Sultán.

 

Hace algunos años encontré a mi mejor amigo.

En ese tiempo, él deambulaba sin rumbo fijo. No tenía dueño, nadie lo quería debido a su aspecto: Sultán, así le puse, estaba lleno de pulgas y garrapatas cuando lo encontré.

Lo veía al salir del colegio, él solía andar por allí, debido a que le daban siempre galletitas.

Noté inmediatamente que este perro no era igual a los otros. Lo observaba mientras me hamacaba y vi algo raro. Él siempre se acercaba a las paredes. Olía todo. Era distinto a las otras mascotas que conocía. Me llamaba la atención.

Disfrutaba las caricias y se ponía boca arriba para que le rasquen la panza.

La mayoría, al ver los bichos que caminaban por su vientre, se alejaban del perro. Éste entristecía, cabizbajo seguía su camino.

Un día, al salir de clase, el perro no estaba. Yo me preocupé... Siempre andaba buscando comida entre los chicos.

Al dar vuelta en la esquina, lo vi.

Algunos chicos de séptimo grado, le habían puesto una correa y jugaban a hacerlo tropezar. Lo mareaban, haciendo que girara todo el tiempo, y reían cuando se caía.

Mi furia explotó:

-¡Eh, ustedes, grandulones! -grité.

-¡Qué te pasa, enano! -respondió uno de ellos.

-¡Si no dejan a ese perro, llamo a la policía! -dije, mostrándoles mi celular.

-¡Idiota, si te movés, te mato! -gritó uno de los matoncitos y se venía contra mí.

En ese momento pasó un patrullero y empecé a llamarlo.

Los bravucones se asustaron y salieron corriendo. Tiraron la soga y el perro quedó libre.

Me acerqué... No sé por qué causa, sentía mi vida vinculada a ese animal. Tal vez, como siempre estaba solo como yo en los recreos, creía entenderlo.

Lo acaricié para calmarlo y, noté que él temblaba.

En ese momento, supe que ese animal era ciego. Tenía cerrados los ojos, pero no estaba dormido.

-Tranquilo, soy Tomás, -le dije.

Él no reaccionó... No me conocía. Ahora me daba cuenta, yo lo veía, pero, él a mí, no. Alguna que otra vez le di algo, pero, tampoco me acercaba mucho a él. Creo que había sido un tonto.

Decidí llevármelo.

Entré en silencio a casa. Mamá me mataría, si llegaba a ver las pulgas y mugre que tenía mi nuevo amigo.

Lo bañé, usando un antiparasitario del perro que se había muerto el año pasado.

Cuando estuvo presentable, se lo mostré a mis padres.

Fue después de la cena. Todo el tiempo Sultán estuvo en mi cuarto. No ladró ni nada.

-         Tengo que decirles algo. No se enojen- Les dije apartando mi plato.

Les conté lo que había pasado y me miraron intrigados.

Me levanté y fui a sacar a mi amigo.

-Le puse Sultán, -les dije.

La noticia los tomó de sorpresa. Me miraron con horror.

No se preocupen, yo me ocuparé de él, -agregué.

-         Mirá hijo, tu padre y yo tenemos que hablarlo...

-         Seguro mami. Recuerden que tengo que aprender a ser responsable...

Me fui con el perro al cuarto.

Le di su comida, mientras intentaba escuchar detrás de la puerta.

El perro devoró todas las sobras que puse en un plato.

 -Tranquilo, todo saldrá bien, -susurré.

Le hice sentir con su hocico donde tenía el agua. Luego lo llevé hasta la improvisada cucha que creé con un montón de trapos.

En el comedor se escuchaba hablar de Bobby, mi antigua mascota.

Me sobresalté cuando me llamó papá.

Fui con cara de circunstancia.

-Sentate nene- dijo mí progenitor.

-No sé cómo se te ocurrió traer a ese perro... ¿viste sus ojos?- Papá estaba serio.- sabemos que necesitás un animal al que cuidar. Elegiste a éste -puso cara despectiva.

