El defensor de la Ley.

 

Ahora, Elsa estaba segura de que la última conversación con Marcelo, por fin, acabaría con su inquietud. Le había comunicado que a finales del mes próximo volvería a España para casarse y volver juntos a América. Ya no se separarían nunca más, porque –cariño, no sabes cuánto te extraño –le había dicho. Dedica este tiempo a arreglar tus asuntos, y no repares en gastos, quiero que todos te admiren como te mereces, y resarcirte del abandono en que has estado este último tiempo por la separación que nos ha impuesto la consolidación de mi puesto de trabajo. Pero todo eso es agua pasada, y ahora prepara tu equipaje sin reparar en gastos, que ya he transferido a tu cuenta mis ahorros para que tú los administres.

Aquella misma noche, empezó a preparar sus cosas empezando por sus cuentas. Tenía algunos artículos sin cobrar y también en la Central de Cosméticos tenía que realizar algunos pagos. Ella no quería presentarse con las manos vacías delante de sus futuros suegros y no pensaba tocar el dinero de su novio hasta que no estuvieran casados; por lo que al día siguiente empezaría a recoger los fiados.

No estaba resultando fácil, sobre todo con algunas clientas, precisamente las que más presumían de ricas. Aquella mañana Elsa estaba asombrada y no daba crédito a lo que oía.

-ya te lo he dicho, chica, este mes no puedo pagarte –le decía la señora de Castro - tengo muchos gastos con el próximo viaje y el regalo que tengo que llevar a mi cuñada. Comprende, se casa su hijo con una hija del cónsul del Brasil, y no puedo presentarme allí de cualquier manera. Dentro de dos meses cobro la extraordinaria y estaré más desahogada. Tú no lo comprendes porque no tienes esos compromisos. Ten paciencia que yo te lo pienso pagar todo, aunque la última loción que te compré para mi marido, que decías que era tan eficaz, no le sienta nada bien y ahí la tiene sin usar. Pero yo te la pago también.

-Mire usted, Matilde -decía Elsa-, ya han pasado tres pagas extras con la promesa de pagarme y no lo ha hecho. Y además va sumando productos y la cuenta ya asciende a doscientos cincuenta euros y la empresa me obliga a abonarle antes de facilitarme el nuevo pedido. Comprenderá que yo tengo que poner el dinero y ya he invertido todos mis ahorros para cubrir sus pedidos.

-Pues ya lo has oído, dentro de dos meses te lo pago todo y acabamos. Vaya consideración que tienes con una clienta como yo, me voy a vestir, que tengo que salir -dijo la señora Matilde abriendo la puerta de la calle, mientras con un gesto indicaba a Elsa que saliera.

Elsa salió a la calle sofocada por la indignación. Nunca había sufrido semejante desplante y encima sin pagarle. Estaba claro que Matilde no pensaba pagarle y eso era para ella una gran pérdida. Quedó parada en la acera sin saber qué dirección tomar y así la encontró soledad, su antigua profesora de yoga, que al ver la preocupación que denotaba su semblante, se interesó por sus problemas.

Para Elsa fue un alivio el poder desahogarse. Ahora La que estaba indignada era Soledad. ¡Que se creerán estas señoras -decía con la voz alterada- ¡Esto hay que denunciarlo! porque es un abuso, piensan que estás indefensa y se aprovechan de lo que pueden! Pero esto lo vamos a arreglar; te presento al señor Peláez que es el Decano del Colegio de abogados, que vive en mi urbanización, y resolvemos la papeleta.

Y allí se dirigieron, Elsa más tranquila al ver que Soledad la ponía en buenas manos; porque, ella sabía que aquel abogado tenía buena fama, pero nunca se le hubiera ocurrido dirigirse a él. Había oído muchas historias de malos juicios y altos honorarios, De abogados desaprensivos.

El señor Peláez las recibió amablemente y concertaron una cita a fin de abrir el expediente.

Sencilla, pero sugerente, al día siguiente se presentó Elsa con todos los datos que pudo reunir de su clienta: nombre completo, domicilio, fecha y cuantía de los pedidos. Y también tuvo que aportar otros tantos datos de su persona, que ya le parecieron demasiados, y aún le faltó algo que tenía que aportar y quedaron en que lo llevaría al día siguiente.

Don Ruperto Peláez, un cincuentón de buena presencia, ojos profundos, pelo encrespado, mirada ávida y persuasiva, embelesado, escuchaba los argumentos que Elsa exponía y la alentaba con frases amables y cordiales. --Tenía todo el tiempo del mundo para escucharla, porque lo de ella, -decía-, era algo tan fácil. A diario tenía que enfrentarse con pleitos verdaderamente duros, y además, era un placer escuchar una linda voz en aquel despacho en el que normalmente se oían voces airadas de individuos luchando por sus derechos, o de mujeres angustiadas por trámites legales de separaciones matrimoniales o custodia de hijos. Créeme Elsa, -¿me permites que te tutee?-, tu entrada en el despacho ha sido como una ráfaga de aire fresco, -decía sonriendo-, y además perfumado. Por cierto, que mi esposa está en estado de buena esperanza y hay que tenerle muchos mimos. ¿Podrías mirar en tu muestrario para hacerle un regalo sugerente? Elsa asintió encantada -Pues no se hable más, mañana traes los datos que faltan y ese encarguito, que no puedes abandonar el trabajo.

