En
un planeta que los científicos han ignorado se agrupaban países tan
maravillosos como el de los lagos, el de los jardines, el de los volcanes… y en
ellos ocurrían cosas tan fantásticas como ésta que ocurrió en el de los
bosques.
En
uno de los bosques del norte se criaban como por ensalmo bambúes, hayas,
sándalos y mil especies de árboles que producían las más valiosas maderas del
planeta. Tal era la abundancia y belleza de éstas que muchos de los hombres del
pueblo más próximo eran carpinteros, y con igual arte hacían los sencillos
muebles de las casas de los obreros que los lujosos del palacio del rey. Los
únicos habitantes del bosque eran los animales salvajes, pero esto no suponía
peligro alguno, estaban tan familiarizados con los carpinteros que unos y otros
convivían como buenos amigos, como hermanos incluso.
Un día, antes de
salir el sol, llegaron al bosque todos los carpinteros. Tenían prisa por talar
una de las hileras de cedros para hacerle el tálamo nupcial a la princesa que
estaba en vísperas de boda con el príncipe del país de las cuevas, y para
ahorrarse el tiempo de saludar a los animales, optaron por no despertarlos con
un silbido. Pero de repente barritó el elefante y todas las fieras acudieron
para avisarles de algo muy extraño:
—Ha
venido el hada diabólica y se ha hecho ama del bosque —dijo el tigre cuidando
de no hablar a grito pelado.
—Nos ha exigido
construirle un castillo en el tiempo que separa dos albas seguidas —dijeron los
pájaros carpinteros al unísono, sin fuerzas para repetirlo.
—La
han expulsado de todos los bosques del este y del oeste —dijo el zorro con la
seguridad de quien conoce al dedillo todos los dimes y diretes del país.
—Ya
veis si me huele a veneno que yo no la quiero ni para una cena después de un
ayuno de ocho soles con ocho lunas —dijo el lobo sacando el pecho con todos sus
humos.
Y el
elefante, que metía la trompa hasta debajo del musgo de las peñas, les espetó:
—No
son cuentos de fieras para asustar a los hombres. Ni mucho menos, queridos
amigos, el hada diabólica es tan perversa que vuestros hermanos no le han hecho
trono en ningún bosque y está que bufa de envidia hacia todas las hadas. ¡Huid,
por favor, huid de inmediato! Me da en la trompa que utilizará sus endiablados
poderes para que vosotros se lo hagáis aquí y os aseguro que ni el búfalo
quisiera estar en vuestro pellejo.
Pero
los carpinteros, creyendo que sus temores no eran más que un exceso de cariño,
explotaron en un alud de carcajadas.
—¡Jajajajaja ! Nunca es tan bravo
el toro como se dice —dijo uno atusándole la melena al león.
—
¡Jajajajaja! Cuando vea nuestras herramientas será ella la que huya de nosotros
—dijo otro poniéndole a la pantera delante de los ojos los dientes de la
sierra.
—Si
no lo veo, no lo creo —comentó uno de los más bromistas—. ¿Cuándo se ha visto
que los buitres se asusten de las moscas?
Y el
más enjuto de todos, tirándole al oso de las orejas, cerró el paréntesis.
—
¡Vamos, vamos! ¿A qué esperáis? Vivid en paz y ayudadnos todos a tumbar estos
cedros que un zarpazo hace más que mil hachazos.
Al
día siguiente el hada diabólica convocó a los carpinteros y una extraña fuerza
les hizo comparecer a todos.
—Soy
el hada de este bosque y vosotros seréis mis siervos —les espetó sin más—.
Separaos en dos grupos. Unos id a talar todos los arces para hacerme el trono,
otros id a excavar la tierra hasta que halléis una mina de diamantes para
hacerme la corona. La primera alba de primavera celebraré mi coronación y haré
venir a todas las hadas del país, a las que quieran y a las que no quieran,
tengo que verlas a mis pies muertas de envidia. ¡Hale, volad como el viento!
Sólo tenéis de plazo los ocho soles y las ocho lunas que quedan de invierno.
Los
carpinteros le dieron al miedo con la puerta en las narices y todos a una se
rebelaron.
—La
madera de estos arces es el pan de nuestras familias —dijeron con la cabeza
bien alta—, y nosotros, “señora”, ni por oro servimos a hadas tan perversas
como usted. Así que ¡hale!, váyase por donde ha venido que aquí, quien no viene
en son de paz, es siempre mal recibido.
