Mi
padre solía llevarme al bar después de comer; era domingo, pero no un domingo
cualquiera.
Al
reencontrarse con sus habituales compañeros de juego, les espetó la noticia, pero
sin aspavientos. Él estaba muy convencido; al menos eso me pareció a mí. Sin
embargo, mis precauciones y dudas eran mucho mayores: tal vez me había
equivocado al tomar nota, quizá no lo había entendido correctamente…
Copiar
los números requiere mucha práctica y buena concentración; es muy probable que
se nos cuele un punto de más o que se nos vaya un punto de menos, puede suceder
que no escuchemos debidamente a la persona que los pronuncia. También ocurrirá
que tengamos que pasar a otro renglón y no hayamos advertido de que el total de
cifras ya no nos cabe en los cajetines que restan. Claro; es una labor que
exige mucho cuidado y pocas interrupciones.
¿Y
cómo lo sabes, si todavía no ha salido la lista?
Su
contestación fue muy simple y directa; él me lo ha asegurado.
Dos
días antes, yo había regresado del colegio para disfrutar de las vacaciones
navideñas.
No
obstante, aquella mañana se me planteaba desarrollando un trabajo muy
concienzudo: anotar los premios de la lotería. Requería concentración y exactitud,
y me llevaría varias horas.
El
aparato de radio reposaba sobre un soporte, que estaba fijado en los baldosines
de la pared, a la entrada de la cocina.
Disponía
de cuatro teclas y dos ruedecitas. Las teclas, de izquierda a derecha, tenían
estas funciones: encender, onda media, onda corta, apagar.
Una
de las ruedecitas ajustaba el volumen y la otra sintonizaba las emisoras.
Me
senté sobre una banqueta de madera y la arrimé a la mesa para trabajar con
mayor comodidad.
Luego
recuperé el necesario material de escritura braille:
Una
regleta que me había obtenido como premio en un concurso de lectura en el
colegio, un punzón que mi maestro me había dado al comenzar mi aprendizaje y
unos cuadernillos que alguien que trabajaba en una imprenta me había facilitado
y que servían por su gramaje para la escritura braille.
Madrugar
en pleno invierno tenía su mérito, en especial cuando la única fuente de calor
para toda la casa provenía de la lumbre de la cocina económica.
Desayuné
con rapidez y enchufé la radio. Moví el sintonizador de las emisoras, y en
aquel momento comprendí que mi situación era preeminente respecto de los demás
miembros de mi hogar.
Cada
persona tenía asignada una labor concreta para aquel día. La mía no podía ser
otra, pues requería la máxima atención y destreza al recibir un posible
torbellino de datos.
Las
otras personas no podían quedarse paradas, pues tenían encomendadas otras
faenas que, en algunos casos significaban salir al exterior, y siempre
desplazarse por las otras dependencias o fijar la atención en diversos
quehaceres que impedían estar pendientes de lo que decía la radio.
Mi
esparcimiento, mientras mi padre y sus amigos jugaban en el bar, consistía sólo
en ser un expectador. Podía seguir o no cada jugada o el resultado de las
partidas; eso aquí no importaba, salvo para ejercitar mi hábito de
concentración mental.
Normalmente,
salvo en ausencia de alguno de los contrincantes, las parejas estaban ya
distribuidas: una podría encasillarse como practicante del juego en razón de
las cartas que les tocaban, es decir, la jugada la realizaban en base a la
valía de las cartas. La otra era más audaz, se tiraba más faroles, lanzaba
órdagos a menudo para despistar a los adversarios.
Algunas
veces, cuando finalizaba el número de envites prefijados y les quedaba tiempo
hasta la hora de regreso, me incluían en alguna partida de dominó. Entonces se
manifestaban asombrados de mis habilidades moviendo las fichas, y de mi
capacidad para recordar la situación de cada uno de los palos, así como para
dar la respuesta más favorable a mis intereses y los de mi compañero.
En
cambio, en esta ocasión parecían más remisos en reconocer mi nueva facultad.
Lo de
la partida de cartas era muy diferente, porque yo no disponía del ambiente
preparado para jugar con ellos, aunque sí sabía marcarlas en braille. Eso no lo
consideraban viable.
En
ocasiones bajaba a la plaza con los amiguitos y, si salía el tema de la baraja
motivado principalmente por los trucos de magia que conocían, intentaban que yo
participase de forma inofensiva pero muy arcaica.
Me
mostraban alguna de las cartas y me pedían que la adivinara. El resultado era
casi siempre contrario; pero ellos aplaudían, por ejemplo, que hubiera acertado
el palo de la baraja, o que me hubiera aproximado al número o la colocación de
las figuras.
