A caballo del tiempo.
El hombre ya estaba listo para
salir a su trabajo, sabía que le esperaba un día largo, siempre esa fecha era
para atender muchos clientes y ganar buenos honorarios, lo cual necesitaba para
salir de las deudas y terminar, por fin, la casa que estaba construyendo.
Abrió la puerta de una de las
habitaciones y saludó de nuevo a su hijito, lo había saludado antes, pero no
había sido escuchado, el jovencito dormía profundamente.
Ya estaba despierto, bien
despierto, lo suficiente como para poder sentir un beso y el abrazo de todos
los días, le mostró su mejor sonrisa y dijo con ternura.
-¡Te quiero mucho, hijo!-. Pensó
que le devolvería la sonrisa, o que le respondería con un: ¡Yo también, papá!-.
Pero no… se encontró con un
problema nuevo.
Escuchó la frase que lo perseguiría
después durante varios años.
-¡Quedate papá, hoy no vayas, quedate
conmigo, dale, hoy es el día del niño!
- Respondió: -No, no puedo, tengo que
trabajar-.
- Sintió que algo lo frenaba, era
realmente importante lo que acababa de escuchar, por varios segundos miles de
pensamientos hicieron ruido en su cabeza, algo difícil de resolver.
-Seguro que habría en el futuro muchos más
días del niño, pero sabía que el importante era ¡Ese! porque ya no se
repetiría, ya no sería lo mismo.
- Recordó entonces a su padre, que desde
el cielo le decía: -Hay que trabajar, es la única que queda para salir de los
problemas-.
-No importan los cumpleaños, o los días de fiesta, hay que trabajar-.
Saludó a su esposa y cerró la puerta para empezar a caminar, vio que el
niño lo miraba desde su ventana levantando la mano.
Pensó y repensó en ese momento, esperaba un día exitoso, al menos para
compensar y aliviar un poco la culpa que lo perseguía.
Debía enseñar a esquiar y divertir a muchos niños, a todos decirles:
-¡Feliz día! Cuidarlos y hacerlos reír, mientras los adultos comentaban:
¡Qué lindo trabajo que tiene usted!
Por suerte fue un día bueno, un día en que sumó muchos clientes, ganó
buen dinero y eso, en cierto modo, lo tranquilizó.
Volvió a su casa con muchos
billetes, feliz porque ese día saldría de todas las deudas y alcanzaría para
comprar los materiales que faltaban.
Pensó que el niño le reprocharía
por haber estado ausente todo el día, pero no, lo recibió con alegría y le
contó lo de la visita de sus amigos, lo del cine a la tarde y los juegos en la
plaza.
Hasta la perrita festejaba su
llegada, le transmitió mucha alegría con saltos y ladridos, sin acordarse en
ningún momento de que él no había estado en casa, entonces pensó:
Las mascotas nos esperan todo el
día para que les dediquemos esos cinco minutos… ¿Será así también con mi niño?
Juró entonces que eso no volvería a
suceder, le prometió que otro día esquiarían juntos, pasarían muchos días
buenos jugando en el bosque, en la plaza, o a orillas del lago, mirando como
saltaban las truchas.
Nuestro amigo no durmió tranquilo
esa noche, daba vueltas en su cama tratando de encontrar una explicación que lo
tranquilizara, hasta que los pensamientos fueron tomando vuelo propio y se
transformaron en un profundo sueño reparador.
Pasaron varios días buenos,
esquiaron juntos muchas veces, se divertían entre los bosques nevados, luego
comían rico en los paradores, mientras veían como se oscurecía el cielo y se
iban cerrando todos los negocios.
Terminó ese invierno, después se
trataba de pescar en los lagos o salir de campamento y compartir juegos
alrededor de la fogata nocturna.
Trató de acompañarlo haciéndose presente
en cada acto de la escuela, lo esperaba a la salida para caminar juntos hacia
casa.
Otros días del niño que se
sucedieron a lo largo de los años, los vivió muy tranquilo, porque su niño, ya
estaba acompañado por amigos de su edad, vecinos, compañeros de la escuela o
familiares.
