En el taller
hacíamos girar los fierros sobre una tabla, mientras el viejo los golpeaba con
la masa para enderezarlos, cuando, de pronto detuvo su trabajo y se acodó sobre
el banco de carpintero; no quisimos interrumpirlo, suponiendo que escucharíamos
alguna otra historia...
Tin..., tan...,
clan.
Ese ruido me
trae muchos recuerdos...
“Parece que lo
veo a mi papá golpeando y golpeando en el yunque de su herrería”, -dijo con cierto
tono de nostalgia.
Arreglaba ruedas
de carro y todo lo que le pedían relacionado con los fierros, yo siempre estaba
con él y me gustaba mucho ayudar y aprender, mi mejor lugar era la fragua,
tenía que mantener el fuego, agregándole carbón y dándole con el fuelle para
dejar los fierros al rojo vivo. Un día, terminó las herraduras y demoró varias
horas en colocarlas en cada vaso, recuerdo que eran tres los caballos, porque
él repetía: “ya están listas las doce patas”. “Ya está lista la docena”.
Se acercaba el
mejor momento para mí, porque seguro que me elegirían para llevárselos a sus
dueños, ya era yo más grandecito, tenía once años y podían confiar en mi
responsabilidad…
Rogué que no se
acordaran de aquella vez que decidí hacerlo galopar lo más rápido que se
pudiera, sentí el viento en la cara y veía las crines flameando, todo era tan
rápido, y me sentía tan seguro de mi mismo..., dominaba al caballo y todo era
muy divertido.
Al final de una
bajada había una curva en medio de un pequeño bosque, aparecieron cuatro
jinetes obstruyéndome el paso, quisieron salir, pero era muy tarde, solo
pudieron girar apenas un poco y fue peor, porque quedaron atravesados... Dicen
que chocamos y yo salí despedido, volando por el aire a más de treinta metros,
me recogieron para llevarme a mi casa, desperté acostado en mi cama, mi mamá
trataba de hacerme tomar agua con azúcar.
Me acuerdo que
por mucho tiempo me dolía todo el cuerpo.
En otra ocasión, sucedió algo parecido... Me
gustaba hacer galopar al caballo al máximo de su potencia, pasaba cerca de la
estación del ferrocarril y me encontré con una cadena atravesada, porque
seguramente estaría por llegar el tren, salí volando y rodando por el piso, no
sé cuantos metros..., mientras el caballo relinchaba y sacudía su cabeza contra
la cadena, se quejaba sin entender nada.
Me recogieron los carabineros y me llevaron a
casa, tratando de calmar con palabras todos mis dolores.
Me acordé
también de ese hombre que apareció pidiendo ayuda, porque tenía hambre y sueño,
éramos muy pobres, pero una familia hospitalaria, jamás se le negaba ayuda a
nadie. Lo hicieron pasar y cenó con nosotros, se le dio un lugar para dormir;
al día siguiente, mientras agradecía que lo hubieran dejado entrar, descubrió
un viejo jarrón que tenía mi mamá, un jarrón florero.
¡Qué lindo
jarrón de colores!... -exclamó mientras lo miraba fijamente.
¡Qué lindo
artefacto!
Apenas terminó
de pronunciar su segunda frase, todos vimos con asombro como el jarrón se
partió en mil pedazos; entonces mi mamá le pidió que se fuera y que se alejara
de nosotros lo antes posible, que no apareciera nunca más.
Durante una tarde de calor, viajaba con un
compadre de mi padre, él conducía y yo iba sentado en las ancas del caballo,
avanzábamos despacio entre muchos arbustos, entonces, apareció un hombre viejo
con su cara muy arrugada y el pelo muy blanco; saludó sonriendo con sus pocos
dientes.
Lo reconocí, era
el personaje del jarrón, pero no dije nada, me mantuve en silencio.
“Lindo día les
ha tocado para andar por acá..., -dijo.
“¿Vienen de muy
lejos?...”.
“No, Más o
menos...”.
“¿Hacia donde
van?...”.
“Al poblado...
Cerca del río”.
“¿Mucho
trabajo?”
“Bueno... Más o
menos...”.