El señor Peláez se puso de pié, salió de detrás de su mesa, y tendió ambas manos a Elsa para darle un cálido saludo de despedida.

Elsa salió algo aturdida del despacho por la cordialidad del abogado -sin duda, -pensaba-, se debe a que vengo recomendada por soledad. Ya lo dice el refrán: "hay que tener amigos hasta en el infierno". Y, hay que ver lo atractivo que es este demonio de abogado, Por lo menos debe tener cincuenta años y se le ve en plena forma. Claro que también la ropa que lleva... la misma que llevaría un: joven moderno, pero que le sienta muy bien.

A la mañana siguiente, con el documento que faltaba y un escogido perfume, se presentó en el despacho para entregarlos a la secretaria. Tenía prisa porque era martes, el día que en un tren de cercanía se desplazaba a Badalona, donde se ubicaba la empresa de los productos de cosmética con que trabajaba. Ya salía del ascensor, cuando entraba por la puerta el abogado, al que Elsa saludó e informó que la secretaria tenía el documento que faltaba y un regalito para su esposa.

Elsa, tienes que firmar la demanda, -le dijo-, sube un momento.

-Ahora tengo mucha prisa, voy a perder el tren. Por la tarde vendré -dijo ella.

-Yo lo quiero presentar esta mañana. ¿Te vas de viaje?

-Oh, no. Solo voy a Badalona a gestionar lo de los pedidos de mis cuentas.

-Pues no te preocupes chiquilla, que precisamente hoy, tengo un asunto que resolver en esa zona y te puedo alargar allí.

El viaje se desarrolló sin incidentes, mientras charlaban de todo y el abogado se interesaba por el trabajo, la familia, las amistades y las relaciones sentimentales de Elsa.

La muchacha tuvo que escuchar, una vez más, que aquel hombre no le convenía, que no la valoraba en su justo valor, etc. Ella intentaba realzar las buenas cualidades de Marcelo, pero su interlocutor no aceptaba excusas y lo calificaba con mucha severidad, hasta el punto de que las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas, porque ya no le quedaban argumentos para defenderlo y, sobre todo, porque en el fondo, se sentía maltratada por Marcelo y comprendía que era su cobardía la que no le permitía cortar aquella relación.

El señor Peláez puso el coche en el arcén de la carretera, sacó su pañuelo y limpió sus lágrimas, mientras se disculpaba porque se sentía culpable del mal rato que ella estaba pasando y, dejándose llevar por un impulso, depositó un fugaz beso en su mejilla, puso el coche en marcha y salieron a la carretera.

Iban callados, él parecía algo nervioso y ella no se atrevía a levantar la cabeza.

La empresa de cosméticos estaba a la entrada de la población, y a una indicación de Elsa, paró, salió, cogió el muestrario del asiento trasero, rodeó el vehículo para entregárselo al tiempo que le pasaba la mano por el pelo, en un gesto paternal, mientras se disculpaba una vez más.

Pasó la semana sin noticias de la demanda y ella no se atrevía a llamar, pero ideó el hacer una visita a Soledad y en su compañía pasar por el despacho, porque estas cosas iban lentas, pero dos meses le parecía un tiempo adecuado para que el proceso estuviera en marcha.

Soledad la recibió cariñosa, le ofreció una taza de té y le pareció más oportuno llamar primero. Atendió la secretaria, que les informó que el letrado no atendía los jueves, pero ella pensaba que aquello estaba muy adelantado. Probablemente el señor Peláez pronto se pondría en contacto con ella.

Cuando al día siguiente Elsa volvió de la calle, en el contestador una voz suave había dejado un mensaje: Elsa, tengo excelentes noticias para ti. Mañana te pasas por el Juzgado a última hora para darte la sentencia. Ni siquiera ha habido juicio, la señora ha depositado el dinero dando por terminado el litigio. La alegría de la noticia subyacía en su conciencia mientras en sus oídos centraba aquella voz que hacía que sus piernas temblaran. Muchas veces había intentado reproducir en su memoria aquellas suaves modulaciones, la dulzura que imprimían a sus palabras aquellas inflexiones de la voz que le había hecho llorar un día. Todavía recordaba el olor que emanaba su pañuelo. Y lo recordaba con nostalgia. No le guardaba rencor por sus reflexiones. ¿Acaso no era cierto todo lo que decía? Lo que a ella le hizo llorar fue el saberse traicionada por Marcelo y no tener la valentía de cortar aquella relación; pero lo tendría que hacer porque se daba cuenta de que todos le tenían lástima, y ya habían pasado a su lado hombres bondadosos, inteligentes, atractivos, brillantes, que dada su situación de prometida, lo más que podían hacer era darle un consejo y alegrarle la vida unas cuantas horas.

