El braille, compañero en todas las facetas de mi vida.

 

 Sé que la tarea de reseñar, de modo emotivo, pero claro, lo importante que es para mí el sistema braille, no es sencilla. Y, no lo es, precisamente, porque tengo más de 40 años, y ha estado ahí desde siempre: desde que, tenía poco más de 3 años, y me llevaron mis padres a la escuela de ciegos. Creo que, junto a la música, que siempre nos acompañaba, para estimularnos a cantar, movernos, o escuchar, dando sentido al ambiente, el braille fue y es omnipresente. Pero, como no me dedico a la música, cosa que sí hacen muy bien otros compañeros ciegos, me introduciré en el camino, que me llevó, desde esa niña asustada, que trataba de explicarle a su neurólogo las primeras letras que había aprendido, hasta esta mujer que hoy, con muchos más años, escribe con un teclado en una computadora, auxiliada por un lector de pantalla.

 Mi memoria se sitúa en aquella escuela, rodeada de niños, de maestros, de materiales como palitos de helado, chapitas de gaseosa, y todo lo que nos ayudara, de a poco, a educar las manos, ésas que luego, usaríamos para escribir y leer el braille. Así, cuando empezamos con pizarra y punzón, ya teníamos años de saber que existían los cuentos, guardados en aquellos enormes volúmenes, que nuestra maestra, Cristina, una persona ciega también, nos leía con paciencia y ternura. Citaré, para no extenderme demasiado, solo uno de los libros de aquella época que más recuerdo: Dailan Kifki, de María Elena Walsh, la historia de una niña que, una mañana, al salir de su casa, encuentra en la puerta a un enorme elefante, del que, sin quererlo, tendrá que hacerse cargo, lo cual implica una variedad de situaciones que, lógicamente, disfrutábamos a más no poder.

 Creo que luego de aprender el alfabeto, nuestros primeros dictados, las redacciones, donde tratábamos de plasmar lo que nuestros sentidos captaban en un viaje al zoológico, al parque, a una granja de animales, etc., vino, en auxilio nuestro la estenografía. Porque, con el correr de las lecciones, las carpetas eran cada vez más abultadas, y, como sabríamos después, había razones de peso, para aprender a escribir más rápido, ahorrando papel y tiempo a la vez. Digo que había razones, porque eran años de cambios, que nos hicieron salir de ese rincón acogedor que era nuestra pequeña escuela. Se pidió a los padres que nos inscribieran en escuelas comunes, con niños videntes, y así comenzó, para nosotros, y para todos los niños que vendrían detrás, otra historia. Creo que la preparación que teníamos, sumada a la ayuda de nuestra familia, hicieron que, en la mayoría de los casos, nos integráramos bien.

 Y, así, siguieron pasando los años, vinieron la secundaria, con su enorme cantidad de profesores, compañeros nuevos, indiferencias de algunos, y la gran amistad de otros; amigas, en mi caso, con las que, alguna vez, nos pasábamos la pizarra francesa, con regleta y punzón, para intercambiar mensajes secretos, confidencias, etc. En aquella época (porque creo que ya no se estila ahora), casi todas las chicas escribíamos poemas, y fue el braille, por supuesto, el que me permitió, escribirlos y compartirlos.

 En aquella época, tampoco había computadoras, así que, recuerdo también con cariño, tanto a la máquina de escribir en tinta, que aprendí a manejar, como a mi hermana, que solía usarla también, porque, leyendo el braille con la vista, transcribía a tinta lo que yo deseaba comunicar. Recuerdo también, con mucha nostalgia, las tardes de sábado, cuando, muchas veces, me dedicaba a responder las cartas que, durante la semana, había ido recibiendo. Era costumbre que, en las revistas, provenientes de la Fundación Braille del Uruguay, y otras, se publicaran direcciones de personas que querían tener amigos por correspondencia. Así, era todo un ritual, recibir las cartas, abrirlas, leerlas, curioseando de dónde venían, y ¡su fecha!, porque aquellos sobres, no solo viajaban largas distancias, sino que, además, ¡tardaban meses!... Así, íbamos conociendo el mundo, las distintas costumbres, y llenando de sentido un tiempo, como el de la adolescencia, que, a veces era difícil, sintiéndonos, por momentos, “bichos raros”.

 Pero, con el tiempo todo se supera, y, otro instrumento que vino en mi auxilio, como en el de tantos ciegos, fue el bastón. Aquél que mi padre se había negado a que usase hasta casi mis 18 años. La sed de independencia, el crecimiento de mis hermanos, las múltiples actividades que quería realizar, imponían que lo tomara, y ahí, sin saberlo, el braille surgió de nuevo. Porque, cuando emprendí el regreso a la escuela de ciegos, que había abandonado durante unos pocos años, manejándome sola en la escuela secundaria de mi pueblo, me encontré con que había ahora adultos, tratando también de adaptarse a la ceguera. Y, fue ahí, en la sala de braille, donde descubrí, de pronto que ¡quería ser maestra!

 Supongo, en realidad, que lo recordé, porque, aunque llevaba toda la secundaria diciendo que quería ser abogada, había jugado a la maestra desde siempre, es decir, había torturado a mis hermanos, incluso en plenas vacaciones, para que repasaran conmigo oraciones, problemas matemáticos, y todo un largo etcétera. Pero, volviendo a aquel redescubrimiento, hizo que, de alumna de secundaria por las tardes, pasara a alumna de orientación y movilidad, a la vez que docente de braille, por las mañanas, al menos un par de veces a la semana. Así, a la vez que descubría mi vocación, me enamoraba por primera vez, y, surgían, a raudales, poemas que todavía conservo, aunque no en braille, en su versión original, que regalé, o presté, con esa generosidad ingenua, que hizo que nunca los recuperara.

