Experiencia
profunda.
Era la
noche del sábado cinco de octubre del 2019, no había nadie esperando su turno
en la sala de guardia del hospital privado y nos atendieron enseguida.
La recepcionista tomó todos los datos del
paciente y cerró preguntando
: ¿Motivo
de la consulta?
Quise
contarle todo, pero le dejé solo tres palabras: “tengo mucho sangrado”.
Inmediatamente
abrió una puerta y pasé a un box donde la médica me esperaba para atenderme y
preguntar.
Describí
todos mis síntomas y yo mismo le di el diagnóstico.
“Me sangra
mucho la nariz y tengo ampollas negras en la boca, además de pecas negras en la
piel y hematomas. Hace nueve años tuve un episodio similar y resultó ser
púrpura trombositopénica idiopática inmunológica”.
A los 20
minutos llegó con el resultado del análisis y me lo confirmó diciendo:
“Sí, estás
con 9.000 plaquetas”.
Justo lo
que yo había sospechado, sé que para una buena coagulación debería tener más de
200.000 plaquetas.
Quedé
internado y monitoreado, con transfusiones de sangre y medicamentos que
colocaban con sueros, me sentía con cables enchufados por todas partes y a cada
rato me pinchaban el brazo para alguna extracción.
No podían
verme familiares ni amigos y me daba cuenta de que era grave porque diferentes
médicos me venían a hablar y pedían dadores de sangre de cualquier grupo y
factor. Ya era lunes siete de octubre y me dijeron que las plaquetas habían
bajado a 4000, todo un record si es que se trata de sobrevivir con eso.
Cada tanto
llegaba mi esposa a contarme lo que pasaba afuera, se movilizaban amigos,
familiares, compañeros de trabajo y toda clase de conocidos, que habían
escuchado el pedido de donantes en distintos medios.
Cuando los
profesionales dijeron que estaba grave, les pregunté qué podría hacer yo.
Respondieron: “esperar, solo esperar que los medicamentos empiecen a hacer
efecto”.
Tenían que
sacarme el bazo, para eso debía tener paciencia y dejar que las plaquetas se
recuperasen, entonces, para evitar el derrame cerebral solo debía quedarme
quieto, muy quieto, no mover nada de mi cuerpo. Traté de colaborar obedeciendo
y, me cubrí totalmente con la sábana adoptando la posición más cómoda posible.
Me dije:
“Bueno, si no puedo mover mi cuerpo al menos moveré la mente, a lo mejor da
resultado, y traté de recordar técnicas de meditación que aprendí alguna vez”.
Con el
ritmo de la respiración, dirigí mis pensamientos hacia cada lugar de mi cuerpo,
recorriéndolo varias veces, imaginé que llegaba al bazo y comencé a hablarle:
“¿Qué te pasa, estúpido?”. “¿Por qué me estás
tratando así?”. “¡Vamos!. ¡No te equivoques! “Si generás anticuerpos, hacelo
contra los ajenos, no contra los míos, las plaquetas son mías, no las
destruyas...”. “¡No las destruyas!”. “Si yo me muero, vos también, vamos”.
¡Portate bien!”.
Recuerdo que le hablé un rato largo, trataba
de convencerlo de que tenía que hacer su trabajo sin equivocarse. Generar
anticuerpos pero no para destruir mis plaquetas.
Alguien me
destapó para hablarme:
“Nos habíamos asustado por usted, ahora debo
pincharle el brazo, necesitamos otra muestra de sangre”.
No me
había dado cuenta de que transcurrieron tan rápidamente seis horas...
Se fueron,
entonces, de nuevo estuve solo. Otra vez comencé a meterme para adentro.
Sabía que
tenía que seguir con mi mente activa para no distraer al cuerpo. Continuaba
recorriendo, por fin encontré las estanterías de las que siempre se habla,
archivos llenos de recuerdos, muchas estanterías, laberintos de estanterías,
sentía que a medida que avanzaba cambiaban sensaciones, hacia otras más
agradables.
Alguien
interrumpió mi meditación, diciendo:
“¡Señor,
no se tape todo, nos asustamos por usted, hacía rato que le estábamos
hablando!”. “Ahora tomaré su brazo para pincharlo de nuevo, necesitamos otra
muestra”.
Claro,
pasaron otras seis horas.
Se fueron,
volví a mi mundo interior, la estaba pasando tan bien que me molestó bastante
la interrupción.
Por suerte
fue fácil volver a mis laberintos.
Pero tenía
que hacer algo y no lo recordaba... Ah, sí..., las plaquetas...
“Debo seguir buscando de alguna forma y, si
las encuentro, tendré que hacer algo para que se reproduzcan, creo que dispongo
de poco tiempo”.
“¿Dónde se
podrán encontrar plaquetas que me salven?”.
“Deberé
descubrirlas, o en todo caso fabricarlas yo mismo, aunque no sé ni la forma, ni
el color, ni nada”, -pensaba-, pero estaba decidido a conseguirlas de algún
modo.
Recordé la
energía de la que siempre se habló, la luminosidad de todos los santos que
hacen milagros, hasta la devoción por el dios sol de los pueblos más antiguos.
Decidí buscar por ese lado
Se me
ocurrió que tal vez las plaquetas estarían por fuera de mi cuerpo, claro, las
mías se estaban destruyendo.
“Sí...,
las buscaré allá afuera...”.
Y otra vez...
“Señor, ¡no se tape tanto!, debemos pincharlo
de nuevo, usted no está bien”.
Al menos, de ese modo me daba cuenta de que
habían pasado otras seis horas.
