Como acuarelas.
Parece extraño
hablar de acuarelas, pero fue precisamente un acuarelista quien me hizo
comprender que un relato muestra en breve unidad la forma de un sentimiento íntegro
y bello. Estas acuarelas de aula no son bellas por la manera en que yo las
“pinto”, sino porque su contenido muestra hermosas criaturas humanas. ¿Por qué
las vivifiqué? Pues porque no quería que murieran conmigo, testigo maravillado
de la belleza de esas pinceladas que fueron muchos de los niños y jóvenes que
la hermosa profesión de la docencia me confió por un tiempo. Ahora, ahora que
mi tiempo es de rumia, de proyectos distintos, los que fueron mis alumnos
regresan desde antiguas primaveras, transformados por el despliegue de su
destino y por el amor que en el mío los hace diferentes de su carnalidad
palpable en el afecto de maestra, pero ciertos en la carnalidad de la memoria
que, como ayer los siente próximos. Mi tranquila ancianidad les debe mucho: son
retazos de ser que me renuevan el perfume de mi elección certera. Si los
acompañé entonces, hoy son ellos los que me acompañan; si algo de mí les
entregué, ahora son ellos quienes me dan la fuerza para imaginar un mejor
futuro para cada niño ciego que crezca en este mundo difícil y complejo. Quedan
en mis pinceles otras “acuarelas” que pugnan por andar su vida de recuerdo
encarnado. Si estas que van hacia ustedes son acogidas con benevolencia, irán
también a buscarlos, claro, en otros números de nuestra revista.
ACUARELAS DE AULA
Como tantos traía el sur en los zapatos. 8 recién cumplidos. Fruta
pequeña, seguramente níspero porque era áspera y prieta su dulzura. Habían roto
su mundo. Una sola razón hacía que aceptara estar donde habían decidido que
estuviera, pero, ¿cómo saberlo, cómo saber cuál era esa razón tan honda y
clara?... Nada la entusiasmó, nada quería, en vano puse entre sus manos los
juguetes más lindos, las texturas más suaves, su puño estaba allí tan prieto
como su desolado corazón de niña. Me di por vencida. No quería estar en ninguna
silla. “Bueno, le dije, sentate en el suelo”. Al lado del armario, un armario
que tenía las puertas abiertas. Acaricié sus trenzas y seguí dando mi clase,
con un nudo en el alma, prieto como su corazón de niña, sí, pero que no era un
níspero, era una piedra dura, dolorosamente redonda como el carozo escondido en
la fruta, pero sin posibilidad de germinar. De pronto, me sorprendió su voz:
“seño, ¿qué’s’sto tan bonito?”. La encontré en posición de flor de loto con un
libro abierto sobre sus piernas. El pulgar levemente doblado hacia dentro, tres
dedos como pétalos y el índice reptando sobre los renglones del código braille,
en la posición perfecta que requiere la lectura. “¿Esto pa’qué’s?”. “Para
leer”, le dije. “Léame algo pa´ver si es cierto”. “¿Y yo también vi aleer?”
“Claro, a eso viniste”. “Sí, seño, pa’eso ei veniuo”. Supimos las dos por qué y
para qué había aceptado que la desterraran de su mundo de flores y de pájaros.
Vivaz, alegre a veces, con silencios enormes, con enormes palabras. ¿Su
ceguera? Una noche su padre y sus amigos, farra en el rancho, mucho vino,
jugueteos con un cuchillo y una niña de un año cayendo de la cuna y un puñal
rompiendo para siempre su mirada.
Se acostumbró a nosotros, aprendió a querer la escuela que ya no
era un encierro sino un lugar de juego. Nos enseñó a amasar, prolijos sus
panes, segura en las indicaciones que nos daba. Al año siguiente se abrió una
posibilidad en su pueblo, vino a despedirse porque iban a integrarla en una
escuela común. Lloró llanto de níspero áspero, no muy dulce esta vez, sequé su
carita con mi pañuelo y me preguntó si podía llevárselo, “así tengo su olor”
–me dijo. Al año siguiente regresó a la escuela. No había logrado integrarse.
Dos cursos transcurrieron. Se creó una escuela para ciegos en el sur. Pugna,
recia y sucia pugna de instituciones. “No nos quieren entregar los alumnos”,
decían los directivos del sur. “Nos quieren quitar los alumnos”, decían en la
escuela de aquí. Y entonces, la decisión: “que se vaya, pero no le damos
material, allá no tienen y no se lo van a poder comprar”. Yo tenía dos
punzones, uno fue para ella; una de mis compañeras, Ruth, sacó papel del
depósito; mi esposo me llamó y me dijo: “¿no podés traerte una pizarra ‘prestada’?
La tuya se ha perdido, ¿no”? La pedí y se la di a mi niña níspero. “No me la
puedo llevar porque no vi a venir a devolverla”, -afirmó. Le dije: “es tuya”. Y
su respuesta fue: “No l’aí pagao”. Se llevó la pizarra ante mis ruegos y lloró,
con un llanto que ya era de mujer, níspero helado y le presté mi pañuelo y no
lo quiso. “¿Cuántas veces más me lo va a dar, o nunca más vamos a
encontrarnos?”, -protestó. Está en el sur, dicen que con el pelo desgreñado,
cuidando los sobrinos, triste y sola y yo recuerdo su honradez... “Ya pagaste,
Anita, la deuda es nuestra”.
Autora: Lic. Margarita
Vadell. Mendoza, Argentina.