El niño que fue perro siete días.

 

 Entre el siglo de los ochos y el siglo de los nueves, en un pueblo que llaman Vaquillas, existió un labrador que aún se recuerda por dos razones de excepción: su único hijo fue perro siete días, y llegó de criado a amo sin perder la honra.

 El tal campesino vivió desde niño con una pena y un deseo entre ceja y ceja: la pena era tener que cultivar tierras ajenas, el deseo, dejarle a su retoño una finca en propiedad. Tal era la obsesión que el hombre tenía con esto que en sus horas negras se le peleaban en la cabeza los dos sentimientos. "Es de necios dejarse el pellejo en los surcos, pues quien para pobre nace apuntado, igual le da correr que estar sentado", le decía la pena en nombre de la realidad. "Con los años, el trabajo y el ahorro, milagros ven los ojos", le replicaba el deseo en nombre de la ilusión. Y al final de la batalla era siempre el entusiasmo quien ganaba al desaliento.

 Tanto el campesino como su familia escatimaban a sus cuerpos hasta lo más elemental con tal de reunir las siete onzas de oro que serían capaces de realizar su sueño. La casa que habitaban era humilde, muy humilde. La construyeron ellos mis­mos, con materiales de desecho, con herramientas caseras, a deshoras. Estaba en las afueras del pueblo, como en tierra de nadie, escondida entre una hilera de altos y espesos chopos, como si le diera vergüenza de que el sol y la gente vieran su extremada pobreza. Comer, comían lo justo para matar el hambre; beber, bebían sólo agua. Para vestirse no tenían más que un hato de quita y pon. Por las noches, para ahorrarse el aceite del candil, cenaban a la luz de la lumbre, y si salía la luna, aunque se pasmaran de frío, abrían de par en par los ventanucos para seguir trajinando y seguir ahorrando. Todo cuanto el uso les rompía, nuevo lo volvían ellos a base de arreglos. Y con tal de no gastar, no gastaban ni tiempo para quejarse.

 También la esposa, con la misma medida de amor que de sacrificio, ponía sus piedras en aquella empresa: se dedicaba a echar remiendos a los sacos agujereados por el uso de una fábrica de harinas. Cosía a destajo; tantos reparados, tantos cobra­dos. Sólo dejaba la aguja para descabezar el sueño y asear la casa.

 Las mujeres del pueblo la criticaban por esto.

 —Dios no dejó al hombre sin una costilla para que la mujer se la quebrara fuera de casa, y el día menos pensado te castigará por ello con una buena desgracia, —le vaticina­ban con tantas ganas como convencimiento.

 —¡Qué barbaridad!, —se escandalizaba ella, muy segura de contar con el beneplácito del Creador.

 Y les daba sus razones:

 —Pocas zozobras tiene quien tanto se inquieta por los demás. ¿Para qué creéis que nos ha dado Dios manos, ojos, cabeza... igual que a los hombres? Pues muy sencillo, ignorantes, para ser útiles y pensar, como lo son y piensan ellos. El único peca­do de la mujer que merece castigo es quemar la salud y el talento en los fogones.

 El labrador madrugaba más que el sol. Dormía a ratos, sobre la tierra, para aprovechar los intervalos entre sueño y sueño, para no perder tiempo en vestirse y desnudarse, en desplazarse... y en el colchón cuando la noche era oscura cual boca de lobo y no se veía ni a respirar. Por el pueblo sólo se le veía el pelo el día de San Isidro. Parecía un forastero, un convidado a la fiesta de los labradores. Ese día tiraba la casa por la ventana: se lavaba de arriba abajo, se ponía el traje de la boda, iba a misa... Con fe le pedía a Dios salud para él y para los suyos; con esperanza, a la Virgen, ganas, muchas ganas para seguir luchando por su anhelo; con caridad, al Patrón, toda suer­te de bendiciones para los sembrados y el ganado del amo. Al salir de la iglesia visi­taba a las familias que por razones de felicidad o de desgracia su mujer le apuntaba a lo largo del año en las faldas del almanaque. A unas les daba la enhorabuena; a otras, el pésame. Ese día comían los tres juntos y a capricho: paella, cordero, naranjas, dul­ces, café y copa. Por la tarde iban a los toros. A su esposa le compraba un cucurucho de almendras garrapiñadas, a su hijo le daba gusto con una trompeta de plástico y confites de colores. Y antes de cerrar la cartera y vestirse de pana, boina y abarcas para otros trescientos sesenta y cuatro días, entraba en la taberna donde jugaba una brisca, se fumaba un puro y bebía unas jarras de vino con todos los labradores. En parte por el tinto, en parte por des­ahogarse, siempre acababa abriéndoles el corazón.