De golpe sonreí.- Entonces, ¿se puede quedar?

-No tan rápido, -continuó.

 Mi alma se fue al suelo.

-Solo se quedará si vos te ocupás de él -alzó su índice. Eso significa que tendrás que pagarle el veterinario.

-Papá, tengo diez años.

-Eso, o se va. Yo no pondré un centavo en ese bicho, -levantó su voz.

-Nadie toma a niños -se me caían las lágrimas.

Mamá me acarició.

 -A mí se me ocurre que si vendés los diarios viejos, las botellas vacías y juntás latas por las noches, podés ganar dinero.

-Nunca hice eso, -yo lloraba.

-         -Amor mío, -mamá me abrasó.

-Te ayudaré.

 Mi padre era muy severo, pero ella, no.

Cuando me acosté, Sultán dormía.

Sabía que no sería sencillo para mí, pero estaba dispuesto a intentarlo.

Aprendió rápido, mi amigo, a no ensuciar la casa. Lo llevaba a pasear con una correa y lo acariciaba cuando hacía sus necesidades en la calle.

Al regresar, Sultán movía la cola y se metía en mi pieza.

La falta de visión de mi amigo no resultó un problema. Aprendió de memoria cada espacio de la casa.

Durante las noches, yo salía, junto a mi madre, a buscar latitas y botellas.

Tardé un mes en poder llevarlo al veterinario.

El profesional lo examinó y me dijo:

-Tomás, este perro tampoco escucha. Contame como lo encontraste. No les diré a tus padres. Es importante que te quedes con él.

Le conté todo. Tenía un nudo en la garganta por lo que me dijo.

El hombre se quedó pensando y agregó:

 -Si te quedás con él, no te cobraré las consultas.

Estaba emocionado, abrasé a Sultán.

-Lo más importante es que tus papás sepan que tiene dificultades.

Le rogué que no dijera nada, pero me dijo que no me preocupara.

Mamá entró y yo me quedé en la sala de espera. No sabía qué diría ella, pero sí conocía cómo reaccionaría yo, me quedaría con el perro, fuera como fuera. Él me necesitaba. Si los grandes no lo entendían... Movía impaciente las piernas que colgaban de la silla. Estaba pensando en ello cuando se abrió la puerta, mamá tenía lágrimas de felicidad. Me abrazó y reprendió por no haberle dicho nada de lo que pasaba con Sultán.

 Yo les había contado, más o menos, pero el veterinario agregó detalles y le explicó como son tratados los perros en la calle.

-No cualquier niño de la edad de Tomás -dijo él-, ve en Sultán una mascota.

-Hijo mío, te hiciste cargo solo de una responsabilidad enorme. Estoy orgullosa, -dijo mi madre.

El perro empezó a tener un papel protagónico en casa.

Al recibir amor, mi compañero, respondía rápidamente. Creo que se esforzaba por complacernos.

Papá empezó a ayudarme con la compra del alimento, y hasta lo llevaba a pasear, a veces.

 Ya no salía de noche a buscar latas vacías.

El veterinario trabajaba gratis y los grandes colaboraban en el cuidado del perro.

Con caricias, le mostrábamos aprobación y cuando algo no nos gustaba, le dábamos un pequeño tirón de cola. Ese era nuestro código...

Hizo grandes avances en todo. Ahora era un perro feliz. Tenía un gran olfato y aunque no ladraba, si un intruso se acercaba a la casa empezaba a gruñir, nos buscaba y nos llevaba a la puerta. Se transformó en un perro muy guardián.

Tenía su pelaje color arena y no se parecía al vagabundo que había rescatado.

Paradójicamente, hoy papá pierde la vista y es Sultán quien nota cuando está deprimido, entonces, lo anima con besos. Se transformó en su amado perro...

 

Autora: Laura Trejo. Buenos Aires, Argentina.

agostinapaz2016@gmail.com

 

 

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