En
fin, la cuestión no me complacía en exceso, pero había que mantener la amistad
y la cordialidad.
Voy a
prepararte unas patatas al ajillo, me proponía mi madre a eso de media mañana. Ella
sabía que me apetecían y las cocinaba para mí cuando yo estaba en casa.
Yo
creo que estas Navidades no se escapa sin nevar, aseveró aquel domingo. Ella no
se interesaba demasiado por los números, y no le emocionaba que la radio
estuviera en todas las emisoras con el mismo soniquete.
Escuchaba
la radio casi todo el día, sobre todo los programas de discos dedicados,
pasando de una a otra emisora.
Le
encantaban los discos de Manolo Escobar; dejaba cuantas faenas estuviera
haciendo para escucharlo, pero yo creo que no se aprendía las canciones, sino
que apreciaba la personalidad del cantante.
La
retransmisión de la lotería transcurría durante casi toda la mañana. Lo mismo
que duraba el trasiego por la cocina. Ésta se manifestaba como un hervidero; y
no sólo porque hervía la pota con las viandas que después se comerían, ni
porque hervía el agua del depósito que se utilizaba para fregar, ni porque
ardía el fuego de la lumbre; también por el tránsito de los miembros de la
casa, al ser la dependencia más visitada.
Eso
sí; al verme escribir con tanta concentración, mantenían un cierto silencio en
la confianza de que así podría cumplir mi labor de manera más confortable.
Habían
concluido las extracciones, y mi labor se acercaba al momento más trascendente.
Varios
pliegos de papel, agujereados de manera arbitraria al entender de quienes
ignoraban el código braille y sus reglas, permanecían expuestos encima de la
mesa de la cocina.
Los
periódicos de la época no registraban los números premiados hasta el día
siguiente. La misión de mi padre era, pues, desplazarse a la papelería para
comprar uno y así averiguar si había tocado algún premio y dónde había caído la
suerte.
Yo
sabía ahora, antes que nadie, si la fortuna rondaba o no por mi casa.
¿Todo
esto has escrito? Me preguntó mi padre al regresar de sus tareas dominicales.
Él
conocía el sistema braille, pero pronto cesó en su empeño iniciado de leer las
cuartillas.
Extrajo
de un cajón las escasas participaciones, provenientes del juego a la suerte
compartida en los bares acostumbrados.
Las
fui cotejando con los números que él me leía y…
“Bueno;
en esta ocasión iremos un poco más desahogados para sacar los billetes de
vuelta” Le observé verdaderamente emocionado.
Mi
alegría no era completa; no obstante, me cuidé de manifestar ciertas reservas.
Él vio; y creyó
El
domingo siguiente me sentí más protagonista; introduje en una ajada carpeta de
mi hermana todas mis anotaciones, más el material propio de la escritura, más
alguna revista de las que recibía mediante suscripción. Se lo enseñé todo con
la complicidad de mi padre.
Me
asaltaron a preguntas sobre eso que denominaban sistema de puntos, quién me lo
había enseñado, qué era capaz de escribir, qué libros podía leer, en fin,
tantas dudas propias de quienes desconocían las posibilidades que me brindaba
entonces a mí, recién iniciado en la instrucción mediante el braille.
“¿Veis
como yo tenía razón? De sobra sé de lo que este chico es capaz. Os dije que no
se podía equivocar”
La
partida de cartas duró mucho menos de lo habitual, porque me incorporaron a mí
esta vez a una confrontación por parejas al dominó, para mí más emocionante y
prolongada.
Al
terminar la confrontación a 31 puntos, cuyo resultado no recordaba, me esperaba
el colofón de la tarde: el propietario del establecimiento presentó una ronda
muy abundante, de la cual yo participé con unos pastelillos y algo de vino
dulce. Yo no podía suponerlo a mi corta edad; pero era evidente que la suerte
había sonreído a todos los presentes; mi información les había puesto sobre aviso.
Apenas
me percaté de que, efectivamente, el pronóstico de mi madre se había cumplido y
caían copos de nieve; que se había echado encima la noche invernal; que habían
transcurrido ya muchos días de vacaciones y me quedaban menos para mi regreso
al colegio. Me sentía muy contento porque habían valorado mi esfuerzo y mi
trabajo.
Los
amigos de mi padre, todos a una, me abrazaron efusivamente y se despidieron de
nosotros con el deseo para esas fechas: “Feliz Navidad, chaval”
Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.