 —Qué ganas tengo de juntar siete onzas de oro y comprar una finca para mi Tano

 —les decía-. Entonces sí que me echo los apuros a la espalda y por aquí me caigo de vez en cuando a echar una canica al aire. Buena falta me hace. A veces se me engarabitan todos los dedos de las manos y las paso moradas. La mujer fue el invier­no último a pedirle remedio al doctor, ¿y sabéis que le dijo?, que este mal se llama reuma, y que el mejor remedio es cambiar a menudo la azada por la baraja. Le contó ella que ya lo hago un día al año, y agregó él que un San Isidro de mayo a mayo hace pocos milagros. Tiene razón, él lo aprendió en los libros, y los libros no engañan. Pero hasta que Tano no sea amo tendré que tirar con un San Isidro al año.

 La taberna en pleno era una fiesta.

 —¡Ja ja ja...! Baja de las nubes, ignorante, que el hijo de un criado, por mucho y mucho que su padre se are la salud con el arado, jamás de los jamases podrá ser amo.

 Y el labrador se sentía tan humillado, tan ofendido que siempre salía de allí haciendo fú como el gato.

 —Me largo a mis asuntos —les aseguraba dando un portazo— y el tiempo os dirá si soy el más tonto del pueblo o el único listo.

 Aquel invariable sistema de vida tuvo la culpa de que su nombre de pila que­dara eclipsado por el apodo de "El apuros". Tanto le apuraban siempre los quehaceres...

 Los vecinos afirmaban que el Apuros trabajaba cuarenta y ocho horas todos los días pues el tiempo le cundía el doble o el triple que a los demás. Pero ninguno lo decía para encomiar su esfuerzo, sino para vituperarlo. Y era normal, ellos preferían seguir a merced de los amos antes que volverse fieras por superarse, ellos preferían vivir sus días sin grandes agobios antes que dejarse la vida en salvar a sus hijos del dolor de ser explotados.

 “¿Por qué no me dejan vivir en paz si yo no me meto con ellos?”, se pre­guntaba sin entender que sólo los necios se ríen de los sabios.

 Su esposa, sin embargo, era la excepción de la regla.

 —¡Ánimo! —le decía— Ellos a lo suyo y nosotros a lo nuestro. Ya veremos quién se ríe y quién critica a quién cuando sus hijos sean criados de nuestro Tano.

 Y además de ocuparse de la salud de su espíritu, se ocupaba de remediarle los achaques del cuerpo. Era ella quien le curaba el temprano reuma con ungüentos de malvas cocidas, ajos asados, caldos de salvia y otras hierbas cuyos nombres nunca quiso revelar. De este asunto, también se mofaban.

 —Se curan con pócimas de brujas por no gastar un real en boticas —decían—. No son más tontos porque no son más gordos. ¿En qué cabeza cabe que céntimo a cén­timo se pueden ahorrar siete onzas de oro?

 Pero el matrimonio, sin hacerse eco de aquellas voces, no exentas de envidia, seguía en sus trece.

 El Apuros era uno de los criados más queridos del amo, aunque la estima no era gratuita, le salieron los dientes trabajando para él. Con tanto amor le cultivaba las tierras que éstas daban las más espléndidas cosechas del lugar; a los animales los mimaba tanto que éstos solían vivir una docena de años más que cualquier animal de la misma especie. Cada año, por Navidad, el Apuros le cantaba al amo el mismo villancico.

 —Si trabajo el doble de horas que los demás criados, yo creo que es de ley que me doble la soldada.

 Pero el amo siempre le respondía con el mismo estribillo.

 —Yo pago por días, no por horas, y diga el reloj lo que diga, los días son días hasta que dejas de ver el burro que te lleva encima.

 Hasta el vaquero, que era un mocoso, intentaba abrirle los ojos.

 —No se mate tanto, señor Apuros, que en esta casa el que más pone, más pier­de, y por si fuera poco, es el peor mirado.

 Pero el Apuros siempre respondía con una pregunta.

 —¿No ves que hasta las tierras hay que trabajarlas once meses para que den fruto uno?

 Estaba seguro de que más tarde o más temprano el amo cumpliría con él, además, tenía algo muy importante que agradecerle: un perro llamado Tizón que era su mejor, su único amigo.

 Pasó un San Isidro tras otro y al cabo de varios Tano se hizo un mozo que daba gloria verlo. Al concluir el de aquel año su padre lo llamó en secreto.

 —¡Ven, ven! Te voy a enseñar un tesoro. ¿Quieres verlo?

 Juntos entraron en la despensa. El Apuros levantó una baldosa que aparentemente estaba bien pegada al suelo y de un hueco rescató un pañuelo blanco con fran­jas azules. Deshizo el nudo que unía las cuatro puntas en una y cuatro onzas de oro surgieron cual cuatro soles. Tano las miró extasiado, boquiabierto, como quien mira estrellas caídas del cielo, y las contó y las recontó una por una.