Tal
fue la cólera del hada que de un salto se subió en la torre del castillo y
alzando su vara mágica profirió esta maldición:
—¡Huid!, árboles
del bosque, ¡huid! y con vuestras ramas, troncos y cortezas haced en los
cuerpos de estos carpinteros y en los de su parroquia, sin respetar edades,
clases y sexos los muebles que ellos hicieron con las maderas de vuestros
hermanos, pero ¡atención, muchísima atención!, dejadles abiertos de par en par
los cinco sentidos del cuerpo y los que tengan del alma. Dio un resoplido que
hizo temblar cielos y tierra y el bosque quedó arrasado, tan arrasado que más
que un bosque parecía un océano de piedras y barro.
De
los árboles desaparecieron hasta las huellas de sus centenarias raíces. Las
bestias lloraban de pánico al oír las risotadas del hada diabólica mientras
contemplaba el espectáculo. Ni los ojos de los animales ni los ojos de los humanos
habían visto jamás algo tan terrible. Acá, un carpintero, era una cama; allá,
otro, era un armario; acullá, varios, eran cómodas. Y simultáneamente la
maldición cayó sobre todo el pueblo como un diluvio de pez. Unos eran sillas;
otros, bargueños; muchos, mesas. En la escuela los alumnos eran pupitres y la
maestra una mesa rectangular. Las amas de casa en las cocinas eran de todo:
alacenas las altas, banquetas las bajas, morteros las gordas, espátulas las
flacas… En la taberna era mostrador el tabernero y los parroquianos altiricones
taburetes. En la abacería el abacero era cajón de cuartos, le pilló la
maldición abriendo el suyo para dar una vuelta y en tal se convirtió, y las
parroquianas eran cajas de legumbres, barriles de escabeche, cubetas de aceitunas…
cada una adquirió la forma del recipiente que tenía más cerca. En los lagares
eran cubas los vendimiadores, cubas más altas, cubas más bajas, cubas más o
menos panzudas, pero cubas. En el campo los labradores eran de todo: cribas,
arados, trillos, hoces, palas, carros, azadas, azadillas y azadones. El barbero
era mango de brocha de afeitar, sufrió la metamorfosis enjabonándole las barbas
a un forastero y en mango de brocha se quedó sin remedio, y el forastero que lo
vio sin poder separar la barbilla de la bacía, se volvió al instante sillón de
barbería. En la iglesia el cura era atril, el sacristán, puerta de sacristía,
los monaguillos, reclinatorios, los fieles, bancos. El zapatero era un cepillo
y una guitarra era el músico. Una artesa era el panadero y el pastor era una
cayada. El paragüero era el mango de un paraguas y el mango de un cuchillo era
el afilador. En el río, las lavanderas más jóvenes, se tornaron en tablas de
lavar y en tajuelas las de más edad. Los amos se volvieron cuencos, tablas de partir
jamón, varales de longanizas… y las criadas y los criados cucharas y tenedores.
El lechero, un hombre tan ágil como rechoncho, se transformó en un par de
zuecos, como el vaquero, como el cabrero, como el porquero, como el pastor…
como tantos otros. Y el notario y su mujer se volvieron por orden y
respectivamente pluma y tintero.
Pero
todo lo dicho no son más que meros ejemplos, naderías comparado con la
realidad. Las novias se volvieron bastidores, carretes de hilo, alfileteros…
Los novios marcos de ventanas, pipas, flautas… La estanquera se quedó en
colillero y el estanquero en petaca. Las abuelas eran husos, los abuelos
cachavas, las nietas marcos de espejos, los nietos varas de varear colchones,
la modista un dedal, el sastre una gaveta, los zagales yugos, el matarife un
mazo, el aguador un tonel… y hasta en el concejo los ediles se volvieron
escabeles, el recaudador arca municipal cuerno el alguacil y el alcalde un
señorial bastón de mando.
