Es tiempo ya.
Largamente pensé en el tema que desarrollaría en este número de la
revista; sí, porque me rondaban distintas problemáticas sin que me decidiera a
abordar alguna en particular. Finalmente me decidí por una reflexión acerca del
tiempo y sus límites. Entonces recordé que algo sobre eso había escrito con
ocasión de las vigésimo cuartas jornadas de ASAERCA, una institución argentina
que está ya próxima a cumplir sus bodas de oro y que, con sus más y sus menos
como todos los emprendimientos humanos, se mantiene vigente en su decisión de
indagar, difundir y promover acciones y conocimientos que ayuden a que las
personas ciegas y con baja visión nos relacionemos con distintos aspectos del
quehacer mundial en lo científico, en lo tecnológico, en lo terapéutico, etc.
En esta oportunidad las jornadas se llevaron a cabo en mi provincia y fui
invitada a presentar mi libro, “del susurro al grito: símbolo y verdad de la
ceguera”. Naturalmente me sentí honrada por la invitación y me sentí honrada de
manera especial porque quien conduciría el coloquio sería, fue, mi amiga y
compañera de camino, la profesora Ema de Rosell. Sí, con Ema (Fari) hemos
compartido jornadas y cafés, congresos y cenas, y eso porque compartimos la
certeza de que la inclusión no es una realidad que deba inventarse sino un modo
de vida que debe naturalizarse. Fari no niega las limitaciones que impone la
ceguera, ayuda a correrlas, las toma como las derivaciones de una situación
existencial que no deben invadir otros ámbitos de la personalidad y de la
capacidad creativa de quienes no ven. No habíamos tenido ocasión de acordar qué
diríamos en el coloquio: momentos antes de su iniciación, nos escapamos a un
rinconcito para poder conocer mínimamente lo que cada una de nosotras había
pensado. Confieso que mi sorpresa fue mayúscula: no sólo conocía el texto de
cabo a rabo sino que había comprendido su más profunda intención y estaba en
condiciones de aportarle a lo escrito aspectos que yo no había contemplado. Yo
a mi vez, había preparado una pequeña introducción al coloquio. Transcribo el
texto que leí en esa ocasión; lo transcribo con la emoción de aquel momento en
el que me sentía rodeada de amigos queridos, con mis hijos y mi esposo que me
habían dado la sorpresa de compartir ese instante extraído de la multiplicidad
de instantes que es el júbilo que todos, por fortuna, experimentamos alguna
vez: después será mañana, con sus más y sus menos, pero cuando suena la campana
del júbilo nos olvidamos de todo y, simplemente la dejamos resonar.
Aunque a veces parezca estar petrificado, nunca se aquieta el tiempo en
su fuga constante y decisiva. Agua, aroma y viento son su mejor metáfora. Todo
cuanto existe se hace en él, transcurre en él y en él concluye. Advenimiento y
conclusión son sus claros límites y no es posible correrlos o transgredirlos;
chispa en el fuego y en el mar gota, los humanos somos una porción de tiempo en
el Gran Tiempo y tenemos el nacer y el morir como asignados límites. Es en esos
claros e impostergables límites que se abre y despliega la vida que vivimos. En
el devenir de nuestra existencia, intransferible, irrepetible y única vamos
trazando nuestros propios límites, límites que nos definen y nos configuran: el
comenzar y el acabar de una carrera universitaria, el inicio y el fin, mil
veces repetido de una jornada de trabajo, o la trayectoria vital que va desde
un susurro inaudible hasta la epifanía impostergable del grito. Es entre lo
inaudible y lo impostergable que deshilacha sus páginas el libro del que en
esta tarde vamos a ocuparnos, y cuyo título no podía ser otro que: “del susurro
al grito. Pero ¿de donde brotan ese susurro y ese grito que constituyen las
páginas del libro? ¿Qué fue lo que hizo necesaria la aparición de este libro
para manifestarlos? Lo ignoro, sólo sé que esa necesidad se hizo urgencia en mí
y que esa manifestación será diversa y única en cada lector. Al dar a conocer
esta tarde el modo en que esa manifestación se produjo en mí, no pretendo
imponerla. Sólo pretendo ex-poner ante ustedes cual fue para mí la expresión de
ese susurro y de ese grito que conforman los límites entre los que discurre
este ensayo. El susurro me habitó, fue siempre en mí, difuso e incomunicable,
pero perentorio y cierto. Estaba en las mejillas mojadas de papá cuando me tomaba
en brazos y me cantaba una copla que hablaba de los astros y su brillo
comparado con el brillo de los ojos de una mujer; estaba también en la bolsita
cuadrada y llena de granitos de maíz con la que se reemplazaba la tradicional
pelota redonda cuando yo participaba del juego del “prisionero. El susurro iba
escondido en la maleta que mis hermanos preparaban por la noche para no llegar
tarde a la escuela al día siguiente; era un zumbido indescifrable y doloroso
que iba y venía con el vaivén de mis grandes sueños y de mis confusas y
perturbadoras sensaciones de frustración, era como un afelpado bordoneo de
guitarras que no pude comprender con claridad hasta que me sorprendieron las
primeras señales de la adolescencia. Todos lo decían, me lo decían y yo lo repetía
de un modo a-consciente, es que, ¿Cómo entender lo que significa el no-ver
cuando se ignora qué es el ver? Viví la infancia con un extraño desasosiego que
me asaltaba a veces y que no alcanzaba a comprender, pero, también, con el gozo
sereno del niño que se sabe y se siente querido, protegido, impelido siempre a
subir, a marchar, a crecer. A pesar del recóndito susurro fui una niña feliz.