Pero
seguía con lo mío, un paseo por mi interior que estaba empezando a disfrutar.
Por suerte
ya conocía el recorrido, cada parte de mi cuerpo, el bazo, los laberintos de
estanterías y el brillo del sol, avanzaba de a poco hacia lo más profundo.
Busqué
cada lugar donde podría brillar algo de sol, empecé por las hojas de ese árbol
que se movía con el viento. Fui también a las piedras que hay a orillas del
lago, a la espuma que se forma en la cresta de las olas y a la nieve de las
altas cumbres, también busqué en la sonrisa de la gente, en las lágrimas y
hasta en las copas que brindan.
En cada
partícula brillante había energía, calor, vida, sensaciones agradables.
Quería
juntar todo lo que brillara, era fácil, estaba todo a mi alcance, sentía que
agregaba leña al fuego, más pedazos de sol y más crecía mi hoguera, hasta que
se fue transformando en una gigantesca bola de luz y calor.
Un calor intenso, pero no me
quemaba, una luz muy fuerte que no me encandilaba, era algo tan bueno que me
atraía, avancé un poco más, no tenía miedo, sentía curiosidad, fui más adentro,
era todo luz y calor.
Encontré
personas jóvenes que se movían rápidamente y con mucha alegría, dijeron que
trabajaban para mi, que estaban muy ocupados llevando plaquetas a mi cuerpo,
desprendían pedazos de sol como pequeños discos luminosos y se los alcanzaban
entre ellos como jugando, se los veía muy contentos. . Pensé que podrían ser duendes,
pero no de esos pequeños con gorros de lana y dedos largos, estos eran personas
normales, elegantes, jóvenes vestidos de negro. Los miré un rato largo
asombrado porque no dejaban de moverse, transformaban cada partícula de luz en
plaquetas y me las alcanzaban.
Hasta que
alguien dijo que ya eran demasiadas, que no podía tener más de lo que
corresponde, que ya no me preocupe por fabricarlas ni inventarlas, ya está, ya
hicimos nuestro trabajo.
Traté de imaginar algún número
porque quería saber cuantas me habían dado, pero sonrientes me respondían:
No sabemos, seguro que muchas.
De a uno fueron desapareciendo
absorbidos por la intensa luz.
Me quedé disfrutando de ese momento
tan lleno de energía.
Traté de imaginar algún número,
alguna forma de calcular y recordé lo del tablero de ajedrez, una plaqueta por
el primer cuadro, dos por el segundo, cuatro por el tercero, ocho por el cuarto
y así siguiendo, siempre sería el doble del anterior, hasta que descubrí que ya
me estaba pasando, tenía más de las que necesitaba.
Me dio mucha risa, una alegría que
me brotaba desde lo más profundo.
Sentí cada músculo de mi cara y
descubrí que hacía muchas horas que no reía, entonces me dije Claro, tengo que
enfrentar el problema con alegría.
Hablé de nuevo con el Bazo y le
pedí perdón por haberlo maltratado antes, le dije que lo amo, como amo cada
parte de mi cuerpo.
Empecé a moverme de a poco.
Alguien levantó la sábana y
comentó:
“Hay, se está muriendo y se ríe, va
a tener que contarnos por qué tanta alegría”.
Les dije: “es que estuve fabricando
plaquetas con la mente”.
Se fueron sonrientes y diciendo:
“bueno, si usted lo dice..., tal vez será así”.
Ya ni sentí las últimas dos veces
que me pincharon para nuevas muestras.
No recuerdo, creo que ni las
registré.
Volvieron más tarde y dijeron:
“Hoy tenés quince mil plaquetas”.
“Estás listo para que te saquemos
el bazo, pero si siguen aumentando tal vez no te operamos nada”.
Comenté que sería por alguno de los
que había donado sangre para mí, los rezos de tanta gente, los medicamentos,
las estrellas lejanas, mi trabajo interno.
“¿Qué será lo que me está curando?”.
El médico respondió: “fue un
trabajo de equipo, cada uno aportó a su manera”.
“Algo de todo lo que se hizo dio
resultado”, comentaron mientras se alejaban.
Volví a
quedarme solo y sentí que no se me borraba la sonrisa, entonces me dije:
“Me parece que yo sé en qué momento empecé a
recuperarme”.
Al día siguiente continuaba
internado, pero con veinticinco mil plaquetas.
Debía seguir controlado pero no en
terapia intensiva, ya estaba en terapia intermedia.
El lunes 14 me darían el alta
hospitalaria, o sea que continuaría haciendo lo mismo, pero en mi casa, en mi
lugar, entre mis seres querydos y con 220.000 plaquetas.
Cuando terminó el mes ya estaba
dado de alta, debía moverme cada vez más para recuperar musculatura.
Sentí que no había sido tiempo
perdido, fue un mes de octubre que nunca voy a olvidar, porque estuvo lleno de
imágenes y sensaciones que me van a acompañar siempre, fue una experiencia
profunda que tengo ganas de compartir, por eso te la estoy describiendo.
Varias veces quise volver a sentir esa luz,
esos duendes, esas palabras amables.
Pero escuché la voz de mi hijo, la
de mi esposa, vi la sonrisa de mi madre y de mis hermanos, Recibí el saludo de
amigos y vecinos.
Escuché ladrar a mi perrita y sentí el olor
del pasto recién cortado, vi las hojas jugando en el sol y respiré el aire de
primavera.
Entonces suspiré diciendo:
“¡La vida me
está dando otra oportunidad, espero poder aprovecharla!
Noviembre 2019.
Autor: Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.