Nosotros, Armando y Margarita. Por aquellos años éramos jóvenes...,
teníamos los bolsillos llenos de soles futuro y la luna colgando de nuestras
pestañas.
Caminábamos senderos abiertos, sin vértices, todo oblicuo de naranjas sin
ramas, de naranjas inventadas…
Yo estaba dando clases a los niños que siempre he amado tanto..., a los
niños ciegos...
Con Armando recorríamos los pasillos del hospital Central, mi mente
estaba perturbada, no sabía cómo se lo iba a decir...
Aquel niño pertenecía a una familia muy humilde de campo. Muchos
hermanitos, pobreza total.
Sus ojos conocían los rosados del atardecer en el techo del rancho, la
mirada ternura de su madre..., las alpargatas y los juegos infantiles en aquel
patio de tierra tan suyo...
Él esperaba que aquella afección que tenía en sus ojos, sanara...
Sus padres no estaban, no recuerdo por qué yo debía decírselo, eso
deshilachaba la tela de mi alma.
Le dije: "Carlitos, tus ojos no pueden sanar..., pero vas a poder
mirar mejor con otros ojitos que tenés en el alma...”. Me dijo: ¡Qué fácil es
para usted decírmelo, porque usted ve!... Lo abracé con el alma, nuestras
lágrimas profundas, tristes, calladas, espacio de tiempo incalculable...
Solo pude balbucear: “Carlitos, yo nací ciega...”.
Autora: Olga Triviño. Mendoza, Argentina.