Historias en su pelo o La Gitana.

 

 Joseph Campbell, el gran estudioso de la mitología, decía “que cualquier persona que espera en una esquina a que el semáforo pase a verde para cruzar la calle, en realidad está esperando entrar en el mundo de los actos heroicos y la acción mítica”. Pero generalmente cruzamos la calle sin ver la mítica espada clavada en la roca.

 

 Caminaba delante de mí. Su andar, sus piernas perfectas, el balanceo de sus brazos y sus caderas; todo atraía mi mirada. A pesar de la distancia, hasta podía oler el aroma que exhalaba.

 Algo me subyugaba sobremanera y era su cabellera. Negra, ensortijada; pero lo mágico radicaba en que llevaba historias en su pelo.

 Cada rulo, cada bucle me hablaba, me contaba, me mostraba imágenes, miles de imágenes que latían, se escondían, se entrelazaban.

 A estas alturas ya no sabía si caminaba por la calle, continuando mi vida, o caminaba por su pelo, conociendo la suya. Había perdido toda lógica, toda realidad y nos transformábamos juntas en algo infinito.

 Por sus rasgos y por lo que su historia me contaba, era gitana.

 Allí, en ese bucle que parecía castigar la espalda con su vaivén, aparecieron de golpe y sin aviso, unos ojos enormes, muy hermosos y vivaces. Rulos enmarañados pegados a la cabeza.

 En pleno desierto Africano, una bebé regordeta y sonriente jugaba entre remolinos de arena que se pegaban en su pelo, su cara, su cuerpo y eso la divertía mucho.

 Hija de la esposa favorita del Jefe de la Tribu. Un gitano hermoso, de piel aceituna, como ella.

 Creció entre carpas que se movían de aquí para allá en el duro desierto. Pero aún así fue una niña feliz, amada y consentida.

 De pronto un semáforo, el cruce de calles y todos apiñados, a la espera de la luz verde que nos permitiera atravesar la Avenida.

 Esperé a su lado, respiraba profunda y silenciosamente, su mirada estaba quieta en el horizonte. Yo no la perdía de vista.

 De repente se lanzó a la calle, el paso de peatón se liberó y volví a quedar detrás de ella.

 Esta vez el brillo de su cabello azabache me atrapaba y sus bucles volvían a jugar con las imágenes y las voces que me contaban historias.

 Pero había un rostro, el de una anciana; de mirada sabia y dulce, que aparecía entre cada cabello de esa mata de rulos. Se mezclaba en cada historia, en cada secuencia de su fantástica vida.

 A los siete años la habían comprometido en matrimonio; tal como era costumbre entre su gente. Aunque pasarían aún algunos años hasta que lo supiese.

 Cuando este momento se acercaba, como intuyéndolo, comenzó a entristecer. Pasaba horas observando el desierto, como traspasando aquellas dunas y sus tormentas de arena, con su pensamiento.

 Sólo conversaba o sonreía cuando aquella anciana de la mirada sabia y dulce se le acercaba. La anciana le contaba historias de tierras lejanas, que los mercaderes al pasar con sus caravanas, relataban.

 Aquella mágica mujer la había convencido, desde pequeña, de que debía conocer ese Mundo. Que todos habíamos nacido libres, pero no todos éramos concientes de ello. Debía elegir su propio camino. Repetía incansablemente: ¿Qué otra cosa que la vida que ansiamos tener y comprender, hace confluir todos nuestros sentidos?

 Un destino auténtico, deseado, nos mete de lleno en el sendero, perdemos contacto con lo que nos rodea y somos el camino mismo.

 Aquellos pensamientos no la abandonaban. Mucho menos cuando le fue anunciada su próxima boda.

 De repente la perdí entre la gente. Corrí zigzagueante entre los peatones, como si hubiese perdido a un familiar en una ciudad extraña.

 Su majestuosa figura apareció ante mis ojos sorpresivamente; esta vez, caminaba frente a mí. Bajé la mirada, avergonzada por la persecución. La dejé pasar a mi lado y dando la vuelta, como atraída por un imán, volví a seguir sus pasos.

 Nuevamente aquellos ojitos dulces de la anciana aparecían y desaparecían entre los rulos, eran un par de piedras preciosas que se escabullían, subiendo y bajando por la nuca, la espalda, la cabeza. Pero un brillo distinto los caracterizaba, la mirada sigilosa, algo ocultaba.

 Y no me equivoqué. Escurriéndose en la noche, por entre las carpas cerradas, llevaba mucha prisa aquella mujer.

 Tomado de su mano iba un muchacho. Un joven al que solo se le veían los ojos, que brillaban asustados. Vestía totalmente de negro, la túnica lo envolvía del cuello a los pies, por debajo de ella sobresalían los pantalones, también negros y de la misma textura. El turbante no solo le envolvía la cabeza, sino que, como un lazo, tapaba su nariz y boca, el mentón y el cuello.