 —¡Oh, pero si somos ricos y no me había dicho nada! ¿Verdad que va a comprarme una escopeta y muchos cartuchos para ir de caza? ¡Qué alegría! De hoy en adelante voy a vivir como el hijo de don Zenón, su amo. Ahí lo tiene. Todos los domingos viene desde la ciudad para ir de caza y se lo pasa tan bien...

 —Eso... más adelante —dijo el padre—. Si me gasto en pólvora estas onzas nos quedamos sin costal y sin castañas en cuatro cacerías. Verás. Antes quiero comprar una dehesa, una finca para ti. ¿Te gustaría ser amo y no criado como yo? Pues para comprarla sólo me faltan tres onzas de oro, y para reunirlas antes de que me pille el toro de la subida de los precios, antes de que este maldito reuma me deje las manos dobladas para siempre, antes de que tu madre se deje los ojos en las agujas tú has de ayudarme a ganarlas. Para ello, desde mañana, te irás a trabajar conmigo, ayer te ajusté con mi amo. ¿Qué te parece?

 —Que es de bobos esperar a reunir tres onzas de oro para comprar una esco­peta de caza cuando se tienen ya cuatro

—respondió Tano frunciendo el ceño.

 Y el padre, a guisa de consejo, le desgranó una espiga de preguntas:

 —¿Acaso no esperan los rosales a que llegue la primavera para cuajarse de rosas? ¿No ves cómo las golondrinas esperan a que los días sean largos para regresar? ¿Acaso el sol no espera a que se vayan las nubes para calentar la tierra?... Pues mira, Tano, al igual que las plantas, las aves y las estrellas, para alcanzar nuestros sueños, debemos esperar los hombres. Pero eso sí, luchando noblemente por ellos, cerrando los oídos a los consejos de la gente, a sus opiniones, a sus burlas... de lo contrario, mueren sin nacer.

 Pero aquellas hermosas reflexiones se las llevó el viento y un negro fantasma se ensañó con el anhelo de aquel matrimonio, pues, Tano, su hijo, sólo abría los oídos a las lenguas de la gente.

 —Vamos, Tano, que ya lleva media hora luciendo el sol, —observaba el padre desesperado por las mañanas.

 —Ojalá fuera siempre de noche, —protestaba él abriendo los ojos a regaña­dientes.

 En el camino era Tizón el único testigo de las trifulcas entre ellos.

 —No te duermas en el prado, Tano, que las vacas cruzan la linde y en un santiamén desbaratan los pastos ajenos, —decía el padre.

 —Dicen en la taberna que con cuatro onzas de oro ellos se pasarían el día tumbados a la bartola y no cuidando vacas, —apostillaba el hijo.

 Y como el padre insistía, rompía a llorar como un niño de pecho.

 “¿Por qué permite que Tizón se pase el día echado a la sombra y yo no?”

 —Aprovecha el viento para cribar las alubias, Tano, que no quiero ver entre ellas ni la punta de una vaina, —decía el padre.

 Dicen los que sirven que no hay que andar con tantos remilgos con las cose­chas del amo, pues, lo hagas bien, o lo hagas mal, siempre paga el mismo jornal, —apostillaba el hijo.

 Y como el padre insistía, se sentaba en el suelo como desmayado.

 “¿Por qué el viento ha de servir a Tizón para refrescarse y a mí para sudar más?”

 —Trilla en la parva, Tano, no en la era, —decía el padre.

 —Nadie en el pueblo se cree que somos ricos y es natural. Nos ven vivir con tanta miseria. Hasta los más pobres se compadecen de nosotros. Dicen que madre se va a quedar ciega de tanto remendar sacos, que usted se va a reventar de tanto cavar, y que entre los dos me van a matar a mí, a mareos, a insolaciones, a fatiga... a fuerza de tenerme aquí todo el día dando más vueltas a la era que el burro a la noria, —apostillaba el hijo.

 Y ante la insistencia del padre, se ponía a dar patadas de rabia.

 “¿Por qué Tizón puede ir jugando en el trillo y yo tengo que ir pendiente de dirigir los bueyes?”

 A estas preguntas el Apuros respondía siempre lo mismo:

 —Porque Tizón es un perro y tú eres un hombre.

 Pero Tano se negaba a entender.

 “¡Dios mío, qué castigo! Con razón dice la gente que más vale ser perro que hombre...”, suspiraba, se quejaba por toda respuesta.

