El Vividor.

 

Como un huracán entró Nicolasa en el dormitorio, corriendo las cortinas, abriendo las ventanas, y vociferando como una posesa:

–"¡Gandul! –decía, ¡levántate ya! ¡Es mediodía y ya vengo de mi primera jornada de trabajo!".

Se oyó un prolongado bostezo al tiempo que crujían las tablas del somier bajo el peso de un individuo que, envuelto en un pijama de seda, luchaba por abrir los ojos y reconocer el lugar donde se encontraba.

–Buenos días, Nicolasita, pichoncito mío, ¿esas son formas de tratar a tu pobre enamorado? –dijo–. Sabes que solo pienso en ti y en la forma de hacerte feliz. Ahora estaba pensando en la sorpresa que quiero darte esta noche.

–Sorpresas?, ¡déjate de sorpresas! –dijo ella–. Sorpresa la que me diste hace tres meses, cuando te viniste a vivir a esta casa. Admito que yo te invité, pero no podía sospechar que, el elegante señor pancito de los ojos de fuego y las dulces palabras, era el Pancho holgazán y chulo que hoy conozco. Descansando se habrá quedado la que hayas dejado por ahí, que ni siquiera quieres decir de donde vienes. Pero tiempo al tiempo, que todo se sabrá.

–¡Ay, palomita mía, que cosas dices! acaso no estoy a tu lado para todo lo que necesites?, No te llevo a pasear los domingos por la mañana a la plaza para que, rabien todas tus amigas al verte con este pimpollo: porque –seguía diciendo: no me negarás que ninguna tiene un novio como yo, y sabes muy bien, que todas me querían echar el guante; pero yo te preferí a ti, porque me gustaba, sí, pero también porque te veía desamparada, sin padre ni hermanos, solo pensadlo en tu trabajo. Y además, aquella dulzura de tus ojos, que me llamaban.

–Sí, si, a ti te llamaban todas… pero todas tuvieron quien le avisara a tiempo y te quedaste con la más inocente –decía ella–, mientras recogía las ropas que la noche anterior habían quedado esparcidas por el suelo, después que don Panchito regresara en la madrugada, eufórico por sus conquistas y tuvo que emplear todas sus mañas para acallar los improperios y maldiciones que salían de aquella boca. Boca que Solo se callaba cuando la tapaba con sus labios mientras sus expertas manos masajeaban ciertas zonas de su maciza anatomía. Esto ocurría cada vez que tenía que hacerse perdonar algún desliz.

–¡Levanta de una vez, zascandil! –seguía diciendo ella– que tengo que volver al turno de la tarde. En la cocina tienes el café y un trozo de pan. Estamos a fin de mes y ya no hay para "carajillos" ni bizcochos.

–Mira, Nicolasa, que ya me voy cansando de tanto insulto y no respondo de mis actos. Bien supiste atraparme con tus modales de niña desamparada –vociferaba él, eras una hembra en busca de un macho que le diera todo lo que necesitaba. Y cuando digo "todo", incluyo hasta las "marranadas" que se te ocurren en las noches.

Se levantó, entró en el cuarto de baño de donde salió resplandeciente, perfumado. Luego se vistió como un príncipe: la guayabera impoluta, la bufanda de seda, los zapatos brillantes y la mirada turbia. En la cocina devoró casi media hogaza, sorbió el café y salió de la casa dando un portazo.

En el escalón de salida mudó el semblante.

–"Doña Mikaela, ¡buenos días! –saludó a la vecina. Bonito balcón de flores tiene usted.

–¿Ya vuelve de la caminata, don Juanito? –interpeló al maestro que tras la clase de la mañana daba un paseo con los perros.

A todos los vecinos saludaba con regocijada sonrisa, mientras en su mente surgían las más infames ideas. Todos aquellos eran unos "don-nadie" –pensaba ¿cómo he podido pasar tres meses entre ellos? ¡Vamos hombre, la apostura de mi persona merece otro marco! ¡Si es muy fácil! Ahora me instalo en un barrio elegante, y engatuso a cualquier mocita vieja. ¡Esas no fallan! Caen como moscas.

Ensayó su mejor sonrisa y dirigiéndose al barrio residencial más moderno de la ciudad, se dejó ver por sus amplias avenidas mientras estudiaba el ambiente de la zona. A los pocos minutos empezó su trabajo acercándose a una chica de servicio uniformada.