Imaginarlo
ahora puede resultar divertido, pero verlo entonces fue algo espantoso. Un
roro, transformado en cunita, lloraba y lloraba de sueño, pero su madre, vuelta
cabás, no podía mecerlo porque se le habían quedado las manos y los pies
dentro, y ambos se pasaban los días y las noches sin pegar ojo, siempre intentando
dormir y siempre despiertos. Un anciano, con figura de baúl, tenía que andar a
gatas, como de niño, como antes de aprender a andar, pues, por más que lo
intentaba y por más que le ayudaban sus nietos, era incapaz de ponerse en pie y
asir la garrota. Un grupo de niñas, convertidas en sillas, intentaba jugar al
corro, pero al girarse se les entrelazaban las piernas de unas con las de otras
y todas acababan de “respaldo” en el suelo. Una señora, amante de meter la
nariz en todos los pucheros, se desquició, pues, vuelta cuadro, sin perder el
equilibrio, sin marearse, no podía descolgarse de la alcayata. Una familia,
enemistada con todo el pueblo, tuvo que humillarse y pedir caridad: padres e
hijos se quedaron en palmatorias, y eran todos tan bajitos que sólo alcanzaban
a encenderse las velas y a alumbrarse unos a otros. Un niño vuelto botón se
cayó por revoltoso en el cesto de la costura de una vecina vuelta fuelle, y la
mujer era tan sorda, tan torpe y tan miope que en un despiste ¡zas!, lo cogió y
lo cosió en uno de los puños de la camisa de su marido vuelto carro, y el
infeliz se pasaba las noches sin poder respirar bien y los días de vértigo en
vértigo, pues el hombre tenía que dormir vestido y se ganaba el pan vareando
olivos. Un enfermo de gripe tuvo que ser abierto en canal porque al volverse
mesilla de noche se le quedaron las píldoras en el cajón. La moza más presumida
del pueblo se consumía de rabia y de pena entre las cuatro paredes de su casa
pues vuelta escaño los brazos no le daban ni de sí ni de no para peinarse el
moño a su gusto, y prefería morirse de asco antes de salir a la calle con
aquellas greñas de mil diablos y con aquella figura tan espingarda. El cadáver
de un hombre que murió transformado en parihuelas esperaba entre moscas que le
dieran tierra, pero ni el más parecido a un ser humano tenía habilidad para
meter aquel armatoste en el ataúd. Los vueltos camas se caían de cansancio y
andaban como sonámbulos, como borrachos, pues siendo camas no lograban meterse
a sus anchas en otra cama. Una madre intentaba poner el hule en la mesa para
servir la olla, pero al igual que otras muchas era tapadera de tinaja y sólo
podía rodar por los suelos mientras que sus retoños se arrastraban tras ellos
exhaustos de hambre, expeliendo polvo y amontonando polillas con las “púas”
tiesas, pues, tanto las hembras como los varones, eran simples y vulgares
escobas, escobillas y escobones. Una pandilla de niños quería jugar al balón,
pero eran tajos de patas cortas y apenas podían dar patadas. Daba grima ver a
las reclinatorios de rodillas en un reclinatorio, a las carretillas pelando
patatas, a las panderetas de cháchara, a las abanicos haciendo punto, a las
cruces con un cántaro a la cabeza y otro al cuadril, a las dulzainas echándoles
a las gallinas, a las jofainas haciendo las camas, a las maletas tomando el
sol, a las vasares tomando el fresco, a los toneles a horcajadas en el burro, a
los trillos regando los huertos, a los palillos jugando a la baraja, a los
castañuelas atándose las abarcas, a los carretillos discutiendo, a los ábacos
jalbegando las fachadas, a los rastrillos segando, a los jaulas cargando sacos
al hombro, a los andamios descargando sacas del carro, a los y a las paragüeros
debajo de un paraguas, a las columpios y a los flautas corriendo a pillarse, a
los y a las catres sacando agua del pozo, a las celosías y a los maceteros
mirándose a los ojos camino del pilar, a los y a las balcones gastándose bromas
en la matanza… a todo un pueblo de adefesios intentando en vano hacer una vida
normal en medio de tanta anormalidad. ¿Quién era capaz, en la boda de una
alfiletero y un pipa, de darles la enhorabuena con alegría, por mucho y mucho
que el atril hubiera dicho al casarlos que había que tener fe? ¿Quién era
capaz, en el bautizo de un tacatá apadrinado por una percha y un metro, de
tomarse un dulce y una copa con ganas, por mucho y mucho que el atril hubiera
dicho al bautizarlo que había que tener esperanza? ¿Quién era capaz, en el
velatorio de un trinchero, de darle el pésame con sinceridad a la polea viuda,
por mucho y mucho que el atril hubiera dicho al darle la extremaunción que
había que tener caridad? ¿Quién podía divertirse en las fiestas viendo
armarios, carracas, camas, molinillos, morteros, palomillas, sillas, bancos,
mesas, etc., sentarse por no poder bailar sin caerse al son de una orquesta de
lápices, sillones y zambombos? ¿Quién podía consolar a sus parientes, vecinos y
amigos, teniendo como tenía la misma desgracia encima? ¿Quién podía, a la luz
de aquellas velas, ver el futuro con optimismo? Nadie, absolutamente nadie, ni
siquiera el atril por mucho que predicara.