 El campesino luchaba con todas sus fuerzas para sacar adelante el trabajo de ambos: prefería quedarse sin la piel del cuerpo antes que sin el jornal de Tano. Pero tanto y tanto abusó de sus energías que éstas empezaron a abandonarle, y mucho, mucho antes de lo esperado, vio, con horror, cómo su sueño, su querido sueño se iba a pique.

Cavilaba y pedía parecer a su esposa pero ni el uno ni la otra encontraban la fórmula que fuera capaz de abrirle los ojos a su hijo para que viera las cosas tal cual eran. Una tarde, el Apuros, observó que Tano miraba a Tizón con envidia, y actuó como se le ocurrió, espontáneamente, sin entrar en reflexiones.

 —Tano, hijo mío, ¿de veras te gustaría ser perro en lugar de hombre?

 —¿Y a quién no? ¡Claro que sí! -respondió.

 —¡Pues adelante, Tano, adelante! Si te lo aconseja la gente y es tu deseo, debes complacerla para complacerte. Por mi parte no hay problema, desde mañana puedes ser hermano de Tizón. En todo te mediré con la misma vara, pues para ser un mal padre, prefiero ser un buen amo. ¿Aceptas?

 —¡Naturalmente!

 —¡Pues ánimo, hijo, no te amedrentes!

 —¡Bravo, bravo, lo conseguí! -gritó Tano dando palmas de alegría-

Tiñosos de envidia se pondrán todos cuando me vean vivir como un perro.

 "¿Tiñosos de envidia? No, hombre, no, morados de guasa", pensó el padre, pero no chistó, sólo pretendía salvar a su hijo de las malas lenguas, de los malos con­sejos, y como no podía con el ejemplo, lo intentaba con el escarmiento.

 A la mañana siguiente padre e hijo salieron de casa. Tano, como todos los días, se subió en el poyo que había a la puerta, desde allí daría un salto y se encaramaría en el burro que esperaba atado al chopo más próximo. Pero el Apuros lo frenó con un silbido.

 —¡A cuatro patas, Tano, los perros van a cuatro patas!

 Y fue él quien de un salto se subió al asno. Tano tuvo que tirarse al suelo, y a cuatro patas, como Tizón, hizo aquel camino de recodos, de piedras, de cuestas y de recuestas. El Apuros tenía que arrearlo de vez en cuando pues Tizón le sacaba varios metros de distancia.

 —¡Vamos, chucho, vamos, que no tenga que quitarte la vaguería a palos!

 Tano, nervioso, asentó las manos sobre unas zarzas y gritó: “¡Malditas sean! Me han...”

 —¡Chissssssss, chis! -le cortó el Apuros- Los perros ladran, Tano. El don de hablar sólo se lo dio Dios a los hombres, y para mí que pecó de generoso, excederse en hacer bien es tan malo como quedarse corto. Y para lo que hablan algunos... mejor que hubiera hecho excepciones, que en las excepciones está la virtud; así que, ya sabes, aplícate el cuento y a callar si no quieres que te corte la lengua de un tajo.

 Y desde aquel momento Tano tuvo que limitarse a decir ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, como Tizón.

 Tizón llegó al monte más fresco que una lechuga; Tano, acezando y con tres cuartas de lengua fuera de la boca. Los “perros” se tumbaron plácidamente a la som­bra de una encina mientras que el amo sudaba la gota gorda arando bajo un sol de justicia. Llegó por fin la hora de comer. El Apuros se sentó en una manta a la sombra de los árboles y sacó de la cesta un puchero con un conejo guisado y una bota de vino para recuperar las energías perdidas. Al quitar la tapadera del puchero se expandió un tufillo tan delicioso que abría el apetito al más harto. Tizón se despertó al olor y corrió como un lobo a lamer las abarcas del amo reclamando así su ración; Tano, con más hambre que vergüenza, lo imitó. El Apuros rebanaba bien los huesos y limpios de carne se los tiraba a voleo, calculando que cayeran lejos de él.

 —¡Largo de aquí, chuchos, dejadme comer en paz! —les repetía sin mirarlos, como con mala uva.

 Tizón trituraba los huesos como los molinos trituran el trigo, Tano se partía los dientes y los dejaba intactos. Y la desgracia de éste, fue la suerte del otro: Tizón echó una carrera, atrapó sus huesos, los engulló, y con doble ración en la panza empezó a mover el rabo con alegría. El Apuros reanudó su tarea y los “perros” se tumbaron a dormir la siesta sobre una de las peñas que bordeaban el río. Tizón dormía a pata suelta, pero Tano no pudo pegar ojo, se le peleaban las tripas en la barriga, en el estó­mago alguien le hacía cosquillas y los huesos se le quejaban del colchón. La vuelta a casa fue igual que la ida al monte, pero con un alto en el camino. Fue al pasar junto a un manzano. El suelo estaba lleno de manzanas podridas, picoteadas por los pájaros, rebozadas de tierra, y en cuanto el amo las vio, se detuvo y dijo:

 —¡Cenad, chuchos, cenad a gusto!

