Al mes de Octubre.
Octubre
se apoltrona en su oscuro escabel de terciopelo.
Sus
horas vespertinas rinden culto a la tradición arraigada, en tanto la pertinaz
llovizna exterior invita a degustar castañas asadas en el horno de leña.
Sí,
efectivamente; mi madre ha encendido ya la lumbre. El humo asciende encajonado
entre las tapias del corral, como por la garganta de un diablillo pilluelo. Se
va diluyendo.
Ha
tenido que apartarse del camino el ínclito y ubérrimo Mayo, época en que hay
que deshollinar la chimenea. Si mayo no hubiera venido, las paredes de nuestra
casita se verían apestadas por una humareda espesísima. Y también la baja
techumbre.
¡Oh
mi madre! Eso de refrescar la acera manoteando dentro del cubo de agua, no
resulta ahora tan preciso. Saboreo el olor a tierra mojada, perfumando la
brisa; como durante el estío la aromaba el olor a heno.
Me
está pareciendo que a octubre le falta un cierto toque maternal afectivo, el
que rezuman sus meses con BR hermanos de leche.
Por
eso se me figura como amputado, como que necesita con urgencia una prótesis
todavía no descubierta por la medicina, ni tampoco en la ortopedia de las
eufonías.
Cuando
pronuncio este vocablo con delicadeza, enfatizando el acento de la sílaba
tónica, me produce cierto temor, algo de miedo infantil; sí, como que surgen en
mi cuarto los espectros para mí irreconocibles.
Sí,
me acomete una sensación lúgubre, si es que yo puedo describir tal sentimiento.
Como cuando imaginaba deambulando por mi cuarto extrañas siluetas cuyos nombres
siempre acentuaban la U
Otros
idiomas han evolucionado reemplazando esa vocal por la intermedia, también
profunda pero menos avasalladora.
Creo,
no obstante, que estas sensaciones no resisten al misterio del otoño, porque es
evidente que es el primer mes que se sumerge completo en sus aguas ya
procelosas.
Octubre
es como un interminable tren nocturno, que transporta por los raíles de la
monotonía todos los propósitos y buenas intenciones que su compañero antecesor
le ha confiado mediante los diversos, numerosos, atestados correos.
Todas
las estaciones de su prolongado recorrido surgen idénticas: solitarias,
deshabitadas; sí, también lúgubres.
Ahora,
pues las ventanas suelen permanecer atrancadas por la noche, apenas se oye el
tren de madrugada desde mi casa.
Este
largo convoy es símbolo de la actividad compleja e indefinida, habitual, sin
descanso.
Hemos
variado el escaparate de la frutería, con productos propios de tal periodo.
Pero la tendera me confirma que aún no hay por aquí naranjas nuevas, salvo las
primeras que son muy agrias todavía.
De
vez en cuando me asaltan recuerdos de alguna inundación en tal ciudad o
comarca. Sin embargo, el río de mi pueblo, que durante el verano apenas trae
agua, aún no logra despertarse con alguna crecida, consecuencia del
avasallamiento de estas nubes, las nubes de octubre.
Claro,
a veces me acomodo en el taburete junto al fogón encendido, y también acuden a
mí las evocaciones:
Un
día de octubre debí perder la visión, me afiliaron, comencé a aprender el
braille. ¡Vaya, que el grupo Br sigue dando juego…!
Bueno,
octubre quizá albergue algún secreto íntimo que se ha quedado en las cumbres
nevadas del Kilimanjaro. Es que me resulta muy bello este topónimo, que además
me evoca una canción francesa de los años sesenta.
¿Alguien
se ha imaginado que todo el año fuese octubre? Yo le califico como el mes de la
experiencia, de la evocación, del ritmo pausado, del sonido dulcísimo de los
violines, como decía el poeta francés Paul Verlaine, en versos que aún recuerdo
de mi época de estudiante, algo parecido a esto:
“Los
largos sollozos de los violines del otoño
Hieren
mi corazón con una languidez de monotonía”
¡Oh
las lecciones aprendidas en los textos de geografía! Mi pueblo sufre, según
éstas, nueve meses de invierno y tres de
infierno. Pues definitivamente octubre nos ha rescatado del infierno.
Así
que corresponde mudar el armario y aprovisionarse de ropa de abrigo. Si no lo
hacemos, nos arrollará el proverbio popular, ya en sus postrimerías: “Por los
Santos, la nieve en los campos”
De
todos modos, el día que no se nuble, traerá consigo la Incertidumbre en muchos
campos de la existencia humana, que son los campos de labranza.
Así
que Incertidumbre del clima, con eso de las ciclogénesis explosivas; Incertidumbres
sanitarias, que este año nos anegan el espíritu; Incertidumbres que acaso nos
lleven también al mundo de la poesía, de donde suele venir un rayo de
esperanza.
Lo
que voy a decir es una simpleza: yo le nombraría “octumbre”, sin rechazar las derivaciones
de ubérrimo, término que aprendí un día en el poema de Rubén Darío. Aprecio un
desliz como vulgar en la pérdida de la nasal labial, que sus congéneres llevan
a gala.
La
vocal tónica sería más tierna y afectiva siguiendo a la oclusiva dental sorda.
Porque Junio y Julio también la acentúan, pero no con tanto ímpetu apoyado en
esa T de “Toma, para que tú te enteres”.
¿No
os complace, como a mí, una M precediendo a la B? Es que este delicado grupito
aporta una inocencia, un candor, un cariño maternal, un balbuceo lleno de
ternura…
Ya
sé que estas invocaciones al espíritu pueril no son muy compatibles con lo
apuntado acerca de la experiencia, pero a menudo se entrelazan, desconozco si
es para bien o para mal.
¡Bendito
sea todo el mes de octubre, porque sin él no habría tiempo para la serenidad!
Soneto
Y
distas del periodo navideño,
Cual
del calor y el júbilo estival;
Como
el número del mes tu radical,
Como
la cumbre, del fugaz empeño.
Tú
aprovisionas de carbón y leños
Para
la lumbre del modesto hogar.
Y
un aura de misterio ha de rondar
Cada
historia sin códice ni dueño.
Se
abre el cielo en ruidosas cataratas.
Solitaria
solloza la arboleda,
Aturdida
en la orgiástica tocata.
Alivias
tu monotonía queda,
Al
sabor de la hispánica serenata.
Octubre
del castaño y de la seda.
Autor:
Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.