Un
día, el doctor, transformado en maletín, se hartó de oír decir: “Es una
maldición, es una maldición”, y decidió atacar de una vez a lo que él tenía por
un extraño virus. Para ello y a paso de tortuga se fue a la botica. Le pediré
al mancebo que a escondidas del boticario me haga unos ungüentos con distintas
hierbas. En cuanto los tenga se los recetaré a los pacientes más graves y
ancianos, y probando probando daré con el remedio para curarnos, se dijo para
sí. Pero al llegar y preguntar por el mozo, el boticario, un tragavirotes en
forma de elegante bastón, le espetó sin más:”Lo siento, doctor, lo siento, pero
mi mancebo ni está aquí ni volverá a estar, lo mandé esta mañana a casa de mi
suegra carreta, a llevarle una píldora para mi suegro salero, y como el zagal
era una buena astilla, la muy zamacuca la echó a la lumbre para hacer brasas.
¡Sí, sí! Claro que el infeliz gritó, lloró y pataleó, pero cuando el salero
pudo sacarlo con las tenazas, el pobre ya estaba a punto de convertirse en
cenizas”. Y sólo tuvo fuerzas para sentarse en el felpudo a recuperarse de las
que había perdido por el camino para volver a casa.
Pasó
el tiempo y fue tal la desesperación de aquellas personas que todas tomaron la
misma decisión: la de suicidarse. Pero ni la más hábil logró morir. Las escaños
intentaron tirarse a un pozo, pero eran tan largas y tan anchas que ni de
espaldas, ni de bruces ni de costado cupieron por el brocal; las cómodas, volar
desde el campanario, pero eran tan barrigudas y tenían las patas tan endebles
que rodaron torre abajo antes de alcanzarlo; las cajas de reloj, arrojarse de
cabeza al río, pero tenían los pies tan redondeados que resbalaron en las
peñas, y antes de incorporarse volvieron a sentarse en ellas; las percheros,
clavarse un puñal en el pecho, pero sólo podían girar los brazos hacia atrás, y
antes de que les alcanzara el corazón se les cayó de las manos; las
palanganeros, cortarse las venas con un cuchillo, pero tuvieron que olvidarlo
porque al quedarse sin sangre se llenaron de savia y siguieron vivas; las
puertas, ir al campo a buscar setas venenosas, pero les fue preciso renunciar
pues ni de perfil, ni en cuclillas ni a gatas pudieron salir de casa; las peonzas,
lanzarse por las ventanas, pero como en lugar de andar bailaban alrededor de sí
mismas, no lograron escalarlas; las cubas, despeñarse por un barranco, pero en
cuanto salieron rodando las atacaron los perros, se liaron a dentelladas con
ellas y las dejaron junto a una cuesta empinada; las rosarios, enredarse al
cuello los cinco misterios y tirar del crucifijo para estrangularse, pero
¿quién era capaz de irse al más allá con un pecado tan horrible después de
haberse pasado la vida rezando y rezando para salvar el alma?, y hasta las
carros tuvieron que claudicar por falta de árboles donde atar la soga para
ahorcarse.
Para
colmo de males, todos acabaron perniquebrados, y ni el practicante pudo curar
sus heridas pues era un simple botiquín portátil con las manos en forma de
asas.
La
hamaca rompió a llorar a lágrima viva.
—Y
es tan buena nuestra madera que la carcoma necesitará mil bisiestos para
roernos del todo.
Compadecida
la mesa camilla que era una vieja de rompe y rasga echó a correr.
