Cada Uno En Su Lugar.

 

                        Acabo de concluir un viaje traspasando nubes de rarezas y ahora estoy aquí algo embrollado y dolorido, pareciera que fuera a estallarme la cabeza, y encima siento como una penetrante puntada en el pecho, por lo cual todo resulta desagradable. Me fregaba los ojos tratando de ver nítida la difusa imagen del hombre que me hace señas para que me acerque hacia él.

-        Hola… Buenos días, buenas tardes… ¡o qué sé yo qué es! Le dije al arrimarme-. ¿Sabe una cosa, señor? Estoy consternado. No puedo creer que yo haya llegado hasta aquí ignorando por qué, para qué y dónde me encuentro ahora realmente.

El anfitrión con voz pausada y anodina me acotó:

-        Ya sabía que vendría, así que le aviso que usted acá estará como “en su salsa”, pues se ha ganado este espacio de privilegio, exclusivo para personas destacadas. Seguramente su conducta así lo habrá ameritado. Pase, acérquese.

Enmudecí. ¿Me dijo “un espacio de privilegio”?, ¿y será por mi buena conducta…? -Me pregunté asombrado-. Aquellas palabras me hicieron cavilar sopesando mi conducta. Tengo la consciencia limpia, he sido un hombre derecho, y fundamentalmente con mis relaciones afectivas, con mis enamoramientos y algunas decepciones por cierto… ¿Pero de qué méritos me hablará este hombre? No entiendo nada.

- ¿Qué le pasa? -me preguntó- Lo noto divagando preocupado…

- Vea, si usted lo admite, señor, -le dije tímidamente- me gustaría describirle lo importante que ha sido para mí este tema de la afectividad, porque siempre supe  estar enamorado con furor, casi hasta el delirio por una mujer… pero… claro que fueron varias esas mujeres, digamos…  unas cuantas. Bueno pero… Por favor, señor, no me mire con esa cara sonriente, porque no he sido ningún “Don Juan”, ni  un lujurioso perdido, sino que las cosas muchas veces no salen bien, o uno se lleva ciertas sorpresas y la relación termina siendo frustrante.

Hay mucha gente que sufre y se torna apesadumbrada, dañada y sin más ganas de reintentar una nueva relación de pareja, pero yo siempre fui diferente. Aposté muchas veces al amor formal, al incondicional, a eso de dar sin esperar a cambio, entregarse por completo, sin medir lo que se brinda, y así me fue… ¡como la mona!

Pero que quede claro que yo soy un hombre con todas las letras, con los atributos bien puestos y jamás permití que nadie me sometiera o que me humillara, y mucho menos una mujer, ¿usted me entiende, verdad, señor?

Mire, siendo adolescente y algo más, las relaciones sentimentales generalmente han sido esporádicas, digamos de paso, o como dice la letra del tango: “Amores de estudiantes… flores de un día son, hoy un juramento y mañana una traición”. Los hombres -según mi convicción- tenemos determinada rudeza y debemos mostrarnos dominantes, nada de sumisos ni endebles, en cambio las mujeres son sensibles, tiernas y llenas de sueños espurios sobre príncipes y esas pavadas,  pero cuando se las deja plantadas ellas tienen todo lo necesario para podernos sustituir al instante, por ello al final    uno hacía lo que había que hacer y chau, a otra cosa. Eso sí… de mi parte he actuado siempre con impecable respeto.

Como era previsible, un buen día ¡me llegó la hora! Y me casé definitivamente enamorado, lleno de proyectos e ilusiones. Un par de años lo pasamos más o menos bien, pero no era cosa fácil para mí sostener tan pocas libertades. Mientras tanto ella insistía que quería tener un hijo, esa clásica patraña que usan para intentar encadenarte para siempre, pero como yo la sabía, venía zafando bien. Por lo inquieto que soy, ante la primera oportunidad que se cuadró, entré a “apurar” a mi cuñada con cierta insistencia y sumada a mis habilidades de ganador, se dio lo que nunca deberíamos haber hecho, pero… ¡pero fue! ¿Me explico, no? Y no pasó mucho tiempo en descubrirse la cosa. Mi esposa, celosa desalmada como todas las mujeres, me increpó mal con terribles insultos faltándome el respeto descaradamente, así que la frené con un par de chirlos como corresponde y me marché de casa. Con esa brutal actitud ella ya no merecía contar con mi grata compañía y yo no me iba a rebajar porque sí.