 Cuando lograron salir del circuito donde estaban las carpas, corrieron sin soltarse hasta un carromato cargado con mercancías provenientes de Oriente. Pertenecía a una Caravana que se hallaba de paso hacia la Península Ibérica y en la madrugada continuarían el viaje.

 Se abrazaron, las lágrimas salían a borbotones de aquellos ojos. Se miraron y el cielo se fundió en sus miradas. La mayor, empujó al muchacho dentro del carromato, lo ocultaba entre las Sedas y tambores de especias.

 Aquel par de ojos, los de la carreta, me eran familiares. No podía decir exactamente porqué, de donde, pero los conocía.

 Durante largo rato permaneció la anciana arrodillada en la arena, delante de su carpa. De pronto, mirando el firmamento y con voz dulce, rezó: “Perdóname Señor. He llevado una vida que no deseaba, he añorado un camino que nunca seguí. Hoy llevo al ser que más amo a seguir su destino, contrariando la voluntad de toda mi gente”.

 Se puso de pié y sin siquiera dirigir la mirada al rostro que entre las sedas se esforzaba por decirle el último adiós, entró en la carpa y no volvió a salir.

 Llegó la madrugada y el ajetreo comenzó. Los mercaderes apresuraban a gritos tanto a los hombres como a las bestias que conducirían la caravana hasta el final del camino.

 Las carretas comenzaron a moverse, se alinearon unas tras otras; viriles figuras las escoltaban a caballo y cargadas mulas transportaban los alimentos y el agua suficientes para terminar de sortear el solitario desierto.

 Ningún movimiento, ni en la carreta, ni en la carpa, hizo sospechar lo ocurrido horas antes.

 Desperté como de un sueño, caminaba por la calle totalmente mojada por la lluvia, que caía a raudales sobre la ciudad. La tarde era fría y desolada. Caminaba como aturdida por esa vereda. Sentí más de una mirada interrogante, por no tener prisa de cobijarme del diluvio.

 De pronto comprendí lo que buscaba. Había perdido de vista a aquella mujer. Pero ya no tenía sentido escudriñar de un lado a otro, ni siquiera recordaba cuanto hacía que había desaparecido ante mis ojos.

 Esperé algunos minutos bajo un alero, mientras el agua escurría de mi ropa y mis cabellos. Entré en el Bar contiguo a tomar un café bien caliente. Necesitaba relajarme y pensar en lo ocurrido; a esas alturas, no sabía si mi imaginación me había jugado una mala pasada o se cumpliría aquello de que “la realidad supera la ficción”.

 Me senté a un costado del gran ventanal, que como una vidriera gigante ofrecía el espectáculo de lo que ocurría en la calle. Y el espectáculo de aquella realidad superaba ampliamente la ficción.

 Sentada en el umbral del ventanal apareció la gitana, totalmente empapada. Su cabellera había cambiado, los bucles cargados de agua se habían estirado, a tal punto que ya no retransmitían ni imágenes, ni voces, ni ojos, ni miradas.

 Al cabo de un rato tomó la misma decisión que yo y entró al Bar.

 Al verla frente a mi, con sus cabellos lánguidos pegados a la cabeza, se enmarcaba más aquel rostro tan tribal; era la imagen misma de su padre, con algunos años menos.

 Se acomodó en la mesa contigua a la mía, la veía de perfil. Ladeó su cabeza, giró el cuello y se quedó mirándome directo a los ojos. Latía una pregunta en esa mirada profunda y mansa. Sostuve la mía, rogaba que me hablara, que aquel embrujo se quebrara; pues ya me había ganado una especie de desasosiego.

 En aquel momento le trajeron su café, recuperó su postura en el sillón y se dispuso a beberlo lentamente.

 La calidez del ambiente fue logrando que el cabello recuperara su estilo original. Y como quién no quiere perderse en los yermos arenales del desierto, me dejé seducir por su compañía nuevamente.

 Tímidamente, comencé a escuchar las voces de la caravana que se mezclaban con las del campamento gitano. Todo era muy confuso en principio. Enseguida comprendí que se trataba de dos historias cruzadas.

 Había mucha desesperación entre la gente de la tribu gitana. Llamaban y buscaban sin consuelo a alguien que se hallaba perdido. De pronto entendí que se trataba de la Princesa. Su nombre repicaba a los cuatro vientos. Nadie la había visto desde la noche en que partieran los mercaderes. Su madre lloraba desconsolada y su padre, juraba por todos sus ancestros que la encontraría fuese donde fuese.

 Mientras tanto, la caravana había hecho un alto en el camino por segunda vez en el día. El Oasis ofrecía sombra, dátiles y agua. Tanto hombres como bestias disfrutaban de aquel paraíso.

 Aún entre las sedas y las especias, aturdido por el zarandeo del viaje en carreta, seguía escondido el muchacho de túnica negra. Entre sus ropas guardaba alimentos que la anciana le proveyera para el viaje, pero sentía muchos deseos de beber agua. El temor a ser descubierto y devuelto al campamento, lo hacía dudar en salir, o no, del escondite.

 Finalmente decidió esperar a la próxima parada que, seguramente, sería de noche y, de ese modo, resultaría más fácil pasar desapercibido.