Lo verdaderamente singular es que durante la infancia, por obra de las
circunstancias no percibí el aliento del susurro en ningún otro niño. Como en
mi provincia no había escuela especial y pese a todos los esfuerzos de mis
padres no me aceptaron en ninguna escuela común, sólo interactué en ese tiempo
con niños que veían. La presencia de la ceguera me llegó desde “el grito”. Sin
comprender que expresaban sus incógnitas palabras, pero con la certeza de
haberme encontrado, percibí honda y claramente la potencia del grito. Las cosas
sucedieron así porque como ha sido dicho ya de algún modo me crié entre
personas con vista y la realidad de la ceguera me llegó a través de personas
ciegas ya adultas. El único niño ciego que conocí me llevaba diez años y no
pude advertir en él la manifestación del “susurro”. La certeza encarnada llegó
en mi juventud con la razón y, con las vísceras, pude experimentar, por fin, la
voz de ese susurro que era y sería por siempre también mi propio susurro
escondido. Fue por buscar en otros, por calmar el desasosiego de otros niños,
por desandar el camino de un duro silencio y calmar sus angustias recónditas y
soterradas, que decidí ser maestra. Eso no me bastó, quise saber que secreto
guardaba en sus entrañas la palabra Ceguera, con su zumbido imperceptible y
confuso en los niños, “torcazas asustadas de sentirse a oscuras” y con grito,
muchas veces tercamente negado en los adultos. Leí con avidez obras específicas
sobre la problemática de la ceguera y sus múltiples derivaciones; confronté
diversas consideraciones y teorías, análisis, hipótesis, acerca del
multifacético significado del no-ver. En esas lecturas encontré preguntas y
respuestas que me dieron diferentes grados de certeza o de incertidumbre.
Entonces fui en busca de personajes de ficción: busqué personajes de ficción
que me enfrentaban con la manera de vivir de hombres y mujeres que vivían en
otro contexto social, en otra cultura y en otra situación histórica, desde la
ficción me enfrenté con hombres y mujeres que tenían otros modos de encarnar en
el mundo su ceguera. Todo cuanto leía me parecía importante y decisivo, sin
embargo, nada era tan importante y decisivo como la ternura que despertaba en
mi corazón un “susurro” que no entendía porqué a él, niño de 8 años no le
dejaban cruzar la calle en bici como lo hacía su hermanito gemelo, o la
transformación del grito desesperado de un plomero que había perdido la vista,
en la franca sonrisa de un hombre ciego que acababa de arreglar una canilla;
las lecturas, copiosas y desordenadas, quedaban en notas dispersas, en fichas y
más fichas, y provocaban, ¿Cómo decirlo? Provocaban lo que podríamos designar
como _vivencias reflexivas_ vivencias mediatizadas por el filtro del
raciocinio. Las vivencias íntimas y movilizantes que experimentaba en mi trato
cotidiano con personas ciegas se relacionaban, de algún modo extraño, que a
veces me sorprendía por su proximidad y, a veces, por su lejanía, con las
lecturas que en esos momentos estaba realizando. Estos son los materiales que
en el impostergable transcurrir del tiempo y de "mi tiempo",
conformaron la estructura de este ensayo que hoy comentamos: la amalgama de
esos materiales es el zumo de una reflexión buscada y querida con la fecundada
sangre de mi sentir más íntimo y auténtico. Si al frecuentar las páginas de
este libro el lector conoce, acepta y comprende a un “otro” y puede, sin temor
a equivocarse hablar de un “nosotros, de un nos-otros, mi desvelo se verá
justificado. Sólo alguna que otra corrección derivada de la diferencia que se
produce entre una comunicación presencial y una comunicación escrita ha sido
realizada. ”Entonces, ahora, en el momento de escribir
para la revista, navegando como estaba en tantas aguas, recordé que había
quedado en deuda con el comentario de las jornadas y decidí transcribir este
comentario y la introducción que acabo de mencionar como modo de reconocimiento
a la institución que tan gentilmente me invitó y en particular a Fari, por
haber leído la obra con tanta benevolencia y con tanta perspicacia y con una
emoción que bien sé yo, le viene del recuerdo de quien fuera su entrañable
compañero de camino, el profesor Pedro Ignacio Rosell Vera.
Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.