 Tizón se las jaló con gusanos, semillas y rabillo incluido; Tano, sin embargo, se quedó a dos velas. Con la boca en forma de hocico lograba dar alcance a las más vistosas, pero al clavarles los dientes, al intentar morderlas, se le escapaban y rodaban hacia su “hermano” que estaba al acecho. Ya en el umbral de la casa Tano se puso en pie movido por una idea. "Mi madre me mandará cenar en la mesa y dormir en la cama, y por las noches recuperaré las fuerzas que pierdo por el día", pensó, pero pensó mal, el amo silbó furioso y de un palo en las costillas lo hizo perro de nuevo.

 —¡Quien perro es de día, perro es de noche!, —aseguró rotundo, tan enojado con él que tuvo que apechugar con su condición de perro.

 Al cabo de siete días el niño perro no tenía ni un diente sano; sus manos y sus rodillas estaban en carnes vivas por culpa de las rozaduras; su boca estaba ribe­teada de grietas; la ropa, de cintura para arriba, se le había perdido a jirones; de las abarcas sólo le quedaban las correas que se las sujetaban a la garganta de cada pie... y los sietes del pantalón se le habían multiplicado por siete veces siete. Pero lo peor de todo fueron las siete noches de aquellos siete días, pues fueron siete sorpresas a cual peor.

 —¡A la cuadra, chuchos, a dormir con los cerdos! -ordenó el amo la prime­ra noche.

 Tizón durmió tan campante en una de las pocilgas y cuando salió de allí olía simplemente a perro. Tano se pasó la noche con las manos de tapadera en la nariz para no respirar por ella y ni los aires del campo se llevaron su olor a estiércol.

 —¡A la granja, chuchos, a dormir con las gallinas! —ordenó el amo la segun­da noche.

 Tizón se acomodó en los ponederos y sin hacer ascos se desayunó con unos huevos recién puestos. Tano parecía un saco de heno colgado del palo del gallinero y por más que ladró no pudo evitar que un gallo le dejara siete calvas en la cabeza.

 —¡Al establo, chuchos, a dormir con las vacas! —ordenó el amo la tercera noche.

 Aquella noche fueron acometidos por una rabiosa plaga de pulgas. Tizón se despulgó solo y aprisa. Tano se dio mil revolcones pero no logró quitarse de encima ni una sola pulga. Menos mal y menos bien que al día siguiente el amo derramó sobre su cuerpo unos polvos que olían a demonios y picaban como las chinches... Las pul­gas murieron en el acto pero él no dejó de estornudar en siete horas.

 —¡A callejear a vuestro aire, chuchos! —ordenó el amo la cuarta noche.

 Tizón dobló una esquina y volvió feliz con las primeras luces del día sin que nadie supiera por qué caminos anduvo y con quién. Tano se metió en la taberna y le echaron a puntapiés.

 —¡Vete con los perros, chucho! ¡Maldito seas! ¿O quieres que te cortemos el rabo?

 Se acurrucó en las puertas de algunas casas, pero de todas lo echaron a escobazos

 —¡Largo de aquí, chucho, que apestas!

 Entró en la iglesia pero el cura lo sacudió por las orejas y le cerró la puerta.

 —¡Ven para San Antón, chucho, y te echaré la bendición!

 Y con los huesos molidos y los ojos vidriosos, acabó por tumbarse en un regato seco.

 —¡Al sereno, chuchos, a vigilar el maizal! —ordenó el amo la quinta noche.

 Tizón durmió entre las mazorcas como un lirón. Tano se pasó la noche dan­zando como el azogue, le aterraba el croar de las ranas, le atemorizaban los ojos de los conejos, le encogían el alma las irregulares sombras... y en todos los ruidos creía oír los pasos del zorro.

 —¡De caza chuchos, vamos de caza, que la mujer de mi amo está enferma y se le ha antojado un caldo de paloma recién muerta! —ordenó el amo la sexta noche.

 Tizón se portó como un gran perro de caza: corría, husmeaba, ladraba... y el amo le animaba con halagos y le premiaba con caricias. Tano, sin embargo, fue inca­paz de dar pie con bola: tropezaba, se caía, no podía levantarse... y acabó con los oídos sordos de los silbidos del amo y el trasero colorado de tantos puntapiés.

 En cuanto llegaron a casa se desplomó a los pies de uno de los chopos con un solo pensamiento: que su madre, aunque fuera la esposa de su amo, siguiera siendo su madre. Pero nada más abrir las puertas comprobó que también era su ama.