 Este señor le estaba trastornando un poco; en aquellos dos meses lo había recordado infinidad de veces y aunque lo consideraba natural por el asunto que le estaba resolviendo, una voz interior le decía que no solo era eso, que también recordaba la intensa mirada de sus inquisitivos ojos, la blancura de sus dientes enmarcados por sus carnosos labios y el temblor que recorría su cuerpo cuando en el momento de la despedida retenía sus manos. Y luego estaba aquella negativa a lavárselas hasta que desaparecía el aroma con que las había dejado impregnadas. Se daba cuenta de que todo aquello quedaba fuera de las cuestiones legales. Y es que -se decía-, estaba necesitada de cariño y se agarraba a cualquier muestra de afecto de que fuera objeto, porque estaba claro que todos aquellos hombres que pasaban por su vida solo sentían lástima de su juventud desperdiciada, pero si además había una ocasión propicia para consolarla un poco, no la desdeñaban. Tenía muy claro que esos eran momentos débiles por ambas partes, ninguno -consideraba- estaría dispuesto a formalizar una vida en común con ella. Y volvía a pensar en Marcelo como la única salida.

A la una de la tarde las inmediaciones del Juzgado estaban muy concurridas y Elsa tardó un poco en encontrar al señor Peláez, que salía con un cliente y al verla, le dirigió un saludo protocolario y le indicó con un gesto que lo esperara un momento. Pronto se despidió de aquel señor y se dirigió a ella con la cordialidad de siempre. Pasa -le dijo-, mientras la introducía en un suntuoso despacho de amplios ventanales y mullidas alfombras que delimitaban distintos espacios, el de su mesa de trabajo, con una escribanía de plata y una única carpeta de cuero negro que concordaba con el resto del conjunto de mesa, sillón y dos sillas, todo de madera de caoba profusamente tallada.

Al fondo del salón, una alfombra en tonos negros y dorados, sustentaba una mesa baja con varias cajas de puros habanos y una cigarrera de la que artísticamente emergían cigarrillos de distintas marcas, y en la parte baja de la mesa se acoplaban varias botellas de bebidas y unas elegantes copas de una transparencia verdosa que las hacía parecer todavía más brillantes. Frente a la puerta de entrada había un conjunto de sofá y varios sillones dispuestos en círculo como para una tertulia.

Con un gesto indicó a Elsa que tomara asiento en el sofá, mientras él se dirigía a la mesa y volvía con una carpeta:

-"Aquí tienes, pequeña, todo lo concerniente a tu problema. Como te dije, no hubo necesidad de juicio, el asunto se resolvió rápido. Esta señora pensaba que estabas desprotegida y podía seguir dándote sablazos, pero con una llamadita mía decidió acabarlo antes de que se enterara su marido”.

Soltó los documentos en la mesa de centro y se dirigió al extremo del amplio despacho y abrió un armario, que resultó ser una pequeña nevera, de donde sacó dos "benjamines” de champaña francés, y dos copas muy frías, y acercándose a ella con una amplia sonrisa, -Vamos a celebrarlo -dijo.

Se desprendió de la chaqueta, se aflojó la corbata, le tendió una copa con un gesto ampuloso, mientras depositaba un furtivo beso en su mejilla y brindaba diciendo:

-"Por el principio de una bonita amistad y con la promesa de que nunca estarás sola en los problemas de la vida.

Hacía mucho calor, Elsa bebió un largo trago sin levantar los ojos, mientras las burbujas de su copa estallaban en sus labios. Se daba cuenta de que algo insólito estaba a punto de suceder. No sabía qué, ni cómo evitarlo, pero tenía que hacer algo. Soltó la copa, cogió su bolso, intentó caminar, pero sus piernas no le respondían. Él se acercó, le levantó la barbilla y sus ojos se encontraron. En los de ella había una súplica de protección, de cariño, un miedo de algo inconfesable. En los de él, un fulgor de deseo, un grito de urgencia. Ya su rostro se aproximaba al de ella y posaba sus labios suavemente sobre la boca de Elsa, que respiraba agitada al compás de los latidos de su corazón, y cerraba los ojos, incapaz de sostener el fuego de la mirada de Ruperto, que la enlazó por la cintura y suavemente la fue inclinando hacia atrás quedando ambos en la alfombra.

Elsa sentía el peso del letrado sobre su cuerpo y un delicioso abandono de sus sentidos le hacía desear quitarse la ropa y experimentar sobre su piel desnuda las caricias de aquel hombre que irradiaba un perfume tan excitante y que susurraba en su oído las dulces palabras que tanto echaba de menos en sus noches solitarias, y, acometida de un furioso frenesí, se arrancó la blusa de un tirón, se bajó las bragas y buscó enfebrecida el contacto directo con la entrepierna de él, que ya se desprendía de sus ropas.

 

Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España

davasor@gmail.com

 

 

 

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