Me alojé en una pensión que logré conseguir de apuro. Días después un viejo amigazo de fierro  que se enteró de mi precaria situación, me ofreció  vivir en su hogar hasta que pudiese ubicarme adecuadamente. Compartimos los exiguos espacios con buen criterio. Para entonces yo trabajaba en una empresa consultora y mi leal amigo era enfermero en una destacada clínica cumpliendo horarios rotativos. Nos entendíamos bien bajo una linda convivencia. Pero el transcurso del tiempo otorga cierta confianza y como había semanas que ella la pasaba sola por las noches, entonces las aprovechábamos charlando hasta muy tarde… y entre tantas charlas y charlas… Y bueno… para qué le voy a contar, ¿no? Ni bien me enteré de su estado de embarazo, desaparecí de inmediato por las dudas, ya que hoy un exámen de ADN puede condenarte sin piedad, y además como soy muy solidario evité molestar a mi amigazo, para que no llegara a poner en tela de juicio la fidelidad de su esposa. Cuido bastante las formalidades y más aún entre amigos. En realidad estas cositas pasan porque uno es hombre y tiene sus necesidades, ¿vio, señor? Aunque algunos no entienden como es el asunto este. Claro que también existen quienes son cómodos y abusadores, pero yo irradio un amor especial que se convierte en recíproco. Usted, señor, no se puede imaginar cómo sufro en cada separación de estas, y mucho menos figurarse cómo lloran las mujeres por mí.

Cada tanto debía interrumpir mi relato por los fuertes dolores que invadían mi cabeza y mi pecho, pero al ser incesantes me estaba haciendo la idea de que serían perennes.

- Siga, siga contando. -Me dijo este señor- Es muy interesante lo suyo. ¡Bravas actitudes, bien de un recio macho, eh!

Como le contaba, siempre tuve a mi lado o por lo menos al  mi alcance una mujer, y de esa manera pasaba mi vida con ciertos regodeos. En un momento que debí viajar al interior norteño del país, conocí a una joven hija de gringos muy atractiva, inteligente y simpática por lo cual me impactó con locura. Un vehemente noviazgo y la posterior propuesta de casamiento fueron suficientes para convencerla trayéndola a mi ciudad de residencia, motivo por el cual ella debió abandonar a su familia y amigos. ¡La verdad es que el amor logra cosas impresionantes!, hasta me hizo pensar en un segundo matrimonio.  Nos ubicamos confortablemente en un departamento céntrico, ella consiguió un prometedor trabajo como técnica en un instituto de imágenes gracias a su formación. Este acontecimiento de unión fue tan bello como que yo había recobrado la vida en plenitud. Pero bueno, el aburrimiento y la rutina comienzan a trepanar la calma haciendo estragos en cualquier pareja. A unos cuantos meses ya  lo estaba padeciendo en mi propia piel. Mientras tanto como un recurso económico secundario, por las tardes me dediqué a dictar clases enseñando guitarra en casa y tenía tres personas como alumnas alternativamente. Una de ellas era una muchacha llamativa, simpática y bastante liberal. Y como uno no es de fierro ni de madera, se tienta a la conquista, por lo cual… cuando menos lo quisimos acordar, pasó lo que tenía que pasar… ¿me entiende lo que digo, no, señor?

Y así se fue repitiendo la cosa, hasta que una tarde mi esposa regresó más temprano, y fue justamente en el momento menos indicado. El escándalo no se hizo esperar y la reprimenda cargada de reproches y palabrotas injustificables, fue como una bomba atómica.  Ella no tuvo en cuenta mi impecable conducta y se negó a oír mis sinceras explicaciones sobre lo abusadora que era esa mujer que me tentó arrastrándome a sus bajos instintos. ¡Mi propia esposa me trató como si yo fuese una porquería!   

  Hasta ahí fue lo que recuerdo pero luego… ¡Qué sé yo…! Es como que se me borró la mente, se me formó una laguna mental…

- ¡Ajá! -Exclamó el anfitrión- Yo sé perfectamente como continuó esa historia. Su esposa quien tiene ojos celestes, en ese instante se les tornaron rojos por el odio causado, descolgó de la pared el sable que usted supo colgar como recuerdo de su abuelo, el coronel.

- ¡Un momento, señor! -Lo interrumpí asombrado- Pero… ¿Cómo puede saber usted esos detalles?

-  Yo  sé todo, todo lo que usted ha hecho. Y ahora escúcheme que le termine de contar lo sucedido esa tarde. Su esposa no dudó ante su cruel traición cometida, recordó agriamente el desarraigo familiar y todo lo que había abandonado por el amor que sintió por usted, Entonces no titubeó un instante en atravesar su pecho con una certera estocada de espada, y de rematarlo con un segundo sablazo que le abrió la cabeza.

- ¿Vio, vio eso, señor?, ¿vio usted como son las mujeres? -grité- No le importó nada de nada cuánto yo la amaba… Justo que había decidido casarnos en serio… cualquier día de esos, tal como se lo había prometido…  ¡No tiene corazón, es una salvaje sanguinaria! Ahora entiendo el porqué de mis infernales dolores corporales gracias a lo que usted acaba de explicarme, señor… señor… este… ¿Cómo dijo que se llama usted?

Y tras una sonrisa sarcástica, me respondió:

- ¡Satanás!, Satanás a secas nomás…

 

 © Edgardo González

Autor: Edgardo González. Buenos Aires, Argentina.

ciegotayc@hotmail.com

 

 

 

Regresar.