 —¿Cómo es posible que con dos perros no hayas traído otra paloma para nosotros? —preguntó a su marido.

 —Porque de los dos, sólo puedo contar con uno —respondió él—. Este nuevo sólo me vale para perder tiempo.

 —Pues abandónalo que el tiempo es oro y hay demasiados perros para per­derlo en domesticar a uno.

 —No, mujer, no, que los perros vagabundos están expuestos al hambre, a las pestes y al palo. Conozco otra solución menos humillante para los dos.

 —¿Cuál?

 —Ahorcarlo.

 —Pues ahórcalo ya, que no quiero trastos en casa.

 —Mañana, mujer, mañana. Hoy te lo dejo aquí, para que se reponga, y si mañana no sube al monte con más garbo ¡zas!, lo cuelgo de un árbol y que se lo cenen los buitres.

 —Bien, hombre, bien, pero átalo para que no se escape que yo tengo mucha tarea en casa y no puedo estar aquí de centinela.

 El Apuros llamó a Tizón y se fue con él al campo. Antes de salir del pueblo se hizo ver por Abundio, (el tonto oficial del pueblo).

 —No mires, hombre, que el otro “perro” no viene. Lo dejé en casa, atado a un chopo -le espetó para que lo troncara, y lo troncó.

 Aquel día, con un pretexto o con otro, todo el pueblo fue a casa del Apuros. Los primeros en llegar fueron los niños, éstos comían cerezas y le tiraban los huesos a Tano. Tano, apurado por el hambre, los lamía y los relamía. Y los chiquillos se divertían de lo lindo a costa de su desgracia. Después acudieron las mujeres. Éstas, con absoluta desvergüenza, plantaban las herradas a medias de agua delante de Tano, para ver con sus propios ojos si bebía o no como los perros, para averiguarlo por ellas mismas. Éste rehusaba el agua: le quitaba la sed tanta maldad. Pero una de las más atrevidas lo cogió por las orejas, le metió la cabeza en el cubo... y al intentar defen­derse ¡zas!, se partió los “morros” con el borde metálico. Por último, como fieras a comprobar las habilidades de Tano, llegaron los hombres. Unos le silbaban, otros le azuzaban, y todos, con guasa, le dejaban el mismo recado a su ama: "Si el Apuros lo pone en venta, me avisas para comprarlo".

 A media tarde se ocultó el sol y una terrible tormenta paralizó la vida del pue­blo. Tano se vio ya cenando con el diablo, le cegaban los relámpagos, le descomponían los truenos, tiritaba de frío. Por fin llegó el amo con Tizón y lo desató para que entra­ra en la cocina con ellos. Tizón se hizo un ovillo junto a la chimenea, al amor de la lumbre. Tano lo imitó. Desde allí miraba implorante las puertas interiores. "Si el amo me autorizara a volver a ser hombre, si el ama quisiera ser de nuevo mi madre..." se decía en silencio, con los ojos brillantes. El ama añadió leña y sopló con el fuelle. Las llamas empezaron a crepitar furiosas. Tano, huyendo de las chispas, metió la cabeza entre sus pies.

 —¡Aparta, chucho, aparta que agobias! —le ordenó ella, soltándole a la vez un fuellazo en el cogote.

 Se arrastró hasta los pies del amo que cenaba a sus anchas unas sopas de ajo. "Con lo bien que huelen, deben saber a gloria", pensó suplicante, sin quitarle los ojos. Pero tuvo que consolarse con un mendrugo de pan duro que le dejó Tizón.

 Amainó pues la tormenta y se desvaneció su esperanza; las delicias de las casas eran para las personas, no para los perros.

 —¡Vamos, chuchos, a vigilar los caballos que hay moros en la costa! —les ordenó el amo aquella noche, la séptima de ellas, y por un sendero de barros los con­dujo a la caballeriza.