—¡Dejadme, dejadme! Ahora mismo me subo a la cresta de la
montaña y pido auxilio al hada de las bondades.
Pero…
¡pobrecilla! Faldeó un par de metros pasito a pasito y en un descuido
¡cataplún!, se pisó las faldillas, cayó de lado, salió rodando y en un abrir y
cerrar de ojos se plantó de nuevo en el punto de partida.
Una
beata, transformada en confesonario, corrió a levantarla.
—¡Vamos,
vamos! Te quito las faldas y subes desnuda pues es preferible salvar el pellejo
que guardar las composturas.
Se
lo estaba pensando la afligida camilla cuando llegaron las escaleras de ambos
sexos.
—Será
mejor que nosotras nos subamos unas encima de otras hasta formar una babélica
torre y la última que llame al hada.
La
idea fue milagrosa, pero convertirla en hecho fue toda una odisea. La primera
hundió los pies en la tierra con las piernas bien abiertas y los brazos en
jarra, la segunda se subió en la primera, la tercera, en la segunda, la cuarta,
en la tercera, la quinta, en la cuarta, y así sucesivamente, cuidando siempre,
para que la picota de la torre no venciera a la base, de que las más bajas y
flacas quedaran encima de las más gordas y altas. Pero la que más y la que
menos, antes de encajar los pies en los hombros de la otra, se fatigó, se
tambaleó, se fracturó incluso, y más de una rodó mareada escaleras abajo.
Matarse no se mató ninguna pues todas cayeron encima de las camas hembras y
varones que se habían tumbado a su alrededor para amortiguarles el golpe con
sus cuerpos, pero tanto unas como otras acabaron hechas polvo, reventadas para
una buena temporada. Las escaleras se partieron los brazos, las piernas, la
columna y algunas hasta las narices; las camas se quejaban de la cabeza, del
pecho, del vientre y algunas hasta del alma. Las personas jaulas, estuches, tarimas…
las muebles más bajos y planos se quedaron llorando asustadas junto a las
camas, implorando a las escaleras que abandonaran la penosa lucha y se
resignaran todas a su suerte; las retablos, las parihuelas, las estandartes…
las muebles más altos y esquinados se retiraron muy prudentes a las colinas más
próximas, para evitar que las escaleras al caer se dieran también con ellas.
Salía
el sol cada mañana, salía la luna cada noche, y aquel trajín más que tocar a su
fin, parecía empezar todos los días, de tal suerte que, acabado el cuarto los
nervios empezaron a desatarse. Una madre mortero sacudía desesperadas bofetadas
a sus vástagos tarugos para que no se metieran entre las y los camas por si las
moscas; un padre puerta achantaba a patadas a sus retoños plumeros para que
dejaran de hurgar en las y en los baúles que enojados les prometían un
soplamocos; unas mujeres palcos exigían a voces que unos hombres barandillas
las reemplazaran en la tarea de atizar la lumbre y hacer tisanas para sentarse
un rato; unos hombres carros se negaban a seguir repartiendo pan y tocino entre
los demás mientras que ellos iban y venían transidos de hambre; unas mujeres
cubas se negaban a seguir repartiendo picheles de agua fresca entre los demás
mientras que ellas rodaban y rodaban secas de sed; una mujer valla y un hombre
panel se peleaban por una manzana que ambos querían comerse entera, y antes de
que el atril los convenciera de que lo justo y lo humano era dividirla en dos,
se arrancaron los pelos de cuajo. Un grupo de mozos molinillos se cansaba de
dar vueltas entre los corrillos de un lado para templar los ánimos, otro de
mozas castañuelas se cansaba de repiquetear entre los corrillos del otro para
amenizar la espera, y a medida que se rendían molinillos y castañuelas se unían
para silbar en señal de protesta. Por acá y por allá, entre las y los mesas,
las y los sillas, las y los ataúdes… que a duras penas lograban permanecer en
vela, se caían dormidos los yugos, las ruedas, los doseles… y otras personas de
las más diversas formas y tamaños. Una dama palanganero se asía con fuerza a
las piernas de su galán escalera para impedirle subir a la torre por miedo a
que la vistiera de luto para los restos; un zamacuco escalera se escondía entre
las sayas de su abuela mampara para librarse a la vez de hacer torre y de ser
mal visto por los ojos del pueblo; una pizpoleta escalera maldecía furiosa a su
marido ménsula por no matar a pedradas a las marimandonas repisas que a
empujones la obligaban a subir torre arriba. El acervo de escaleras heridas
hacía llorar al aire con sus gritos de dolor de la yacija que las muletas y las
artesas le habían improvisado entre unos chopos, y al cabo de siete partidas de
la luna y una puesta más del sol, cuando ya nadie tenía oídos para oír el cuerno
del cuerno imponiendo silencio, cuando ya nadie tenía temple para respetar las
órdenes del bastón del bastón de mando, y cuando ya ni el atril pensaba que el
pluma mojaría la pluma en el tintero de la tinta para escribir el feliz final
de la odisea, las personas muebles mayores empezaron a bajar de las colinas sin
otro propósito que el de sumarse al ruego de las muebles menores para hacer
fuerza. Pero un par de metros antes de llegar al lugar, ¡aleluya!, la última
escalera logró encajar sus pies en los hombros de la penúltima. Se trataba de
un porquero de ocho peldaños con un vozarrón nada parecido a su estatura.