 Así lo hizo, mezclado entre tantos hombres ocupados en atender animales, proveerse de comida y dividirse tareas para volver a partir en pocas horas; nadie notó su presencia. Se movía sigilosamente, para no llamar la atención y, por tanto, logró regresar a su escondite sin que a nadie le resultara extraña su figura.

 En la tribu, todo era muy diferente. El Jefe había organizado un grupo de hombres para alcanzar la caravana.

 A su vez, no perdía de vista la extraña actitud de su anciana madre, a la que, lejos de ver desesperada por la desaparición de su nieta, en serena postura, solo se la oía rezar.

 Desconfiaba de su madre. Más que nunca, en estos momentos, venían a su memoria las historias que relatara, día tras día a su nieta, y la curiosidad que éstas despertaban en la Princesa. Hasta el punto de que, ofuscado, había prohibido esos relatos a la niña. Conocía del influjo de la anciana y del peligro que esto significaba.

 De repente, una tormenta de arena llegó de la nada, sin previo aviso. El grupo que ya estaba a punto de partir, no pudo hacerlo y debieron guarecerse de semejante tempestad.

 A la anciana, nada la perturbaba, seguía con sus rezos. ¡En la incómoda intimidad de la carpa, se cruzaron sus miradas y, como si un rayo fulminante lo atravesara, el Jefe comprendió!

 Sin mediar una sola palabra, supo de la complicidad de su madre en aquella huída, y que jamás llegaría a alcanzar las carretas antes que éstas llegaran al Peñón. Lugar donde la libertad de su hija, ya sería un hecho.

 Entregado a su destino, bajó la mirada y en una secuencia ininterrumpida de imágenes, vio pasar la vida de su madre.

 Hija de un Rabino monarca en su reino, días antes de que la persecución antisemita que se había desatado terminara con su familia, logró conducirlos lejos del peligro que ello significaba.

 Atravesaron muchos reinos y desierto, hasta que, un nefasto día, fueron capturados por una tribu de gitanos. Sólo una niña de unos quince años sobrevivió al enfrentamiento.

 Fue tomada prisionera y prometida en casamiento a un joven de la tribu, que se enamoró de ella. De esa unión había nacido él, príncipe heredero.

 A pesar de haber sido una esposa obediente y amorosa madre, nunca olvidó el mundo al que pertenecía, ni el destino que llevaba dentro. Pero comenzó a plasmar esos recuerdos, sólo cuando nació su nieta. Seguramente reconoció en ella un Alma Libre y sin Fronteras, tal como ella hubiera deseado poseer.

 Un coraje descarado y sin límites, había logrado instaurar en la mente de la joven.

 Algo me sacudió, alguien pasó a mi lado y torpemente empujó la silla donde estaba sentada, frente a la vidriera del Bar. Llamé al mozo para pagar mi café y, sorpresivamente, vi a la gitana, que aún seguía sentada observando la calle.

 Busqué en mis pensamientos un pretexto para hablarle y nada apareció.

 Noté una sonrisa en sus labios, se mostraba relajada. Ahora la que se sentía observada era yo. Como si le fuera cotidiano el que alguien reparara de esta forma en ella. Bajé la vista turbada, avergonzada por verme descubierta en esta fascinación que la morena gitana ejercía en mí.

 En este gesto de mirar la mesa, apareció como por arte de magia, una foto al costado de mi taza vacía. Sí, era mágico que allí estuviese y sorprendente lo que me revelaba.

 Sentado en el peldaño de una carreta, estaba el muchacho de la túnica negra, pero su cabeza ya no tenía turbante alguno, sino una mata de bucles negros, que, desafiantes, caían por sus hombros y brazos. Aquella foto revelaba el porqué me eran familiares sus ojos y su mirada. De fondo un cielo azul y el Peñón de Gibraltar.

 La sonrisa en aquel rostro confirmaba que su sueño y el de su abuela se habían cumplido. Que esta libertad sin fronteras era el resultado de dos Almas Gemelas que se atrevieron a desafiar un mundo que a otros atemorizaba.

 Se dibujaba una sonrisa inmensa en mi cara. Giré la cabeza para compartir ese instante con la protagonista de esa fantástica historia, pero ya no la encontré. Mientras yo me perdía en las conclusiones que la foto me dictaba, ella partió.

 Por un momento me entristecí, me desesperé, quería que me contara, que fuese ella la que relatara algunos episodios que no conocí de su viaje al Peñón, el cruce del Mar, la llegada a tierras españolas…...

 En ese instante comprendí que ya era suficiente, me había regalado uno de los días más maravillosos de mi vida. Como buena gitana, la adivinación y la magia le pertenecían por antonomasia, por ese motivo tenía aquella foto en mis manos.

 Volví a sonreír, esta vez tomé noción de mi realidad, entendiendo que jamás podría compartir esta historia con nadie.

 ¿Quién me creería?

 

Autora: Diana Miriam Poletto. Funes, Argentina.

dianapoletto@yahoo.com

 

 

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