 Tizón se quedó expectante detrás de la puerta, para atacar a los posibles ladrones; Tano se escondió tras unos sacos de paja, para salvarse de ellos. Parecía que nada ni nadie quería romper esa calma que sigue siempre a las tormentas, a las tempesta­des, a las furias, pero a eso de la media noche oyeron unos pasos que se acercaban sin prisa. Tizón abrió las orejas y estiró el pescuezo desafiante; Tano se cruzó los brazos sobre el pecho para que no se le escapara el corazón. De repente ¡pumba!, alguien derri­bó la puerta de una patada y entró. Tizón ladró enfurecido, rabioso como nunca; Tano mordió uno de los sacos con el ansia de colarse por el agujero. Aquello no era un ladrón, era un fantasma. Iba envuelto en una amplia manta de tiras de mil colores a cual más chillón que le cubría de la cabeza a los pies, ocultaba el rostro tras una máscara de orejas, pestañas, narices y bigotes descomunales, y del cuello le colgaba una cadena con un farol encendido. Tizón desenvainó los dientes y se fue hacia él dis­puesto a atacar. El fantasma sacó de entre la manta una mano enguantada y le acari­ció la cabeza. Tizón se apaciguó al instante y empezó a mordisquearle los flecos de la manta. Tano, en su escondite, no entendía nada, sólo que tenía miedo, mucho miedo. El fantasma sacó un puñal y empezó a dar vueltas de peonza, como si estuviera loca­lizando a alguien de quien sólo oía su respiración. Tizón andaba como satélite, feliz a su alrededor. Súbitamente se detuvo el fantasma. "Ya me echó el ojo, —se dijo Tano encomendando su alma a Dios— pronto me echará el puñal". Pero el fantasma sólo se echó a reír. "Ja ja ja ja! ¡ge ge ge ge…!", Y cuando carcajeó todas las vocales se fue tan mis­teriosamente como llegó.

 El Apuros entró en casa y se quitó el disfraz.

 —¿Qué ocurrió en la caballeriza? —preguntó su esposa anhelante.

 —No lo sé, —respondió él cayendo abatido en un sillón de mimbre— pero te aseguro que si con el susto que le he metido en el cuerpo no se arrepiente, podemos ir haciéndonos a la idea de que nuestro hijo quiere ser perro toda la vida.

 Tizón y Tano se quedaron en la caballeriza abierta de par en par. Los caballos relinchaban de vez en cuando, como nerviosos por algo. Tizón se quedó traspuesto como si no hubiera ocurrido nada. Tano quiso llorar, pero ignoraba cómo lloraban los perros; quiso cantar para espantar el miedo, pero los perros no cantaban; quiso enganchar la puerta a los goznes, pero los perros no podían hacer de carpinteros... y el páni­co se quedó navegando en el mar de su sangre.

 Siete días con siete noches llevaba ya siendo perro y aquello más que una suerte era una desgracia. No podía llorar, reír, cantar, hablar, correr con los brazos abiertos cual alas, subir a los árboles a coger nidos, cortarse las uñas, vestirse, calzar­se, ir al baile, dormir entre sábanas, lavarse con agua caliente, comer natillas... y a tra­vés del prisma de la realidad vio que había hecho el canelo renunciando a sus venta­jas de hombre. Tras el muro que libremente había alzado entre él y sus semejantes creyó oír la voz del que fuera su padre: "Desconfía de lo que dice la gente, fíjate en lo que hace". Y era cierto, muy cierto, a todos les había oído decir que era mejor ser perro que hombre, pero no había visto a ninguno que dejara de ser hombre para ser perro. Sólo él lo había hecho, él solamente. ¿Cómo había podido ser tan necio teniendo por padre a un hombre que se había dejado conducir siempre por el sentido común, por su propio criterio y por el afán de dignidad, y no por las imposiciones, normas y con­sejos de la gente? No lo sabía, sólo sabía que había hecho mal.

 Pensó en pedir el indulto, pero rechazó el pensamiento: los hombres no negociaban, no dialogaban con los perros. Y los ojos se le llenaron de lágrimas.

 Al verlo tan triste, Tizón se hizo un ovillo a sus pies.

 ¡Ay, Tizón! -le dijo acariciándole la cabeza, bajito, para que ni el aire lo oyera-. Para un hombre esto de ser perro tiene más espinas que rosas. ¡Qué bobo he sido! Y lo peor es que no puedo pedirle a nuestro amo que vuelva a ser mi padre.

¡Ayúdame, Tizón, ayúdame a sacar la pata de este berenjenal! Yo no puedo, no puedo ser como tú! ¿No lo ves?

 Y Tizón, después de mirarlo de hito en hito, se apartó y empezó a hurgar con el hocico en el suelo, tranquilo, ausente, como buscando el remedio que le pedía aquel compañero tan raro.

 Los grillos se quedaron dormidos con los primeros cantos de los gallos. El sol empezó a matizar las colinas de filos dorados. Los “perros” salieron a la calle. Tizón se revolcaba feliz entre las piedras cubiertas de rocío. A Tano le inmovilizaba la humedad, le estremecía. A lo lejos resonaron las pisadas de un burro y el eco de un familiar silbido. Era el amo. Tizón corrió a su encuentro. Tano fue incapaz de moverse. Al lle­gar a la caballeriza el Apuros se apeó del asno.

 ¡Qué barbaridad! -exclamó enfadadísimo-. ¿Quién ha entrado aquí esta noche?

 Tizón lo miró extrañado. Tano cerró los ojos. Y sin repetir la pregunta entró, contó los caballos, enganchó la puerta a los goznes, y salió con una soga en la mano.