“¡Socorro, socorro!”, gritó a voz en cuello, intentando ser más oído que visto.
“Ven, hada de las bondades, ven con premura. Somos víctimas de una maldición
del hada diabólica. ¡Sálvanos, por favor, sálvanos!” Y al instante se oyó un
alborozado batir de alas, y una nube dorada, procedente del sur, aterrizó en la
cima de la montaña. Todo era calma, silencio, misterio. De repente el paisaje
se encendió de mil colores, las estrellas se alinearon en arcos de luz, la
tierra se alisó en alfombra de espejos, el viento exhaló suspiros de flores,
repicaron las campanas, se guiñaron el alba y el crepúsculo y en el pórtico de
la nube apareció el hada de las bondades alzando su vara mágica.
—Volved, árboles
del bosque, volved a vuestras raíces, que quien hace esclavos, deja de ser
libre —dijo con dulzura, como si en lugar de ordenar, invitara a entrar en
razones. Y así resumió el feliz desenlace quien lo contó:
El castillo del
hada diabólica se desmoronó sin ruido y sin polvo, como se desmoronan las peñas
de hielo bajo los rayos del sol. Y ella se quedó a la intemperie, sin corona,
sin trono, sin súbditos. Los habitantes del pueblo se transformaron
simultáneamente en personas normales, en lo que cada cual era, y al igual que
la temperatura funde las partículas de nieve en un ampo, la alegría los fundió
a ellos en un abrazo. Los árboles echaron a correr hacia el bosque y con las
prisas se llevaron al hada por delante.
—¿Dónde
vais, ¡salvajes!, os habéis vuelto locos? —preguntó ésta frenando con una mano
el chorro de sangre que brotó del sopapo que le arreó un roble con sus ramas, y
con la otra comprobando despavorida que su vara se había convertido en una
simple y vulgar cayada.
Pero
el roble y sus compañeros ni le respondieron ni se disculparon, la miraron con
desprecio y siguieron corriendo y corriendo hasta plantarse cada cual en su
sitio.
Ya
perdida imploró a los árboles que no la golpearan con sus gruesas ramas,
suplicó a las bestias que no la mordieran con sus afilados dientes, rogó a las
aves que la escondieran entre sus tupidas alas, pero unos y otros la ignoraron,
y acabó como el azar quiso: con el cuerpo para la tumba.
En
una cabaña sorprendió a una bruja dormida y le quitó la escoba. Huiré por los
aires y volando volando daré con el hada que me ha dejado sin vara, se dijo
triunfante. Y para adueñarme de la suya y cambiarle el don a mi gusto, la
mataré a escobazos. Pero el éxito de la maldad es el primer paso hacia el
fracaso total. Y éste fue que al ascender sobre las mágicas púas vio como los
carpinteros seleccionaban las más bellas caobas para hacerle un trono al hada
de las bondades mientras sus parroquianos le engarzaban todas las joyas que
tenían en una espléndida corona. Y ciega de ira se estrelló contra la copa de
un drago milenario que sobresalía de las demás. Y entre filos de rayos y
temblores de truenos, se desintegró en el espacio.
Autora: María Jesús Sánchez
Oliva. Salamanca, España.mjsanchezoliva@gmail.com