TROCITOS DE CIELO

 

La señora Amelia acaba de regresar  trayendo la fruta diaria de su huerto.

En el umbral de su casa, deposita el canasto lleno, y vuelve la vista contemplando el sendero recorrido. Y siente en su rostro la refrescante caricia de la brisa  vespertina, el abrazo delicado del sol de mayo, la apacible calma de un cielo azul, sin nubes. Y aquella sensación tan gratificante le absorbe en tal modo, que los minutos se le van en un éxtasis del espíritu, en una quietud absoluta de su cuerpo.

No logra calcular cuánto tiempo pasó, hasta que oye un rumor ya muy próximo, que al fin le hace volver en sí. Y toma de nuevo el cesto con la fruta. Y entra en la casa.

¿Será esto un poquito de la vida eterna?

Y sostiene para sí que jamás se ha sentido tan dichosa, a lo largo de varias décadas de su terrenal existencia.

Es lo verdaderamente hermoso de la Naturaleza.

 

Contemplarla desde aquí abajo, nos produce  tal sublime sensación de gozo, que no acertamos a comprender cómo se nos ha concedido tal favor a nuestro ser tan limitado y lleno de imperfecciones.

¿Para qué dirigir la vista hacia lo alto, si ante nosotros se nos ofrece el propio Paraíso?

¿Para qué empeñarnos en buscar lejos, lo que está al alcance de la mano?

Estas reflexiones se hace la señora Amelia, ahora cuando descansa en su cuarto de la agotadora jornada de trabajo. Aquí se le permite pensar y hablar consigo mismo de todo cuanto desee, sin cortapisas, sin indicaciones acerca de lo que está bien o mal. Pero claro, aquí no le es posible pararse a contemplar el espectáculo de la Naturaleza.

Querría nuevamente levantarse y abrir de par en par las ventanas. Pero el sueño parece vencerle, su mística surge sólo en su imaginación, que no es capaz de ofrecerle sino el retrato ampliado de lo que ha vivido en la realidad. Y por fin, se duerme serenamente.

 

Se ha levantado muy alegre. Porque ayer descubrió algo que puede proporcionarle el disfrute de sensaciones muy gratificantes. Por eso le sonríe al firmamento, cuando le contempla desde el portón de su casa.

 

Se imagina la soleada mañana sobre el huerto florido y, aunque el sendero es largo, se prepara para iniciar su cotidiana labor. Y le emociona emprender el camino de la vida, con plena y total libertad, con gozo inmenso que aguarda ser culminado en inmediato atardecer.

Cuando se va acercando al huerto, queda deslumbrada por tanta hermosura que le transporta ya al Paraíso. Luego su mirada se detiene en cada flor, cada árbol, cada fruto; luego se queda embelesada por el armónico conjunto, y repite como enajenada: “Gracias, Señor”

En ocasiones, durante el día, se le ocurre pensar si esto que ahora le invade y experimenta, no será sino un sueño del que muy pronto va a despertar. En estas circunstancias, se siente insegura y, lo confiesa, con algo de temor. No consigue hacerse a la idea sobre la huella tan honda que le ha impreso la contemplación de la Naturaleza. Y ante lo que considera se escapa de la condición humana, se encuentra indefensa.

Recibe con los brazos abiertos este trocito de cielo, pero se resigna ante la firmeza de sus pies sustentados en este suelo.

¡Sería tan emocionante la impresión!

 

Y su pensamiento le abruma con la idea de no disfrutar ya más el momento presente que la espera sublime. Y desde aquí medita acerca de que el fin o la meta de la espera, al atardecer, la ha de ir logrando mediante el cumplimiento de su deber, cada vez mejor.

Ya no parece soñar, sino que se apresta  para alcanzar cuanto el sueño le promete. La batalla diaria hacia la victoria final. Su recompensa será infinitamente mayor.

 

El día después, amanece con un nuevo temor: que el empeño de la contemplación impida la capacidad de percepción de los sentidos. Discurre que, al cabo de algunas jornadas, pierda  la facultad de admirar;  y le absorbe la idea del milagro.

¿Pero cómo es posible aceptar un milagro para aquella persona que no sabe  admirar lo que es maravilloso?

Y afirma para sí que esta sublime sensación de bienestar y de dicha efectivamente es un milagro. Pero que el disfrute demasiado frecuente tal vez pierda su esencia prodigiosa.

Le acomete entonces la urgencia de entregar la mejor de sus armas en aras de un permanente encuentro con el milagro. La tarea resulta apasionante; pero dispone de energía derivada del conocimiento de lo que tiene a su alcance, de lo que busca, de lo que ama.

Y este objetivo forma parte esencial de su tiempo.

 

Porque la señora Amelia aprecia ya cada segundo de su existencia, ahora que el tiempo se desliza sigiloso y veloz. Vive con intensidad buscando un nuevo trocito de cielo. Aunque se va percatando de que no está en su mano  prolongarlos ni rescatarlos a su antojo.

Porque estos trocitos, a la par que se van engastando para formar un todo que le envuelve amorosamente, su místico fuego se va diluyendo en una hoguera siempre cálida pero no ardiente. Y se pregunta qué ocurrirá después, cuando acaso se extinga la llama lenta, irremediable.

¡Pero es que le ha resultado tan cómodo llegar hasta aquí!

 

Hoy, en cambio, parece mucho más reposada. Su existencia transcurre apacible y su alma se baña en la inconfundible quietud de la paz interior. Por primera vez en su vida, por primera vez desde aquella tarde, ella acaba de descubrir el efecto de la bondad de Dios.

Se halla recostada en su lecho y, mientras aguarda la llegada de la hora, va repasando cada uno de los hitos de su azarosa existencia:

Su prolongada estancia en casa de una tía suya. Sus escasos momentos felices en la escuela de su barrio. El fracaso de sus matrimonios. Su extravío constante al elegir los diversos caminos y opciones que se le presentaron. Un barco a la deriva, en medio de un océano inmenso, bravío.

Hasta que un día sintió renacer en su espíritu el recuerdo de la armonía del hogar familiar durante su infancia, junto a sus padres, del que apenas había tenido oportunidad de disfrutar.

Aquella casita tornaba a cobijar  un cuerpo y un espíritu abatidos. Aquellos hermosos recuerdos, aquella añoranza, lograron protegerla  de los embates de un  temporal cada vez más duro. Allí se reencontró con los suyos. Allí llegaba ahora, en su breve peregrinar.

Rememoraba ya su primer momento de felicidad en brazos de la Naturaleza, cuando escuchó unas voces muy queridas que le acariciaban. Se estremeció, pero abrió levemente sus labios para decir: “Gracias, Señor”. Y mientras, aquel cálido fuego en que se hallaba sumergida, llenaba toda su estancia, como un abrazo envolviendo todo el universo circundante.Y otra vez comenzaba a brillar la primavera.

La fruta temprana estaba presta a madurar en su huerto.

¿Quién la recogería mañana?

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

                                              

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