EL PATO DE GOMA

 

Esa tarde le pertenecía al otoño…. A un otoño incipiente, que hacía caer lentamente, con cada brisa, las hojas de dos parras pequeñas del patio de tierra. Algunos racimos mustios, colgajos de pasas, rodeados de pequeñas mosquillas, se desprendían cada tanto, al ritmo de los vientos tibios.

 Esa tarde, el sol había comenzado a oblicuar sus rayos débiles. La radio siempre encendida sobre el alféizar del ventanuco alto, que comunicaba el salón de la fábrica con la cocina humilde, ya había comenzado con su radioteatro Palmolive del aire…

Mientras mi hermano jugaba con un auto de plástico despintado, y armaba caminos con piedritas del montículo de ripio que se alzaba del otro lado de la galería, sobre el patio de tierra, yo me entretenía saltando, subiendo y  bajando el brocal, que tendría apenas unos treinta centímetros de altura.

 Era evidente, que nos encontrábamos algo aburridos esa jornada insípida, en la que sentíamos gorgotear nuestras panzas vacías. Habíamos almorzado apenas, un puñado cada uno, de fideos. Esa mañana, mi padre había comprado en el almacén de la esquina, un poco de fideos moñitos sueltos, y  algo de manteca. Mamá había hervido el escaso contenido del paquete, y  colocado la pizca de manteca, repartiendo, la menor cantidad para nosotros los niños, pues se suponía, éramos más pequeños… según le respondieran a mi hermano cuando interrogó por qué a él le daban menos que a papá.

Había un mendrugo de pan que mamá repartió en trocitos para cada uno y  yo lo prolongaba hasta el final, pues no quería perderme de pasarle el trocito de miga al fondo del plato, hasta sacarle brillo, y entregárselo a ella impecable diciendo: “No tenés que lavarlo ahora mamá, porque ya lo limpié con el pan.”  Por supuesto, arrancándole una sonrisa, quien me explicaba que igualmente había que lavarlo.

Mis padres entretenían su estómago con una pava grande, puesta sobre un calentador eléctrico, y  bebían mate todo el día. Nosotros los niños, quizás agua si nos daba sed.

Pero ese sol que ya bajaba lentamente hacia los instantes vespertinos, trajo consigo el golpetear de la puerta.

Tras la misma, al abrirla papá, apareció una mujer quien  al acercarse hacia mi rostro, me permitió observarle detrás de un lineado rojo, varios dientes que parecían esbozar una sonrisa. Luego le sucedió un: “¿Quién soy yo? ¿No te acordás de mí? Soy la nona Panchita.”

Para mí, la mujer que me parecía antipática, significaba una desconocida. Ella me explicó que era la señora de mi nono. Yo no recordaba a ningún nono ni sabía quién era un nono.

Mi mamá hizo esfuerzos, mientras permanecíamos todos parados en la galería abierta de la casa, de parecer alegre, afable, anfitriona y  explicativa con nosotros y  la recién llegada, quien se había acercado con su hija, Cristina, una niña más grande, quien nos miraba de soslayo. La mujer, extendió sus brazos y  me dio un paquete de papel marrón. Dijo que era un regalo para mí. A mi hermano le dio otro. Cuando lo abrí, encontré un pato de goma. Un pato grandecito, ya que lo sostenía con las dos manos y  era algo pesado. Sus colores eran tristes, entre mostazas, marrones y  algunos amarillos en las plumas que ofrecían simulando, los relieves de la goma.

Me gustó la cabeza, pues tenía una expresión simpática y  ojos tristes, que me pareció me miraban desde su vacío, con un pico entreabierto que imaginaba, me quería hablar y  contar historias de su procedencia quizás… de sitios lejanos, que seguro, pertenecerían a un mundo, a un mundo que solo existiría pasando la esquina de casa, por donde se veía aparecer el micro rojo que alguna vez, tomáramos para ir al centro de tanto en tanto.

Pasaron a la cocina, y  mi madre les ofreció mate, pero nada para comer. Como solo teníamos cuatro sillas de paja, Jorgito y  yo, quedamos en el patio, él con su camioncito nuevo, que hacía rodar contento por el brocal, y  yo sentada en el mismo, con el pato, puesto en mi regazo, sobre mi vestido estampadito con hormiguitas, mientras el estómago seguía doliendo.

Sin soltar a mi nuevo amigo, a quien ubiqué debajo de mi brazo izquierdo, me dirigí con mis cuatro añitos valientes a la cocina y  acercándome  a la señora nueva, le pregunté, si tenía una moneda para comprar algún caramelo, o quizá un chupetín. Pero, la tal Panchita, se manifestó con una risita tierna, y  un: “¡Aaaayyy, no tengo nada m’ijita…! La nonita no le trajo golosinas pero…. La próxima vez…” 

Tal acción, significó una reprimenda de mi madre, quien me envió de inmediato al patio a jugar, agregando que los niños no debían molestar a los mayores.

 Mi padre, como era habitual, se retiró a su taller, sin volver a aparecer…. Puesto que el mismo espacio donde pintaba, era una pieza que comunicaba con su dormitorio por una cortina interna, que no daba a la galería.

El fresco comenzaba a instalarse, mientras las campanas de la iglesia de la esquina, por la acción del padre Mïlder, tañían en el Ángelus.

El sol, apagaba sus últimos rayos quitándole luz natural, a la larga galería, que poco a poco, dejaba triangular una tenue y  mortecina luminosidad que provenía de la cocina. Una triste cocina, donde siendo un único punto de reunión… allí  se había olvidado cómo se había construido alguna vez, para una importante función familiar… para servir y  preparar comida.

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

 

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