Mi alma se ha dormido en tu silencio,
aburrida. Este silencio carece de ritmo, de diálogo. Mi alma está fatigada de
dar pasos hacia una puerta por la que jamás entras tú. Sin perspectiva. Hace mucho
del tiempo del encuentro. Aquí he llegado, a este pasillo de arena, con el mar,
ese indeciso infatigable, a un lado y las dunas caprichosas y tiernas al
otro.
Me demoro en recordar, a sabiendas de que no
he olvidado nada:
Tu pelo mojado, muy pegado al cráneo, esfera
que pierde su nombre. Tu pelo seco, despeinado, salina intrincada por cuyos
vericuetos aventuro mis dedos insípidos, sazonados del placer que te provocan.
Atentos, se detienen a escuchar un pensamiento voluptuoso, se recrean ante un
estremecimiento involuntario, se halagan cuando oyen:
–¡Qué gusto!
Se estimulan con tu:
–Sigue, sigue...
Toco tu frente, relajada, parcela de tu cara
sin vegetación donde no hay abono para las arrugas. Tus cejas anchas,
acogedores refugios que cobijan gotitas de agua que resbalan por mis uñas en
mágica fusión. Tu nariz, tu nariz aplastada, yo diría un poco fea, tan sensible
al perfume del amor, capaz de seguir el rastro de las sirenas hasta sus
camuflados palacios submarinos. Tu barbilla mal afeitada, retadora, que tantos
regalos deja en mi piel al acariciarme, generosa. Tus mejillas: me paseo, son
de color dorado playa y, levanto en ellas castillos para guarecer mis besos
piratas. Tu boca, una nube fresa: he recorrido tanto esos cielos..., iba,
volvía, me extasiaba..., iniciaba un coito diminuto con mi lengua en la
comisura izquierda, mordía, devorador, la curva de la nube arrancándote un
mohín de complicidad con mi pene que alcanzaba, de inmediato, la altura de tu
deseo, y en mi oído susurrabas:
–Que me tengo que ir al agua. Que me tengo que
ir al agua.
Cuántas penas ha iluminado el haz de luz de tu
sonrisa. Tu boca sabe a postre de fresas con naranja, que me llena, que me
lleva resbaladizo a absorberte, a penetrarte: ¡mío, mío, mío! posesivo, loco de
amor, creído de transmitirte un discurso de inequívoca interpretación.
Tu cuello: esa
Cálida
ufana
especial
llanura
orgullosa
donde la punta
de mi nariz fría encuentra abrigo. Pista de baile para el tic–tac–tic–tac de tu
sangre. Cuántos llantos ha diluido la uve de verdad que presenta. Mansión de la
garganta que no pudo hallar mejor posada.
–¡Vida mía!
Ahora soy yo quien se tiene que ir al agua,
quien ha de distraerse mirando a otras parejas pasar, tomadas de la cintura,
cogidas de los hombros.
Hombros...
Tus hombros: mesetas configuradas en armonioso
declive, modeladas por los aires templados de las mañanas de levante, por
los vientos violentos de las tardes de poniente que, atrevidos, alborotan tu
flequillo. Mis manos encajan perfectamente en ellos, parecen hechos para ellas.
Me hablan: dicen que no me retire. Qué bien ordenan mi brazo, mi codo, mi
antebrazo y mi mano alrededor de tu espalda, esa, en la que has sabido colocar
como en un pentagrama de sensaciones, las notas del peso y del paso de los años.
Tu pecho casi sin vello, decidido a no ser caja de Pandora, porque, de querer
guardar algo para siempre, opta por las ganas de vivir mucho tiempo, no por la
esperanza de vivir. Ahí, tus tetillas, apetitosos caramelos de azúcar moreno
para calmar mis momentos de ansiedad.
Palmo a palmo voy andando tu paisaje, búmeran
palpitante.
Me sorprenden las uñas de tus pies mal
cortadas, como corresponde a unos dedos que rompen la ortodoxia. Tus piernas no
son de nadador, pero tienen la dulzura de los lametazos de los perros con los
que has andado los caminos, con los que has compartido tu pan, tu agua. Son
capaces de aplastar injusticias. Ligeras para dejar atrás malos ratos. Tu
vientre sin pizca de grasa, con ese pocito, reproducción del que hay en la
cueva de los Verdes, ¿recuerdas el cuento?
Hace mucho que, érase una vez, cuando el
vulcanógrafo mayor del universo repartió los volcanes por la superficie
terrestre, que uno de ellos entró en erupción y, como se quemaba las manos, lo
dejó caer precipitadamente en una islita del Atlántico llamada Lanzarote.
Atravesando capa tras capa de tierra, formó una gran cueva que habitó una
familia de nombre los Verdes. Esta cueva tiene un pozo singular, misterioso,
que agradó sumamente al divino diseñador de los seres humanos, por lo que dio
en reproducirlo en cada uno de ellos. Aquí, ¿ves?
Yo investigaba su profundidad y tú admirabas
mi elocuencia, crédulo.
Ya tu sexo se impacienta, reclama mimos, me
pide que lo atienda:
–Y a mí, ¿cuándo me toca?
Conjunción copulativa de los pronombres yo,
tú, enclíticos, por la gracia del amor. Medida precisa que cumple mi demanda,
calmando mi ambición de hacer tienda en el Tabor, éxtasis de la entrega.
Agoniza la tarde. Palidece el sol a cada
instante.
¿Dónde saciará tu lengua su sed de ahora? ¿En
qué manos beberá tu cuerpo?
Despacito, para sorprenderme, ¡traidora!, se
acerca la soledad, esa simbiótica frustrada que quiere acabar conmigo este
trece de septiembre que debería haber sido nuestro. Si hubo víctimas, no hubo
culpables.
El mar arrogante permanece indiferente sin
intervenir; él no está solo, es autosuficiente.
Fuiste abandono en nombre de la madurez, por
liberarte de esperas, celos, miedos... ¡hay que tenerlo todo controlado!.
– Pues muy mal.
–¡Maldita sea!
– No renuncio. ¡No!.
–Quiero tener contacto con tu carne, sentir el
calor de tu semen, someterme a la felicidad de estar junto a ti.
–Puedes fingir no conocerme.
–Bien.
–Pero siempre seré nosotros.
Autora: ángeles Sánchez Herrero. Madrid, España.