–Buenas tardes, señorita. Ando buscando a los señores de Quiñones y me han dado la dirección de esta casa. –dijo señalando el magnífico edificio de donde la muchacha acababa de salir. ¿Puede decirme si el señor está en casa?

–No señor –dijo la muchacha estirándose el delantal, provocativa. Ese señor no vive aquí.

–Mira, guapa, insistió él- puede que viva en el piso superior, o en el bajo.

–Caballero –dijo la chica, en el piso superior vive la madre de mi señora y en el bajo la señorita Isabela, su hermana que es soltera. Viven aquí toda la vida.

–Pues tal vez ella pueda ayudarme –aventuró Panchito. Si eres tan amable, llévame a su presencia por si el señor es conocido en los alrededores.

En esto salió de casa la señorita Isabela, alta, enjuta, de piel amarillenta y acartonada, los ojos hundidos, la boca rígida…una verdadera momia...

Las ilusiones del truhán se vinieron abajo de golpe, pero acostumbrado a los contratiempos, resolvió que podría sacar algún provecho de aquel esperpento.

–Muy señora mía ¡a sus pies! le saluda su humilde servidor Pancho Cifuentes. Estoy interesado en conocer el domicilio del señor Tomás de Quiñones, gran amigo de la juventud, y me han dado esta dirección –dijo enseñando un trozo de papel donde había garrapateado aquel nombre que sin saber porqué se le había venido a la memoria-.

–No, –dijo la señorita Isabela, que exhalaba un penetrante perfume de sus elegantes ropas, no lo conozco; pero creo recordar que a la parroquia asiste un caballero que se apellida así. Puede preguntar al párroco. Si gusta acompañarme, hacia allí me dirijo.

–Será un honor, señorita –dijo complacido.

-A lo largo del trayecto, pancho indagador e Isabela suspicaz, hablaron de todo: lo bonito que era el barrio, la paz que se respiraba, la buena posición económica del vecindario, haciendo mucho hincapié en las personas que vivían solas...

El párroco se preparaba para una reunión con las damas del ropero y cuando la señorita Isabela le hizo un casi imperceptible gesto al cura, este frotándose las manos pensó: –¡un nuevo benefactor! y lo invitó a pasar al salón mientras él todavía quedaba hablando unos instantes con la apergaminada Isabela que luego entró y con una sonrisita nerviosa de su aplanada boca informó a la concurrencia de que el señor Cifuentes buscaba referencias de un amigo, que al parecer vivía en aquellos contornos, y les rogó que al final de la reunión atendieran sus preguntas.

–Estoy de suerte! ¡Esto es mucho más de lo que podía esperar! –Se felicitaba Pancho. Aquí tengo ricas solteronas para elegir. ¡Y yo perdiendo el tiempo con Nicolasa la fregona!

El sacerdote tardaba en entrar y Pancho se empleaba a fondo en sus apreciaciones: "La señorita Elena no está mal, pero bizquea.

La morenaza de la izquierda no es conveniente, porque las viudas tienen resabios.

La del suéter amarillo -que se le señala todo, puede ser peligrosa. Mejor me iría con la delgadita del vestido color malva que está al lado y no levanta la vista; debe ser tímida…

Y en esas estaba cuando llegó don Ambrosio, que hizo la presentación del invitado con algunos datos –-no todos, de los que le había dado Isabela y la reunión transcurrió animada. Isabela estuvo algo nerviosa y Pancho feliz preguntando por su amigo en el mejor centro de investigación que imaginarse puede, porque 15 mujeres desocupadas, son una fuente de información incalculable –pensaba.

Él se interesaba por las referencias que aportaba Casilda, la delgadita del traje color malva. Ya salía del salón en animada charla con ella cuando el párroco, autoritario: Pase a mi despacho –le indicó, que tengo noticias para usted.

Dos agentes secretos lo esperaban con una orden de detención, siendo acusado de bígamo y de varias sustracciones de objetos de valor a señoritas de buenas familias con las que había tenido relaciones en los últimos meses.

Y por más que insistió en que aquello era un atropello, una villanía, un desafuero, un abuso, una ilegalidad, una injusticia, una infamia, una sinrazón y otros mil adjetivos que su prodigiosa memoria guardaba de sus tiempos de charlatán ambulante, vendiendo en las ferias de los pueblos, no tuvo más remedio que cambiar la dulce compañía de la señorita Casilda con su traje malva, por la hercúlea vigilancia de los lacónicos defensores de la ley.

 

 

Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España

davasor@gmail.com

 

 

 

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