De repente se desató
una tempestad en el mar.
Yo estaba en una
embarcación, yendo de Europa a América. Había subido al puente para ver el
paisaje.
Cuando el viento se
hizo más fuerte, las olas llegaban hasta la nave.
Intenté ponerme a
salvo, pero una ola enorme me lanzó fuera del barco.
Nadé desesperadamente,
agarrándome de objetos pertenecientes a la embarcación que, junto a mí,
flotaban en el agua.
Pude subir a una
tabla, gracias a la cual, estoy viva hoy.
Al pasar el tiempo y
calmarse el clima, empecé a sentir sed, pero, aunque estaba rodeada de líquido,
no podía tomar de él, pues sabía que, al ser salado, no me saciaría.
Quedé a la deriva
mucho tiempo. Los días y las noches se sucedían.
Estaba débil a causa
de la falta de alimento. El sol me quemaba, pero había sobrevivido.
Por la noche las
estrellas eran mi compañía.
Intentaba atrapar
algún pez y no podía, el hambre me estaba matando.
Ya me había resignado
a mi suerte, cuando vislumbré la costa.
Mi corazón dio un vuelco
de alegría. Hubiese nadado hasta la tierra, pero carecía de fuerzas para
hacerlo.
Tenía que confiar en
que la marea me llevase. Me saqué la blusa con la esperanza de usarla como vela
y dirigirme hacia allá.
Lamentablemente el
viento era contrario al que habría necesitado. La isla estaba a pocos metros,
pero no podía acercarme.
Recordaba a mi abuela
que, cuando con su silla de ruedas no podía llegar a algún lugar, cerraba los
ojos un momento y luego volvía a intentarlo.
Siempre pensé en lo
que pasaría por su mente en ese instante. Copié su actitud.
Cerré mis ojos y
contuve las ganas de llorar de impotencia, bronca y demás sentimientos; pero
La vi, mentalmente,
intentándolo de nuevo y la imité; levanté mis brazos para captar la corriente
de aire.
Tres veces lo hice sin
éxito, hasta que, lentamente, fui llegando.
Al tocar la arena, me
sentía feliz, pero extenuada.
Caí en la playa y me
desmayé.
Cuando reaccioné era
casi de noche.
Tenía que comer algo.
Estaba hambrienta.
No muy lejos pude ver
unas palmeras llenas de cocos.
Fui hasta ellas,
mientras notaba que mis piernas no me permitirían trepar.
Al llegar vi,
nuevamente, que tenía cerca algo que me salvaría, pero no podía alcanzarlo.
Recordé entonces a mi abuelita
que cuando se sacaba la ropa, a veces, usaba los dientes. Me decía:
--“Si hay algo que no
podés hacer como los demás y lo lográs de una forma diferente, ¿qué importa?”.
(A ella le faltaba un
brazo y tenía poca fuerza en el otro, por eso utilizaba su boca como si fuese
una mano).
Entonces vi unas
piedras y empecé a arrojarlas contra los frutos, que empezaron a bambolearse y,
finalmente, uno cayó.
Usé las rocas para
abrirlo.
Bebí su leche y devoré
la pulpa.
Satisfecha, me tiré a
dormir junto al árbol.
Al despertar me sentía
más fuerte. Entonces empecé a explorar la isla.
Estaba segura de que
habría otros en el lugar...
De esta forma llegué hasta un pequeño pueblo.
Intenté pedir ayuda a
alguno de los habitantes del lugar donde estaba. Ellos tenían un idioma
diferente al mío y, al ver mi estado, creyeron que estaba loca. Además, al
estar desesperada, todo empeoraba.
Me llevaron ante algo
así como un policía...
Intenté explicarle lo
que me había sucedido, pero, como los demás, me miraba sin comprender.
Recordé que mi
antepasada iba a un lugar donde hablaban con las manos.
Ella me decía:
--“Quien escucha no se
da cuenta de que hay muchas maneras de comunicarse. Algunos dialogan con sus
manos y miran las palabras, otros, los que no ven ni oyen, usan el tacto, pero,
hay mil maneras de hacerse entender si se toma conciencia del problema”.
Tomé una birome, un
papel, y empecé a dibujar en una escena lo que quería decir...
Entonces, el hombre
comprendió.
Me dio abrigo y
comida; luego, una mujer me recibió en su casa.
Al acostarme, al fin
en una cama, me parecía oír la voz de mi abuela, diciendo:
--“Cuando me piden que cuente como fue mi vida
después del accidente, me doy cuenta de que si Dios no hubiera estado conmigo,
nunca hubiera sobrevivido”.
Lo mismo pensé yo en
ese momento y le di las gracias...
La vida de una persona
con discapacidad está llena de desafíos diarios. En esos momentos, recordar la
forma en que los superaba ella, fue mi salvación...
Agostina Paz
Autora: Laura Trejo. Buenos
Aires, Argentina.