La churrería de mi barrio.
Es uno de esos recuerdos que permanecen conmigo siempre, uno de esos recuerdos
que se generan en la infancia y uno se deleita en tener presente. Es la
historia del churrero de mi barrio, Jenaro. Un churrero perfecto, que lograba
los churros perfectos: crujientes y en forma de “e”.
Mi padre era taxista, y todos los domingos los compraba. Era una fiesta, una
fiesta auténtica. Mi madre preparaba el café para ellos; nosotros tomábamos
Cola-cao, y con el aroma que se esparcía por la casa, nos levantábamos
contentos. Éramos seis hermanos: las gemelas Beatriz y Milagros (tatís y
tatitos) —así decían ellas que se llamaban—; y cuatro gamberros, Luis, Dani,
Raúl y yo. Diez años les sacaba a las gemelas. Mis padres no pararon hasta
tener una niña y tuvieron dos, por eso el ponerle a una de ellas Milagros.
Bueno pues los domingos nuestro padre iba a por churros; me gustaba ir con él,
pero si me veía muy dormido le daba pena despertarme. Pero yo insistía siempre
en acompañarle porque me encantaba ver la destreza del tío Jenaro al ensartaba
los churros en el junco verde, y unir los extremos haciendo un nudo. “¡Hala! a
desayunar a casita” —decía el tío Jenaro colocándome los churros en el brazo
cual cesta—. Las porras sin embargo, las ponían en un papel de estraza que
rezumaba la grasa y, si no estaba atento, podía mancharme de aceite. Al llegar
a casa, ya todos estaban esperándonos impacientes y la mesa de la cocina
puesta, con su hule de cuadritos blancos y azules, con sus tazas de Cola-cao y
el plato con azúcar para mojar los churros y las porras. Cuando había sobrado
pan el día anterior, mi madre lo freía. Hay también pan frito —me gritaban nada
más entrar tres o cuatro voces al mismo tiempo—; y es que eso era el no va más
de los manjares.
Hacíamos la vida en la cocina, en esa cocina de mi infancia, había una figura
central, imprescindible, importantísima: el fogón. Era una estructura de
baldosines blancos, de recio armazón, que siempre mantenía encima una gran olla
con agua, que era nuestro rudimentario termo de agua caliente. En el fogón se
cocinaba la comida, en las cacerolas rojas, casi siempre un poquito
desportilladas (heriditas negras parecían a mis ojos), y en su barrita dorada,
muy brillante, cual lingote tosco de oro que rompe la ortodoxia, mi madre
secaba calzoncillos, braguitas y calcetines.
Era suave la barrita, no quemaba y se dejaba, cálida, acariciar. También era
coqueta ya que tenía a cada extremo una moñita con cintura, donde, tentaciones
me daban, de colocar un lazo de las coletas de mis hermanas. Esperpéntico lo
que se me pasaba por la cabeza, hubiera perdido su categoría y solidez. Aunque
era una criatura supe valorarlo así y jamás le coloqué lazos.
Mi madre lo encendía con carbón negro y leña muy clarita que hacía un contraste
peculiar. Y sin saber por qué magia, todo ardía poniéndose rojas las placas y
en ese instante sabíamos que:
¡Cuidado! ¡Quema!
A ras de suelo, estaba un cuartito chiquito, la carbonera, con una cortina de
cuadritos rojos y blancos que ocultaba lo que había dentro. También estaba el
gancho del fogón; de un negro sin vida, algo mugriento; desempeñaba una tarea
arriesgada y poco reconocida: retirar las placas cuando estaban incandescentes
para añadir leña o carbón, o escarbar la ceniza para limpiar las rejillas. Pero
tanto su forma como el ruido que hacía al escarbar me resultaban desagradables:
larguirucho, con un pie pequeñito desproporcionado a ese cuerpo escuálido, con
su cabecita vacía muy redonda casi de casualidad, como dejada caer o hecha al
descuido.
El buen fogón esparcía por la casa una fragancia deliciosa de bienestar.
La churrería del tío Jenaro se mantuvo durante muchos años — hasta bien entrado
este siglo— aunque iba cambiando de dependiente cada cierto tiempo. Y yo seguía
comprando los churros para desayunar siempre que podía. Al independizarme no me
marché del barrio, y como trabajaba en la misma imprenta donde me coloqué a los
dieciséis años, que estaba muy cerca de casa de mis padres, iba todos los
domingos sin dejar de ser nunca un cliente asiduo.
Decía que la churrería permaneció hasta bien entrado este siglo, pero no
permaneció el junco. Desapareció. Ponían los churros en una bolsa de papel que
a su vez iba metida en bolsa de plástico. ¡Ay, mis juncos!, la de veces que he
apelado a vuestra flexibilidad como ejemplo en las relaciones.
Todo esto que he contado trae a colación una historia que sucedió en una mañana
de domingo. Hacía frío, aunque lucía el sol. Tendría ya unos veinticinco años y
esa noche se había quedado a dormir en casa una buena amiga. Por la mañana, al
despertarse, le dije: —¿Te apetecen unos churros para desayunar?, hay una
churrería cerca, no tardo nada en ir a buscarlos.—¡Me encantan! Voy preparando
el chocolate.
Por el camino caí en la cuenta de que café y chocolate tenía, pero no leche.
Tal vez, pienso esperanzado, tengan en la churrería.
—¡Buenos días!
—¡Buenos días! Contestó la dependiente.
—Ya veo que no tenéis nada más que churros y porras, ¿verdad?
—Nada más ¿qué querías?
—Leche. No tengo para el desayuno, y como es domingo… No sé dónde encontrarla.
—No te preocupes, ahora mismo subo a mi casa y te bajo un cartón.
Dicho y hecho. Dejó la churrería en manos de su ayudante y subió a buscar la
leche.
— Aquí tienes.
—¡Gracias! ¿Cuánto le debo?
—Nada. Los favores no se cobran. ¡Que os aproveche!
Extraordinario. Entonces no existían ni las tiendas de chinos, ni las de 24
horas, ni se abría los domingos, ni te traían a casa cualquier cosa como ahora.
Estamos hablando de 1974 ¿eh? ¡Qué de tiempo!
Esta es mi historia; ¡que se conozca!
Autora:
ángeles Sánchez Herrero. Madrid,
España.