para encontrarse con otros niños del barrio.
Andrés seguía durmiendo
despreocupado de la realidad, hasta casi el final de la tarde, pues había
regresado del boliche bailable, a las once de la mañana, pasado de drogas y de
alcohol, como acostumbraba todos los fines de semana.
Entrada la noche, Fernando es el
primero en regresar al hogar, saluda a su hermano mayor con un ligero –Hola
Andrés, ¡te levantaste por fin!- Se da un baño, y se sienta en la computadora,
haciendo tiempo, mientras espera a los demás.
Cuando todos los integrantes de la
familia ya estaban de regreso en la casa, mamá prepara la cena muy apurada, con
latas y envasados. El postre sería helado, que estaba almacenado por kilos, en
el refrigerador.
Todos se sentían muy cansados ese
feriado, no hicieron sobremesa, cada uno terminó su comida y rápidamente
huyeron a sus aposentos, pues al otro día, ya comenzaba otra semana de gran
trajín.
Los padres estaban tan ocupados en
sus tareas cotidianas durante las jornadas laborables, que no tenían el
suficiente tiempo para observar las conductas de sus hijos, escudándose en la
confianza los dejaban hacer, les compraban lo que pedían, les cumplían sus
gustos y ocurrencias, para que sean niños felices, los dejaban ser libres.
En esta cómoda posición, el día
jueves de esa semana, Andrés, cumplía sus jóvenes dieciséis años. Saldría a
festejarlo con sus amigos, pues su familia estaría ocupada en sus quehaceres de
jornada completa.
Antes de irse a su trabajo, mamá
deja en su mesa de luz, como único regalo, un sobre con bastante dinero para
sus gastos y otros gustos.
Andrés concurría a un colegio caro
y de gran estatus, al igual que sus hermanos menores, pues sus padres estaban
en muy buena posición económica.
Era día de clase, por lo tanto fue
un rato al colegio, allí se encontró con su grupo, con los que decidieron ir a
un boliche de moda para festejar en la noche, al finalizar la clase.
Con el último timbre, salieron
apurados del salón, alborozados fueron hasta un bar cercano, haciendo tiempo,
pues era temprano aún, el boliche abrirían en la noche tarde.
Algo de comida, y luego bebida a
discreción, porros, cocaína y todo para borrar del conciente, los concientes.
Tanto Andrés, como sus amigos,
tenían historias parecidas, vivían vidas apresuradas, probando a corta edad en
demasía los vicios, con ningún control de sus mayores. Por lo tanto, se creían
dueños del mundo y la realidad.
Esa noche los padres de Andrés,
alrededor de la una de la madrugada, ya en el lecho matrimonial, Juan pregunta
a su esposa, quién se retiraba el maquillaje frente al espejo de su tocador
-Amor ¿qué le regalaste a nuestro hijo?- A lo que Paula responde -¡Dinero! le
dejé un sobre con suficientes billetes, para que festeje con sus amigos, como
siempre, y no lo desperté, hoy puede hacer lo que desee.
Juan, algo incómodo insiste -¿Dónde
irían a festejar?-
Esto provoca molestias en Paula,
quién alzando la voz, responde con vehemencia a su esposo -¡No lo sé! ¿Qué
tanto te preocupas? ¡Si todos los años es igual! ahora quiero descansar, mañana
le preguntas y ya-.
Y con gesto en pugna, ocupa su
lugar en la cama, acomoda su almohada, da la espalda a su esposo, y apaga la
luz.
Llega el nuevo día con persistente
y molesta llovizna. En apurados movimientos, cada uno se levanta, desayunan lo
que alcanzan, toman cada cual sus pertenencias y raudos parten a sus
ocupaciones…
Los padres a su trabajo, y los dos
hijos menores al colegio.
Andrés no se levantó y antes de
correr hasta el auto, su padre va al dormitorio de su hijo, abre la puerta, y
con desagradable sorpresa, ve que el cuarto está vacío.
No hace comentario alguno para
evitar que su esposa vuelva a molestarse.
Pensó -¡Se le habrá hecho tarde en
sus festejos!-
El hogar queda vacío.
La jornada transcurre tranquila.
Al terminar la tarde la casa los
recibe en silencio.
¡OH! sorpresa Andrés no ha
regresado.
Comienzan las preocupaciones.
Llamadas a uno y otro lado
Preguntas sin respuestas.
La desesperación crece
Hay denuncias, hay corridas, hay
lágrimas, hay impotencia.
Ni la policía, ni la impaciencia de
sus padres, ni la justicia, ni el desaliento de sus hermanitos, ni la pesquisa
de sus amigos, quienes estaban convencidos, que habría ido a descansar, a la
salida del boliche, en altas horas de la madrugada, como lo habían hecho ellos…
Nadie sabía deducir su paradero.
Fue noticia en las radios, fue
noticia en las pantallas televisivas del país y del mundo. Sobraban
suposiciones del periodismo. Se llenaron las calles de familiares, vecinos,
amigos y adeptos implorando su regreso. Cielo y tierra movieron sus padres, cielo
y tierra por días, semanas, meses.
Sus fotos irrumpieron en las
aceras, mil carteles con la imagen de Andrés flameaban al igual que banderas,
por las atoradas avenidas principales. Muchas pintadas violentaron los muros de
la gran ciudad.
Y así fue como personas de lugares
muy distantes, conocieron al joven desaparecido.
Todo un pueblo lamentó su ausencia.
Todo un pueblo comentó las bondades
de Andrés.
Andrés, Andrés, Andrés.
A pesar del cuantioso dinero, que
Juan y Paula, emplearon en su búsqueda…
Andrés no encontró el camino de
regreso a su hogar.
Nadie pudo hallar su rastro.
¡Nadie!...
¡Nadie!... a pesar de la
interminable agonía de la espera.
Autora: Clara Sofía Santana Miranda. Paraná, Entre
Ríos, Argentina.