Vagabundo
Enamorado.
Pienso, siempre
pienso en el amor… pero aún no he llegado a vislumbrar con solidez si lo que he
vivido fue una extraña sensación o simplemente algo natural de la vida. En una ocasión
alguien me dijo, que en el campo del amor yo era un “vagabundo”, que nada hacía
por él, que no sabía cultivarlo y mucho menos sostenerlo… y tal vez haya tenido
razón. Aunque insisto en la idea de que el amor es algo que no puede fabricarse
y mucho menos… mantenerse en cautiverio.
A lo largo de mi existir he tenido amores
esporádicos, de temporadas y de aquellos que prometían la eternidad… pero… en
realidad hubo uno solo que conmovió mi alma. ¿Su nombre? Creo que no es tan
importante, pero tampoco puedo callarlo… ella es Érika.
Basta pensar en esa mujer y pareciera que todos
a mi lado ven a esa figura de mujer vestida de fantasma o al menos, mi visual
perdida en la nada.
Desde joven soñaba que algún día encontraría una
mujer que me pudiese amar sinceramente. Fueron varias las que me hicieron creer
que amándolas sería muy feliz, pero al igual que las flores ellas fueron
perdiendo sus encantos y aquellos aromas fueron volátiles.
Un día me encontré sorpresivamente con Érika,
quien poseía una esencia especial, un polen diferente, pétalos tan brillantes
que encandilaron mis sentimientos erizando mi piel. El encantamiento se
manifestó tan espontáneo como recíproco. ¿Cómo olvidar aquella tarde que la
contemplé mimando sus cabellos? Recuerdo que con el primer beso unimos el cielo
con la tierra, que detuvimos el tiempo y por un instante el mundo fue tan solo
para nosotros dos. De pronto me sentí feliz, el tipo más afortunado del
universo… qué sé yo, creo que eso fue el amor que me golpeó en la cabeza… y
bastante fuerte.
Ella provenía desde lejos, de un rincón europeo,
y eso significaba que era un ave de paso, tal fue su adecuada advertencia sobre
el regreso. Sentí que el sol me pertenecía, pasamos los días más dulces que
jamás pudiera imaginar. Mientras tanto, el calendario latía gimiendo y
deshojándose como aviso del correr del tiempo.
Fue así que en una mañana otoñal y plomiza bajo
la lluvia de Buenos Aires, cuando el reloj había pasado las nueve y media, el
mozo del café al que solíamos frecuentar, me entregó una carta. Era de ella, de
Érika y eso ya me impacientó. Mientras revolvía el azúcar en el pocillo en
forma infinita, las manos empezaron a temblarme sin razón aparente. Tomé
coraje, abrí el sobre y comencé a leer aquella carta, pero tan solo fue hasta la
mitad, mis sentidos se nublaron, y no pude continuar. No estaba preparado para
ese golpe infausto aun sabiendo que en algún momento sucedería. Conociéndola
bien entendí que su ternura no le permitió enfrentarse al crudo adiós.
Busqué de calmarme, respiré profundamente y
observando el espejo de la pared, me pareció verla y comencé a hablarle:
¿Quién tendrá la culpa de esta triste situación?
Me pregunto una y otra vez… ¿Será por mi condición de vagabundo como dicen? Me
siento tan vacío, me encuentro muy triste porque ahora ya estás lejos de mí.
Sabía que algún día partirías tras el mar, pero también creí en un milagro, que
jamás se haría realidad, por ello laten en mí los días en que nos demostrábamos
tanto querer, días felices que ya no lo serán. Érika, fijate en este rostro,
aunque brille el sol y un cielo azul, tengo oscuridad en torno a mí. Nadie
comprenderá por qué esta tarde de invierno se siente más fría y más grisácea
que nunca.
Érika, ahora puedo saber a qué saben las cosas
amargas sin tu presencia y también sé porqué las flores del parque te
envidiaban tanto al pasar. Cómo lamentaré el fuego de tu boca que no me quemará
ni tampoco leerá, como antes, mis improvisados poemas en servilletas del café.
Y pensar que ya me había acostumbrado al placer de las caricias sobre el
terciopelo de tu calidez.
De pronto el bramar de un trueno sumado a mis
nervios culminó derramando el pocillo de café. Arrojé unos insultos al aire,
volvía mirar en el espejo suponiendo que estaría riéndose, pero… ¡mi Érika, ya
no estaba ahí! Una dramática congoja se apoderó de mi alma, al darme cuenta que
sus ojos en los míos ya no se miraban. A través del ventanal pude observar la
calle y a la gente, la atmósfera era demasiado gris, oscura y sin sentido,
aunque eso me resultaba indiferente y me quedé solo, meditando en el bar,
tratando de averiguar cómo borrar las páginas que en mi alma habíamos escrito
los dos.
Sentí temor de que las puertas del olvido se
cerraran para mí, y que no pudiera pasar ni un paso más allá, necesitaba
quebrar la estela de ese maldito Adiós. No me imaginaba cómo salir de ese
laberinto de mi vida, si al final no me esperarían sus manos extendidas con el
calor de tan anhelada compañía. Me negaba a dejar de ser yo a quien peleaba por
jugar o a quien celaba por amar.
Espontáneamente el aire se tornó algo confuso,
como si Dios hubiese gritado “Presente”… Las puertas de vidrio se abrieron y
apareció la imagen de Érika… Era ella, vestida alegremente y esbozando una
dulce sonrisa como era su costumbre. Detrás, como empujándola venía el
mismísimo sol, la lluvia se había paralizado y el cielo azul estaba esperando
vernos volar en alegrías a los dos. Otra vez volvimos a encontrarnos y nos
fundimos en un abrazo sin final.
Sobre la mesa arrojó el pasaje del avión, un
avión que ya estaba muy alto y muy lejos, sin saber porqué ella se quedó,
haciendo lejanas las incipientes amarguras. Resultaba casi imposible hablar,
aunque las palabras ya estaban demás... El amor todo lo hacía coincidir.
Tomados de las manos nos pudimos entender y le dije: Hoy miro al mundo en los
ojos tuyos, los que se han abierto nuevamente para mí. Salgamos a correr como
dos vagabundos, busquemos el ayer que nos hizo tan feliz y sigamos caminando
por la intimidad hasta la misma eternidad que brinda el amor con la perfecta
compañía.
Autor:
© Edgardo González - Buenos Aires, Argentina.
“Cuando la pluma se
agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.