Razón Humana.

 

                        El sol irradiaba en el despejado cielo de aquel sereno atardecer, cuando me encaminaba hacia el hogar de mi abuela Florencia, esperanzado en regocijarme de otra placentera sensación como las que vengo experimentando desde todos los tiempos. Latían mis sentidos pues volverían a encontrarse con su cuerpo físico, con la tierna sonrisa, la vida misma, y con su colosal amor.

“La calidez humana, el cariño sincero o la simple ternura pueden derretir rocas, construir oasis de afectos o crear hermosos paisajes de devoción”… Así han sido los imborrables consejos de mi abuela Florencia. Ella está forjada con una mirada más bella que ninguna, de un corazón tierno y formidable. Tiene pocas palabras pero certeras y apacibles. Todo esto y más conforman mi profundo sentir hacia ella desde que conocí la razón, y más aún desde que me resguardó cuando mis padres se marcharon al cielo por un maldito accidente vial. Su sincero apego y la infinita paciencia, han sido siempre el candente abrigo de su amor. No ha sido solo una abuela, ¡sino que fue doblemente mi mamá!

El tiempo transcurre Inexorablemente y uno crece madurando como hombre y el destino marca sus pautas, de las cuales muchas serán satisfactorias y otras antagonistas.

De pronto un inesperado suceso perturbó con espanto mi existir. Entonces repetí una y mil veces, como el eco en las montañas, lo que solía rogarle con la voz que surge desde el alma: “Abuelita mía, no partas nunca de aquí, no me dejes sin consejos, arrúllame por siempre entre tus brazos, y guíame por el gran camino hasta que llegue a ser viejo”.

Considero que entre las razones humanas, cuando nuestro corazón se desboca el cuerpo apacigua, pero la cordura no actúa bien. Si nos sentimos en peligro, reaccionamos aislándonos, huyendo, o atacando sin miramientos. No obstante la educación y la conducta adquiridas, existen fortuitas situaciones que sorpresivamente impactan con desagrado en los sentimientos, y nos llevan a tomar decisiones y actitudes en las cuales nunca hemos pensado. La emoción violenta es capaz de enceguecer y hasta de convertirnos en bestias. Es como si transformara todo, desconociendo límites.

La imagen de mi abuela en medio de una escena indescriptible me afectó en demasía. Encima el infortunio quiso que me encontrara espontáneamente frente a frente con lo peor de aquel instante tan inoportuno, o quizás… tan certero. Fue el toparme con una diabólica y atroz efigie, tan oscura como la misma malicia que representaba. La conmoción me provocó a reaccionar pese a la lucha en mi consciencia, ya despiadada y ausente de escrúpulos. Durante esa misma lucha materializada, tras el último respiro fui notando que no hubo un cambio sustancial. Sin llanto, sin euforia, sin ese extraño ímpetu por aferrarse a lo incomprensible. Se apagó el brillo en sus pupilas, pero estas continuaron mirándome, ahora sin mirar. Esa era, en todo caso, la impactante diferencia: iba desapareciendo su voluntad, la pujanza de su resistencia. Seguí observando su rostro inmóvil, impaciente por ver una nueva reacción de dolor o cualquier novedad que valiera la pena preservar, para que el momento fuera especial. Y nada de eso sucedió.

Mientras tanto bramaban en mi mente las encantadoras palabras, los afectos, las bondades y tantas cosas afortunadas que la abuela supo brindarme a lo largo de mis 37 años, y En consecuencia ante la lógica zozobra, desde el interior vibraban potentes impulsos, impidiéndome menguar la pujanza que ejercía con mis propios dientes ni mucho menos la violenta presión… las de mis manos.

Todo era justificable bajo aquel estado, y al contemplar su cuerpo ya inerte tuve una sensación vaga de pecado, de derroche, por el desperdicio de vitalidad extinguida, todas aquellas cosas increíbles que ese aparato de carne y hueso eran capaces de hacer, valoradas por su infamia y ahora ya interrumpidas para siempre.

En ese momento, debido a mi reaccionar tuve la impresión de sentirme lo más cercano a Dios. Aunque enseguida comprendí que en realidad estaba ubicado en el extremo totalmente opuesto. Busqué sentido a lo hecho en mis más hondas aspiraciones. Y todo el bienestar deseado, y toda la sed de justicia, y toda la maldad detenida gracias a esa vida arrebatada… no me ayudaron para nada a salir de esa extrema posición. Ante el desconcierto, una idea horrible se coló entre mis convicciones para darme una cuasi tranquilidad: ¡no existe ningún dios que valga!

Lo real era que no existía razón alguna para celebrar, ni tampoco para lamentarse. Los restos letales de quien yacía frente a mis pies junto al revólver que había empuñado, podrían haber sido los míos… ¡Pero yo fui más rápido que él! Fue entonces cuando a sabiendas, inundé mi cabeza de justificaciones y de autoaprobación. Con euforia proclamé que había dado un duro golpe a la delincuencia. Acababa de estrangular con mis manos a un malhechor, al asesino que intentaba huir de la casa después de torturar y asfixiar con una bufanda a mi querida abuelita Florencia, para robarle el magro dinero de la jubilación.

No creo que todos sean capaces de entender mis razones, de calibrar mi sensibilidad, amén de la emotiva intención de mis actos. Hoy corren tiempos banales y chatos, en los que no hay lugar para analizar con certeza determinados acontecimientos. Claro está que podrían llamarme asesino o criminal, y sin embargo, yo sé bien que todo lo que hice fue equitativo, digno y razonable… o tal vez haya sido producto de la incurable creencia de la razón humana.

¿Ojo por ojo…? Y sí, sí, eso estará mal, pero de aquí en más otras muchas abuelas estarán bien. Solo espero que la nona Florencia me sepa comprender… y sobre todo… que Dios me pueda perdonar.

 

 

Autor: © Edgardo González - Buenos Aires, República argentina

“Cuando la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.

ciegotayc@yahoo.com.ar

 

 

 

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