 Luego, en los años del profesorado, etapa terciaria, de volver tarde a casa, pues estudiaba de noche, el braille, siempre presente, quedó relegado a mi ámbito más privado. Es que, ingenuamente, pensé que me acostumbraría a estudiar escuchando, cosa que, si logré, fue muchos años después. Porque, en aquella época, con los 20 sin cumplir, no podía abandonar el braille, y, por tanto, todo lo que grababa, luego, tenía que oírlo, y transcribirlo en casa… Hasta que me aburrí, me agoté de ese doble procedimiento sin sentido, y decidí que, le gustara a quien le gustara, iría a clase con pizarra y punzón, otra vez.

 Por supuesto que, al tener el problema eterno de la falta de materiales de estudio, mi hermana me grababa los apuntes fotocopiados, los que no eran impartidos directamente por los profesores. Por supuesto también que, había, entre aquellos profesores, los que, en lugar de hacer ese tránsito más sencillo, involuntariamente o no, ponían palos en la rueda.

 Pero, por entonces, ya a finales de los 90, surgen los lectores de pantalla, y con ellos, instalados en computadoras de la escuela de ciegos, o en bibliotecas públicas, ya no era necesario que hubiese colaboradores tan estrechos, como los que, inevitablemente habíamos tenido a nuestro lado. Pero, y para no desviar del tema, recuerdo cómo, en más de una ocasión, al levantar el bolso que llevaba conmigo de un lado a otro me decían: “¿qué llevas ahí?”. Y, claro, eran mis carpetas, con todos los resúmenes, en braille, de las distintas materias que cursaba. Las llevaba con orgullo, porque, más de una vez, al preguntarme alguna profesora cual era el secreto para obtener tan buenas calificaciones, yo le explicaba, paso a paso, mostrando esas carpetas, todo el periplo, de mis apuntes en clases, más los resúmenes de los libros, más los trabajos transcriptos de braille a tinta, y de tinta a braille.

 Cuando finalmente logré mi título docente, la revolución de Internet ya estaba plenamente instalada, y, a pesar de que yo había recibido mis primeras lecciones con computadoras que tenían como sistema operativo el viejo DOS, ahora me decían que ¡tenía que aprender otro sistema, llamado Windows! Por supuesto que finalmente lo hice, pero, lo importante, creo yo, es que sin el braille, todo esto no habría sido posible, porque, ¿a qué no adivinan cómo aparecen, aún hoy, las letras y palabras en mi mente?, y, sí, por supuesto, en braille.

 Creo, que, sin lugar a dudas, no habría podido posicionarme igual como madre, sin poder iluminar, de algún modo, la infancia de mi hijo, con los cuentos, otra vez, leídos en braille. Él, que es ahora un adolescente más alto que yo, todavía recuerda las noches en que reíamos, volábamos, imaginábamos escenarios de aquellas hermosas historias. Él, gracias a esas lecturas, y todas las explicaciones que yo pacientemente hacía de las palabras que, por su edad, no conocía, fueron los gérmenes del gran lector que es hoy, expresando, orgullosamente, que no necesita ningún diccionario.

 Así, de la escuela primaria al profesorado, de mi vocación de maestra, a mi papel de madre, el braille siempre ha estado ahí, siendo la única herramienta que, de modo insoslayable, me ha sostenido aún en las mayores adversidades... Por eso, por todo lo que le debo, espero que, aún cuando las nuevas tecnologías nos acompañan, y nos hacen la vida más sencilla en muchos órdenes, haya siempre niños con el afán de aprenderlo, y, más aún, haya maestros, con la paciencia infinita de enseñarlo, sabiendo que es la única arma que tenemos, para ser personas completas, valiosas, productivas, y, por cierto, felices…

 

 Prof. Laura Soto de Ferro.

 

ULAC (Unión Latinoamericana de Ciegos) realizó una convocatoria para su publicación especial de la revista América Latina sobre el Sistema Braille.
Se recibieron 14 artículos procedentes de Argentina, Brasil, Colombia, Chile, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Perú y Venezuela; de los cuales se seleccionaron los siguientes:
1. "Los seis amigos", escrito por Ángel Aguirre Patrone, Uruguay.
2. "La grieta", escrito por Christian Daniel Martínez, Argentina.
3. "El braille, compañero en todas las facetas de mi vida”, escrito por mí, y que acaban de leer, ya que además del honor que representa esta designación, quería compartirlo con los lectores de la revista Esperanza.

Los tres artículos fueron incluidos en la publicación de la revista América Latina, lanzada en el mes de enero de 2019, al conmemorarse un aniversario más del nacimiento de Luis braille.
Integran la CBL (Comisión Braille Latinoamericana): Juan José Della Barca, Argentina; Regina Fátima Caldeira, Brasil; Carlos Pontaza, Guatemala; y Norma Toucedo, Uruguay, con la coordinación de Rosario Galarza, Secretaria de Educación de ULAC.

 

Autora: Laura Soto de Ferro. Santa Fe, Argentina.

Profesora especializada en Ciegos y disminuidos Visuales.

laurayroberto2005@funescoop.com.ar

 

Curriculum de la autora.

 

 

 

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