Cada vez que estaban solos el
hombre disfrutaba mucho, sintiéndose como otro niño.
Jugaban mientras nadaban juntos en
la pileta de algún hotel, exploraban en el bosque paseando a su perrita, que
contagiaba su alegría cada vez que salían.
En la plaza del barrio lo empujaba
para hamacarlo muy alto, lo miraba deslizarse en el tobogán contando cada
subida y bajada, se divertían mirando como la perra pretendía seguirlos por
cada rincón.
Cuando atravesaban el terreno con
pastos muy altos, llegaban al tanque abandonado. ¡Qué difícil era trepar por
esas paredes verticales!, improvisaban escaleras con piedras y palos, luego
escalando entre las irregularidades del revoque, conseguían hacer cumbre.
Llegaban por fin a la tapa superior que era una superficie de hormigón, platea
grande y redonda, de unos diez metros de diámetro, desde donde dominaban todo
el paisaje, el lago allá abajo, casi toda la ciudad y las montañas.
Si se colocaban boca abajo metían la cabeza
por unos agujeros y se divertían gritando y escuchando su propio eco. Si bien
era un tanque en desuso, tenía siempre medio metro de agua muy quieta, el sol
de la tarde los aplastaba, mientras continuaban descubriendo o inventando
juegos nuevos.
Preguntas, respuestas, conversaciones
que parecían interminables, en las que era muy feliz reviviendo parte de su
infancia cada vez más lejana, sentía que estaba con su mejor amigo, hasta que
escuchaba una simpática reflexión:
-No sos mi amigo, sos mi papá-.
Varias veces compartieron las
aventuras con algún amigo del barrio o de la escuela.
Hasta las vacaciones en la playa
fueron acompañados con algún colega, era una forma de verlo contento, porque él
solo, en compañía de papá y mamá, se quejaba de aburrirse, o manifestaba querer
dormir todo el día.
Ya no jugaban a pelear, la fuerza del joven era cada
vez más difícil de dominar.
Ya discutían temas profundos, ya se
conversaba en la mesa, ya las vacaciones se planificaban en función de amigos o
familiares.
Empezó a salir de vacaciones con su
esposa porque al hijo ya no le divertía lo que hacían los grandes, prefería a
sus amigos, reales o virtuales, de esos que conocía jugando a la play en red.
El matrimonio se tranquilizaba al
ver las notas de su niño en la escuela, había terminado muy bien la primaria y
ya llevaba tres años de secundario, con muy buenas calificaciones.
Se lo veía feliz entre sus
compañeros y amigos, compartía con ellos las jornadas de esquí en invierno y
las tardes de playa en verano, las noches de fiesta y las caminatas por el
bosque o por la ciudad.
Su hijo ya se manejaba solo, ya se
llevaba la llave de casa. Ya sabía como andar por las calles, las clases de
artes marciales durante todos esos años le habían dado un físico privilegiado,
que inspiraba respeto y admiración.
Se reían cuando mamá comentaba que
ya no había que preocuparse por cuidarlo de los peligros, él respondía: ¡No!
Porque ahora soy yo el que cuida de ustedes.
Cuando recordaban sus torneos de
truco o metegol, cuando hablaban de la velocidad que llevaban nadando,
esquiando, cabalgando por los campos de la patagonia, o en cualquier otra
actividad que hubieran compartido, el adolescente comentaba:
¡Soy mejor que vos, papá!
Entonces la respuesta era:
-Claro, es lo que corresponde… y tu hijo
deberá ser mejor que vos…
Una tarde lo vio salir hacia el
punto de reunión con sus colegas y, al mirar como se alejaba, se sintió
orgulloso de verlo tan grande, tan bueno, tan buscado por sus amigos, entonces
una sonriente nostalgia invadió su alma, cuando se descubrió a si mismo
gritando:
¡Hoy no vayas, quedate conmigo!
¡Dale! ¡Hoy es el día del padre!
Autor:
Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.