“¡Qué lindo
animal tiene!”.
“Sí..., así es”.
“¡Qué linda
bestia!... ¡qué lindo animal! ¡Qué lindo!...“.
Todo eso exclamaba, mientras miraba fijamente
a nuestro caballo.
Entonces, algo
me preocupó y, sin entender por qué, salté hacia atrás, separándome rápidamente
del animal.
El compadre de
mi padre también se bajó, mientras el personaje seguía con sus elogios.
De pronto, vimos
con asombro que nuestro caballo se desplomó... Cayó muerto.
Mi amigo comenzó
a gritar, dirigiéndose a ese hombre tan extraño.
“¡Mire lo que me
hizo!... ¡Mató a mi caballo!... ¡Mató a mi caballo!”.
El hombre
respondía, sonriente: “No, no hice nada, yo no le hice nada”.
“¡Sí!... ¡Usted
lo mató! ¡Usted lo mató!...”.
El hombre
repetía: “no hice nada, no hice nada”, mientras se alejaba, hasta perderse
entre unos árboles.
El jinete no
podía consolarse y acariciaba al animal como para hacerlo revivir, no se
resignaba, no tenía consuelo.
Yo permanecía en
silencio. Le ayudé a desensillar y quitar las riendas, nos alejamos caminando,
no sé cuantos kilómetros, sé que fueron muchas horas sin hablar ni una palabra,
cada tanto escuchaba la frase... “¡Ese hombre mató a mi caballo!”.
Cuando llegué a
casa, le conté todo a mi mamá y enseguida comenzó a rezar.
Mientras miraba
los tres caballos listos, con sus correspondientes herraduras.
Me dije: “por
favor..., que tampoco se acuerden de eso tan misterioso, que solo piensen en
darme el trabajo, quiero llevar esos animales a sus dueños”.
Los recuerdos
pasaban por mi mente, mientras veía como preparaban todo para el viaje, fingía
estar distraído mirando como el fuego de la fragua se apagaba solo.
Se me debe haber
iluminado la cara de alegría cuando mi padre dijo: “ya está...”, y me subió al
caballo que yo conocía muy bien...
Me dio una
manzana para ir masticando y los animales comenzaron a andar siguiendo el ritmo
del mío, todos atados con el mismo lazo, todos unidos.
Trotaba
despacio, por momentos caminaban muy lento y en los lugares planos los hacía
galopar, me divertía ver como todos obedecían a los cambios de ritmo. El camino
de tierra era ancho, podía pasar un carro tirado por bueyes, atravesaba planicies
con terrenos cultivados, laderas, viñedos, muchos matorrales silvestres con
yuyos y arbustos
Mirando hacia
atrás, veía el polvo que se levantaba con tantas patas, tantas herraduras.
El sol ya estaba muy bajo, veía como se alargaban
todas las sombras; me acuerdo que llegué a destino con las últimas luces del
día.
Estaban esperándome, con alegría, me hicieron
desmontar para convidarme algo de lo que ellos comían, se preguntaban si yo me
animaría a volver por el mismo recorrido con el cielo tan oscuro...
Recuerdo que no sentía ningún miedo, quería mostrarme
decidido, como si supiera de memoria cual era mi trabajo.
Empecé el regreso galopando fuerte, se veía cada vez
menos, en la noche oscura podía adivinar algunas sombras de árboles, arbustos o
sembradíos. El camino fue desapareciendo de mi vista, así que tuve que confiar
en el animal y sus instintos.
Dejé de darle órdenes, solté las riendas, para
permitir que fuese solito, pero fue aminorando la marcha hasta caminar con
pasos bien lentos. Me sobraba tiempo para estudiar el paisaje de los
alrededores, pero la noche era muy oscura, mis ojos, bien abiertos, no veían
nada. Dejé que él manejara la situación, Sus pasos lentos eran el único sonido
que se podía escuchar, no se veía ni siquiera alguna estrella.
No recuerdo cuanto tiempo pasé recorriendo ese camino,
no sé cuantas horas...
En un momento determinado, el animal se detuvo, no
había forma de moverlo, no sabía como salir de esa situación tan rara, Me
preguntaba qué habría visto, qué estaría sintiendo que no conseguía entender...
