Virgen y mártir.

 

Esa moza del pueblo, que lleva sobre su cabeza un barreño lleno de ropa limpia para tender al sol, ya va camino de la ancianidad; siempre fue espectadora de la vida ajena, como lo era de las sucesivas primaveras que vivió, sin disfrutar plenamente del amor, aunque el aroma de las plantas y flores, embriagaron su corazón y su sensualidad femenina, se transformó en un nimbo lleno de voluptuosidad, y su espíritu se llenó de nostalgia de cosas perdidas. Pero aún es Virgen y mártir.


Desde muy niña, ayudó en los quehaceres de su casa, cuidando del ganado, lavando la ropa en el río, yendo a coger leña para guisar... era tan hacendosa y pulida, que su madre pensó que podría atender a sus hermanos y a ella misma cuando fuera vieja y estuviera enferma, y ¿por qué no? hasta la hora de su muerte.
Y le enseñó todas las tareas de la casa, a hacer la comida y llevarla al campo donde su padre y hermanos trabajaban, unos como pastores y otros labrando la tierra para que diera sus frutos y cuidando los huertos para recoger verduras y hortalizas que enriquecían el patrimonio de aquella familia campesina.
Cuando Carmen iba a jugar con sus amigas, su madre tan rígida, egoísta y comodona, la llamaba para cumplir alguna obligación...
¡Trae agua de la fuente!
¡ve a dar de comer a las gallinas y los demás animales del corral! Y así iban pasando los días para la pobre Carmen, que iba creciendo al servicio de los suyos...
Como el cura predicaba en la iglesia, las niñas debían mantenerse lejos de los chicos, que eran un peligro para su alma, pues las inducían al pecado de la impureza y eso estaba muy mal...
Y el qué dirán... en aquella sociedad rural, todo era mal visto, había que ser pura y casta para que algún mozo se fijara en una chica, todas tenían faltas, una demasiado coqueta, otra muy fácil, para llevarla al huerto, otra tan estrecha, que no invitaba a los mozos al requiebro ni a meter mano, no fuera a caer alguna bofetada...
De eso se aprovechó su familia para tenerla a buen recaudo, libre de tentaciones, para que no volara del nido, privándolos de sus servicios inestimables.
Los años iban pasando, y Carmen iba creciendo en un ambiente enrarecido, donde debido a su humildad, todos la trataban como la criada de la casa, empezando por su madre, que la apartaba del trato con los demás, hasta el punto que poco a poco, el padre murió y los hermanos se fueron casando y ella quedó sola con su madre y un hermano soltero, mediocre, algo tirano y dictador que llevaba las riendas de la casa y las fincas.
Cuando llegaban las fiestas del pueblo, y venían sus hermanos, cuñadas y sobrinos... la Tía Carmen, hacía la comida servía la mesa, era la cenicienta de la familia, y cuando por la noche iba al baile de la fiesta, se quedaba sentada, sin bailar, pues los mozos la encontraban poco atractiva ya que, debido a que no ganaba un sueldo, no tenía dinero para comprarse un bonito vestido ni engalanarse para aparentar más belleza de la que la Naturaleza le había otorgado.
El tiempo pasaba y las chicas de su edad eran casadas y con hijos... y a ella, por sus muchas obligaciones, y pocas relaciones sociales no le había salido novio, ya que si algún mozo la pretendió, su madre y hermano los apartaron porque la necesitaban en casa.
Ella se daba cuenta de todo; pero no se atrevía a revelarse porque apenas había ido a la escuela, y casi no sabía leer ni escribir, y el respeto y la obediencia a los suyos eran algo sagrado; mas, su inteligencia era despierta y por su trato constante con el mundo rural, conocía la hora por la posición del sol aunque no llevara reloj, y de noche soñaba viendo el paso de las constelaciones de estrellas , con algún mozo que la quisiera, la estrechara entre sus brazos, y ¿por qué no? la llevara a un pajar donde ambos retozaran juntos hasta quedar extenuados...
Viendo los hijos de las mujeres de su edad, pensaba que ella hubiera sido una buena madre, si el egoísmo de los suyos no hubiera interrumpido su carrera de esposa y ama de su casa, y no como ahora, que solo era una vieja solterona, destinada a cuidar de todos, sin recibir nada a cambio, mas que regañinas cuando hacía algo mal, o descuidaba algún quehacer doméstico... Al fin, su madre murió, sin que ninguno de sus hermanos o cuñadas se hiciera cargo de nada, solo ella, la aseó, le dió de comer y la atendió en sus últimos momentos, tal como la vieja había previsto, privando a Carmen de una vida feliz junto a un hombre bueno y cariñoso, y unos hijos que la llenaran de alegría... Pero nada de eso tenía, solo un hermano soltero como ella, que hastiado envejecía a su lado, y no esperaba nada de la vida, si no ir a un asilo cuando las fuerzas la abandonaran...
¡Ay de mí, no tengo a nadie que me quiera! se decía entre lágrimas, y sus noches eran sueños de felicidad extinguidos antes de hacerse realidad... Si algún mozo le decía un cumplido, ella se ruborizaba y sonreía con tristeza, sabiendo que no iría más lejos aquel galán solo de palabra, y que su cama estaría vacía sin besos ni caricias que la confortaran... Ella necesitaba tanto el contacto físico de un amante que la hiciera llegar al cielo... Pero estaba pegada a la tierra, por culpa de los curas que de pequeña la infundieron una estrechez mental que nunca la abandonó.
Y así, fiel a la rutina de su triste vida, veía pasar los años, y ella se convirtió en una anciana grave y apacible, desencantada del mundo, virgen y mártir, que esperaba el fin de sus días, sin pena ni gloria, sin dejar huella perdurable de su paso, pues no tuvo hijos, ni escribió un libro, tal vez sí, plantó algún Árbol, que anónimo a las manos que le dieron vida, creció y da sombra a quien se cobija bajo sus ramas.

 

Autora: Puri Águila González. Barcelona, España.

puriaguila@gmail.com

 

 

 

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