El
potaje de chinitas.
Érase una vez un
pequeño pueblo dividido en dos barrios: el de arriba y el de abajo. Ambos
estaban separados por una ancestral enemistad, una cuesta muy empinada y la iglesia,
que hasta en Navidad estaba vacía, pues, los del de arriba no iban a misa por
no ver a los del de abajo, y viceversa.
Un día de nochebuena,
el viejo párroco, harto de esperar un milagro de Dios y de predicar en
desierto, decidió hacer un gran potaje e invitar a todos a cenar. “Los que
comen del mismo plato, -pensó- acaban dándose la mano”.
Con este convencimiento
cogió la olla más grande que había en la casa parroquial, la rasó de agua
bendita y la acercó al fuego, pero su cepillo recibía tan pocas limosnas de los
más ricos y tantas súplicas de los más pobres que, cuando el agua rompió a
hervir, sólo encontró para añadirle las chinas que iba quitando de las
legumbres que comía. Mientras el agua hervía y hervía, él removía las chinas
con un palo, como para evitar que se le pegaran al hondón, como para obligarlas
a espesar el caldo, y el ruido de las chinas superaba al del agua. Al cabo de
media hora dejó de marearlas, cogió una cucharadita de potaje y lo probó.
"El agua puede tragarse, pues, al fin y al cabo, está bendecida, -se dijo
con visible desencanto- pero las chinas ni se ablandan ni pierden el sabor a
tierra". Y en busca de productos que le dieran más sustancia, se echó a la
calle con bonete y sotana.
—Me estoy cociendo un
potaje de chinitas para cenar esta noche, pero me queda tan insípido que si me
diera unas tiras de tocino para añadirle, se lo agradecería en el alma —dijo en
una de las casas del barrio de arriba.
—Tenga los recortes del
jamón del año pasado —respondió la dueña—, y que le sienten bien.
—Me estoy cociendo un
potaje de chinitas para cenar esta noche, pero me queda tan insípido que si me
diera unas zanahorias para añadirle, se lo agradecería en el alma —dijo en otra
de las casas.
—Tenga este fardel que
acabo de traer del huerto —respondió la dueña—, y que le sienten bien.
—Me estoy cociendo un
potaje de chinitas para cenar esta noche, pero me queda tan insípido que si me
diera unas aceitunas para añadirle se lo agradecería en el alma —dijo en otra.
—Tenga unos puñados de
verdes y otro de negras —respondió la dueña—, y que le sienten bien.
Y con esta retahíla
siguió llamando de puerta en puerta hasta que sacó algo de cada familia.
Al llegar a casa
preparó las dádivas y las picó en la olla que quedó a medias. Y para colmarla
del todo, se fue con las mismas al barrio de abajo.
—Me estoy haciendo un potaje de chinitas para
cenar esta noche, pero me queda tan ralo que si le sobraran unas patatas para
acompañar, se lo agradecería en el alma —dijo en una de las casas.
—Tenga una cesta de las
más coloradas que tengo —respondió el dueño—, y que le aprovechen.
—Me estoy haciendo un
potaje de chinitas para cenar esta noche, pero me queda tan ralo que si le
sobraran unos fréjoles para acompañar, se lo agradecería en el alma —dijo en
otra de las casas.
—Tenga unos kilos de
los más tiernos —dijo el dueño—, y que le aprovechen.
—Me estoy haciendo un
potaje de chinitas para cenar esta noche, pero me queda tan ralo que si le
sobraran unos huevos para acompañar, se lo agradecería en el alma —dijo en
otra.
—Tenga esta docena que
acabo de sacar del nidal —respondió el dueño—, y que le aprovechen.
Y con esta retahíla
siguió llamando de puerta en puerta hasta que sacó algo de cada familia.
En cuanto llegó a casa
llenó la olla con los socorros y la dejó cocer a fuego lento un par de horas.
Al cabo de las cuales la retiró con sumo cuidado, la llevó en volandas hasta la
iglesia, la soltó en medio del altar y la rodeó de cucharas, tantas como
vecinos había en el pueblo, ni una más ni una menos. Y en cuanto cayó la noche
y cada cual se metió en su casa para cenar se subió al campanario y tocó a
rebato las campanas.
Al oírlas, todos
creyeron que la iglesia ardía en llamas, y temiendo que las lenguas de fuego se
alargaran, se desviaran y lamieran sus respectivos barrios, dejaron la mesa
puesta y pusieron pies en polvorosa.
Los primeros en llegar
fueron los del barrio de arriba, y al ver sus dádivas entre las dádivas de sus
enemigos, cogieron cada uno una cuchara y se lanzaron cual buitres a rescatar de
la olla tiritas de jamón, taquitos de zanahorias, aceitunas... para que cuando
ellos llegaran no cogieran nada, absolutamente nada de lo suyo. Después
llegaron los del barrio de abajo, y al ver que sus enemigos zampaban y zampaban
de la olla donde nadaban sus socorros, cogieron cada uno una cuchara y se
tiraron cual lobos a sacar cuadritos de patatas, vainas de fréjoles, aritos de
huevos... para que ellos no se llevaran nada, absolutamente nada de lo suyo.
Pero fue tal el saca y mete de cucharas que todas se mezclaron y todos comieron
de lo de todos.
En cuanto la olla quedó
vacía, el cura se instaló detrás del órgano, y el recital de villancicos remató
el milagro: de un arranque, sin elegir entre unos y otros pareja, todos los
brazos se entrelazaron. Y cuando al alba, hinchados de comer y de bailar, ellos
salieron agarrados de la iglesia, el viejo párroco, paciente y feliz, empezó a
recoger las chinitas que habían ido tirando entre los bancos, para hacer con
ellas, cada nochebuena, un potaje que les recordara a todos que sólo cuando los
dos barrios se unían era Navidad.
Autora: María Jesús
Sánchez Oliva. Salamanca, España