Pensé que una brisa suave habría movido algunas ramas
y, tal vez, eso lo asustó, lo frenó, me bajé y caminé unos metros, grité en
distintas direcciones.
“¡Eh! ¡Oiga
Señor!... ¡Señor!...”.
La única respuesta era el silencio profundo de la
noche.
Busqué las ramas
que suponía se habrían movido por la brisa y las sacudí con fuerza, como para
demostrarle que no había nadie escondido ahí atrás.
No sentí ningún
miedo, quería que el animal se moviera y solo escuchaba su respiración. Pasé
mucho tiempo sosteniendo sus riendas con la mano y preguntándome qué podría
estar sucediendo, me armé de mucha paciencia, esperando..., esperando...,
esperando...
La oscuridad me
aplastaba, no veía al animal, pero sentía su cuerpo caliente y su respiración,
alrededor todo era silencio.
No sé cuanto
tiempo habré esperado, la noche, además de oscura se me hacía muy larga.
En un
determinado momento reaccioné y decidí montarlo, no fuera cosa que empezara a
andar y me dejase a pie, solo, en plena noche y en el medio de la nada.
Seguí pensando
diferentes explicaciones, pero arriba del animal...
Cuando me estaba
quedando dormido, se empezó a mover decididamente, era como si hubiera recibido
la orden de comenzar a andar de nuevo. Sus pasos ya no eran tan lentos, ya no
frenaba, avanzaba convencido de saber bien cual era el camino a seguir.
Mientras tanto,
continuaba preguntándome: ¿qué pudo haberle pasado para detenerse así en medio
de la noche oscura?
Cuando estuve de
nuevo en casa con familia y amigos, conté varias veces lo ocurrido, para ver si
me ayudaban a entenderlo, pero todos suponían algo diferente.
La gente de
campo interpreta, según sus supersticiones, que el animal se detuvo justo en un
lugar donde hay oro, que alguna vez murió un caballo en ese mismo sitio, que
las ánimas andan penando y justo alguna se le cruzó en el camino, que tal vez
algún antepasado equino, su padre o su abuelo, tuvo algún problema en ese
lugar, o que algo estaría por ocurrir y la única forma de contarlo era con ese
comportamiento.
Siempre me
dijeron que los animales escuchan más sonidos que los humanos, o ven las cosas
antes de que sucedan, entonces, tal vez, andaba cerca algún puma o alguna
culebra, pero el caballo no mostraba tener miedo, solo se detuvo porque se
detuvo.
No volví a
cabalgar en los próximos veinte años, cuando ya estaba de novio con Liz.
Ya había cruzado
la cordillera y vivía una vida nueva, cabalgar por el bosque de Llao Llao era
romántico y divertido, nos reíamos mientras galopábamos a máxima velocidad,
cuando parábamos a descansar ella contaba anécdotas de Sabandija, el caballo
negro de su infancia. Los cuatro hermanos lo montaban y lo guiaban hasta el
río, cuando estaban al medio se sacudía hasta hacerlos caer a todos, era la
diversión del animal, solo lo hacía con los miembros de la familia, cuando
llegaban visitas, ellos invitaban a los otros niños a que montaran para
divertirse cuando los hiciera caer al agua, pero con los invitados se portaba
muy bien, el problema era con los cuatro hermanos.
Su padre lo
había regalado a un conocido que vivía muy lejos, pero a los pocos meses volvió
solo, aunque se portaba muy mal, él quería quedarse con ellos.
Yo escuchaba atentamente sus anécdotas cuando
andábamos muy lento y nos dábamos las manos, mojadas con el sudor de los
caballos alquilados, pensaba que algún día, le contaría mis historias vividas a
lomos de los caballos... Pero terminé contándolas a mis hijos.
Muchas veces
llegan sonidos, olores, imágenes, o sensaciones que me hacen revivir las
anécdotas del pasado, recuerdos que siguen vivos en mi mente y me acompañan
siempre. Estaría bueno poder escribirlos, así no me llevo a la tumba todas esas
vivencias...
Autor: Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.