Mis recuerdos de una primavera.

 

 Ya llegó la primavera cubriendo los campos de color; ya pasó el frío invierno que entristece la vida de la pequeña Rebeca, que ha pasado meses soñando con saltar, bailar y descansar en la suave alfombra de hierba y florecillas silvestres que acolchonan y perfuman las tierras del campo.

 Es el primer domingo que podrá ir a ese espacio en el que no ha llegado el modernismo de la mal llamada” civilización”, que todo lo arruina y en el que podrá encontrarse, jugar y explorar con su amigo Carlos.

Rebeca es una preciosa y juguetona niña de diez años con grandes ojos azules y larga cabellera color castaño claro, que oculta su rostro cada vez que mueve la cabeza, porque no le gusta usar nada que se la detenga. Es vibrante y llena de vida como las mariposas del campo, que acaban de salir de sus capullos y vuelan de flor en flor para libar su néctar.

 Carlos es un chico de diez años, con los ojos verdes, que contrastan con su corto cabello café oscuro, casi negro. Su personalidad, casi siempre seria, hoy se muestra con una especial sonrisa de ansiedad; después de tantos meses volverá a jugar con Rebeca, en ese espacio de campo que le trae tantos recuerdos de libertad y felicidad. El lugar donde pasarán parte del día es un bello trozo del campo, cerca de la ciudad, que ha sobrevivido a la destrucción armonizada de la naturaleza, por el mal llamado desarrollo; un oasis de paz en medio de la turbulencia y el ajetreo de las grandes ciudades. Un lugar que durante la Primavera, Dios cubre con una cómoda alfombra de suaves hierbas salpicada de distintas flores, en donde se acentúan sus aromas; un espacio casi rodeado de frondosos y altos árboles donde anidan las aves y que, por unos cuantos meses, la biodiversidad no se ha enfrentado con el hombre. Quizás se deba a que por un lado está surcado por altas y majestuosas montañas y, por el otro, es atravesado por un Río de tranquilas y cristalinas aguas.

 Como ambas familias han acordado durante años, la primera que llega esperará a la sombra del gran árbol que se encuentra a la entrada, ya dentro del Parque; un gran Roble que ya se muestra frondoso y lleno de vida, a diferencia del pasado otoño e invierno, en los que se transforma en un sombrío esqueleto viviente.

Estaba la entusiasta Rebeca y sus Padres sentados cerca del Viejo y gran Roble, disfrutando de la suave brisa, cuando llegaron Carlos y su Familia. Después de los saludos, apresuradamente, ambos niños, vestidos para la ocasión, se quitaron sus delgados abrigos de lana de merino; quedándose los dos con remeras, Ella con una bermuda de corderoy y El con una de mezclilla, olvidándose del frío que todavía acostumbra hacer al inicio de la Estación y dejándose poner unas gorras para el sol. Luego, tomaron las manos de sus Padres para que los llevaran a su lugar favorito, donde iniciaron el paseo por una pequeña parte de la ribera del río.

 Entre juegos, risas y medias carreras, que realizaban de la mano para saber quién ganaba, exploraban el mundo que solo les pertenecía a ellos. En ese espacio eran reyes.

Como estaban casi frente a la orilla, los padres les tocaron los zapatos, e inmediatamente Carlos y Rebeca se sentaron en la tierra y quitándose los botines y calcetines, descalzos caminaron con ayuda para sentarse en un pequeño muro cerca del borde, y así meter parte de las piernas en el agua para sentirla, helada todavía, acariciar sus rodillas cuando corría por ellas, riéndose por las cosquillas que causaban las piedritas y hojas al rozar las plantas de sus pies. Después de unos minutos de silencio, intercambiaron palabras en la palma de la mano derecha, ellos hablaban por señas táctiles, uno le escribía algo al otro y se ponían a reír; así, sucesivamente, se desarrolló una larga conversación a la vista de sus Padres, que también conversaban entre ellos. Hasta curiosas aves se detenían para buscar algo de alimento y, de vez en cuando, observarlos, para huir y curiosear a los cuatro extraños del lugar.

La niña nació con síndrome de Usher, paulatinamente fue perdiendo la vista, pero su lengua materna es la de las señas de argentina, pues sus padres son sordos. Cuando ya no vio más, el pediatra aconsejó que continúe usando ese método, pero en la palma de su mano. Carlos, en cambio, nació sin ver ni oír debido a que la madre contrajo rubeola en el embarazo. El camino de ellos fue más dificultoso pues debieron enseñarle que había objetos que si bien él no veía, podía tocar y tenían un nombre, que ellos mismos tuvieron que aprender en señas para transmitírselo a su hijo.

Los primeros años, viviendo la sordoceguera de sus niños fueron muy desconcertantes para los cuatro padres, pero poco a poco vieron que la vida de ellos podía ser como la de cualquier otro chico.

Los padres de Carlos aprendieron señas en un instituto que dirige la madre de Rebeca y donde ellos se conocieron.

Hoy las escenas quedan grabadas en las cámaras de sus padres, pero los niños nunca las verán, aunque el aire fresco, el clima, la suavidad de la brisa, la temperatura, el agua corriendo por sus piernas y las cosquillas en sus pies, el aroma de la hierba, de la tierra, el perfume de las flores en primavera, esa molestia que provocan los insectos, el sabor de la comida y jugos preparados en casa; las conversaciones..., en fin, tantos instantes que se suman, son fotografías vivientes que se retratan como recuerdos felices en los corazones de Rebeca, Carlos y en los de sus Padres.

Los chicos no miran los paisajes, los colores de la naturaleza en primavera, ni escuchan el trinar de las aves, el susurro de la brisa o el sonido tranquilo de las aguas del río; no escuchan ni ven con los oídos y ojos físicos, sino con los del corazón.

La realidad de ellos no es más cierta o falsa que la de sus Padres, simplemente es la percepción de la misma bajo diferentes ángulos y motivaciones. Carlos y Rebeca son niños con sordoceguera, una discapacidad sensorial que no es la suma de dos, como muchas personas suelen pensar. Son niños normales, como los demás, pero incomprendidos por una Sociedad insensibilizada que cree que lo “normal” sólo es lo que está dentro de las fronteras de las personas sin discapacidad.

 Lo normal no es la ausencia de deficiencias o discapacidad, es la aceptación de las diferencias. Para las personas que ven, la luz es blanca, casi transparente e incolora; pero al pasarla por un Prisma se divide en siete colores y cada uno de ellos, a su vez, en diferentes tonalidades; así somos todos los seres humanos, iguales en dignidad y derechos..., diferentes pero iguales, como un rayo de luz que atraviesa el prisma de la igualdad, que se divide en personas sin y con discapacidad física, sensorial, intelectual o sicosocial y mental, las que, a su vez, pueden tener varios grados de severidad o tener discapacidades múltiples.

 

Autora: Laura Trejo. Buenos Aires, Argentina.

agostinapaz2016@gmail.com

 

 

 

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