 —¡Vamos, chuchos, vamos, que hoy, o cambia la flauta de son, o subimos tres y bajamos dos! —pronosticó.

 Y de un impulso, como quien coge un costal, cogió a Tano y lo echó al burro.

 Llegaron al tajo. El Apuros repitió el impulso a la inversa. Tano quedó en el suelo hecho un cuatro, cara al sol pero no se inmutó. Al contrario, bebió agua y se fue a azadonar, a cavar unos surcos como si tal cosa. Tizón se quedó la sombra, mordisqueando la hierba. De vez en cuando miraba a Tano y le ladraba para que fuera a su lado, pero Tano ya no podía ni pestañear. "¡Qué más da? —pensaba desesperado— Prefiero morir achicharrado antes que ahorcado, porque mi padre me ahorcará esta tarde, como ahorcaría a un perro, y me enterrará en un muladar, donde enterraría a un perro, y no llorará por mí, y mi madre no se pondrá luto, y no doblarán las cam­panas, y el pueblo no me echará de menos, y los jueces no dignificarán mi muerte... porque cuando muere un perro, no muere nadie". Tizón debió adivinar sus negros pensamientos y arrastrándolo por los jirones del pantalón lo condujo hasta su amo.

 ¡Maldita culebra! -vociferó el Apuros alzando el azadón a modo de espa­da y volviendo los ojos al supuesto reptil— ¡Ahora mismo te divido en dos!

Pero al ver a su hijo se detuvo expectante.

 —Como no soy buen perro, déme el azadón que aprenda a ser un buen hombre -suplicó éste con un hilito de voz, intentando ponerse en pie—. ¡Démelo!

 Y se lo dio.

 Cuando Tano apareció en el pueblo transformado en hombre, todos le hicie­ron corro.

 ¿Tan mal te pintó de perro -le decían-, que a los siete días has mudado de idea?

 Pero él no se amilanaba.

 ¡Nada de eso! -les decía-. Me daba tanta pena veros trabajar mientras que yo descansaba que he decidido dejaros libre la cuadra. ¿Qué os parece? Yo... me conformo con luchar para llegar a ser un simple amo. Así que, a entrenaros, que si sois mejores perros que personas, os compro para guardarme la dehesa.

 Y aunque todos huían escaldados, ninguno creía que llegaría a ser amo.

 Tano trabajó al ritmo del Apuros hasta que reunieron las tres onzas de oro que les faltaban y una más: la octava, la del papeleo, que decía el padre. En cuanto las vieron en sus manos, padre e hijo se fueron a la ciudad, a hablar, a negociar con el amo de ambos.

 —Dicen, don Zenón, que quiere vender la dehesa.

 —Y dicen bien, Apuros, por siete onzas de oro; las necesito para saldar las tarjas de mi hijo.

 —Pues si me la vende a mí, yo se la compro.

 —¿Usted?

 —¡Sí, yo!

 —¿Y de dónde va a sacar usted siete onzas de oro contantes y sonantes?

 —¡De aquí, del bolsillo. Mírelas!

 —¡Pues hale, vamos al notario!

 Cuando la esposa del Apuros y madre de Tano tuvo en sus manos el manojo de llaves de la dehesa, lo batió por todo el pueblo a modo de campanas.

 —¡Somos amos! ¡Somos amos! ¡Somos amos! —repicaba orgullosa.

 Pero por más que lo repicó, nadie se lo creyó. Lo de que el Apuros era amo era algo como lo de que Tano era perro: una farsa, una comedia. Y sólo se rindieron a la evidencia cuando vieron que la familia dejaba la caseta de los chopos para instalarse en la casona de la dehesa de don Zenón.

 Desde entonces Tano se dedicó a disfrutar y a controlar responsablemente su hacienda. Su madre no volvió a dar un palo al agua. Su padre bajaba todos los domingos a la taberna y entre bastos y copas surgían a veces las espadas de sus oros.

 —¿Cómo es posible y a qué santo le has rezado para que naciendo más pobre que nosotros te vayas a morir más rico? —le preguntaban con ironía, molestos, incluso.

 —Pues esto obedece a que mi Tano fue perro siete días —les respondía él con naturalidad- Y el milagro se lo debo a dos santos: a Santa Miseria y a San Azadón, que era tanto para uno, que a los dos les encomendamos nuestro sueño mi esposa, mi hijo y yo.

 Y todos tenían que morderse la lengua de vergüenza, pues, mientras que ellos subían la cuesta de la vejez cargados de apuros, el Apuros la paseaba jugando a las cartas sin ningún apuro.

 

Autora: María Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España

mjsanchezoliva@gmail.com

 

 

 

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