El espejo roto:
la imagen del sí mismo en ausencia de imagen visual.
La construcción del sí mismo es un complejo proceso
que tiene lugar a lo largo de toda la vida de una persona. Implica la
articulación armoniosa de varios elementos, entre ellos, la dimensión de la
conciencia, el intercambio entre la percepción que cada uno tenga de sí mismo y
la que los demás tengan de uno, entre otras. No obstante, a lo largo de este
escrito, intentaremos ocuparnos de la formación del sí mismo corporal, que
entendemos es la base de la percepción total del ser, en tanto el cuerpo
resulta el anclaje material y natural de todo nuestro mundo de la sensibilidad,
el pensamiento y las acciones con que interactuamos con el entorno. Asimismo
esperamos poder abordar, una forma de construir el sí mismo corporal,
prescindiendo de la imagen visual en la que suelen apoyarse los estudios
respecto de este tópico.
Palabras clave: sí mismo corporal, imagen visual,
autoconocimiento.
Puntos de partida [1]
Para aproximarnos a la comprensión del proceso de
formación del sí mismo corporal y de su conciencia, no podemos dejar de tener
en cuenta que la percepción del propio ser se establece a partir de la relación
con otro. Al inicio de la vida extrauterina, apenas puede decirse que el ser
humano tenga percepción de sí mismo: sus sensaciones se reducen principalmente
a su interoceptividad, es decir, al espacio interno de su cuerpo, y en
particular, a la sensación de hambre y la satisfacción o no de ésta. Con el
correr de las semanas, el recién nacido irá incorporando percepciones
paulatinamente, como las olfativas al reconocer a su madre, las táctiles en los
labios al mamar y las auditivas al reconocer las voces familiares. Las
sensaciones o percepciones visuales, como las de reconocimiento de los rasgos
permanentes en un rostro conocido, aparecerán más tardíamente debido a la
inmadurez de los movimientos oculares. Sin embargo, no es posible todavía
hablar de conciencia de dichas percepciones, ya que tal fenómeno requiere de
una noción reflexiva sobre sí mismo, que se irá desarrollando a la par del
crecimiento del niño.
A medida que el bebé va ejercitándose en sus
movimientos, y con el correr del tiempo en sus posturas (levantar la cabeza,
girarse de costado, sentarse, ponerse de pie), irá adquiriendo la noción de su
propio esquema corporal, por medio de las sensaciones propioceptivas o
internas, que dejarán huellas sensitivas y motrices en su memoria. A la par de
este descubrimiento, el niño se habrá relacionado con su madre y adultos a su
cuidado, lo que le permitirá adquirir comportamientos y conductas que gracias a
la imitación, despiertan en él el surgir de un otro en su mundo de percepción.
Este descubrirse y descubrir al otro se acrecentará y complejizará durante la
llamada “etapa del espejo”, que suele tener lugar entre los seis meses y hasta
casi los tres años de vida. El estar frente al espejo significará para el niño
un saberse separado de los otros que hasta ahora no suponía, y su imagen reflejada
le devolverá el conocimiento de su singularidad, diferente de la singularidad
de quienes lo rodean.
El espejo roto
Ahora bien, lo que sucede con la conciencia del
propio cuerpo cuando no es posible una representación o imagen visual del
mismo, debido a la ausencia del sentido de la vista, constituye un interrogante
que muchos estudiosos, especialmente del campo de la psicología, han intentado
responder a lo largo de los años. Influido por “El estadio del espejo” (1949)
escrito por Jacques Lacan, Donald W. Winnicott afirma que el precursor del
espejo es el rostro de la madre, en tanto el niño se ve reflejado en éste de
acuerdo con lo que su madre le devuelve al mirarlo. Así, el bebé se reconocerá
a sí mismo según sea que su madre lo mire reconociéndolo, o bien, no logrará
hacerlo, si ésta no responde con su rostro a sus requerimientos.
“Existen situaciones aisladas en las que una madre
puede no responder, aunque muchos bebés tienen una larga experiencia en el no
retorno de lo que dan. Si el rostro de la madre no responde, un espejo será
entonces algo que se mira, no algo dentro de lo cual se mira: miran y no se ven
a sí mismos. Este “no-ser mirado-no-mirarse” traerá como consecuencias la
búsqueda por parte del niño de otros modos de conseguir que el ambiente le
devuelva algo de sí. Es probable que lo logren por otras vías, como en el caso
de los niños ciegos, que necesitan reflejarse a sí mismos por medio de otros
sentidos que no sean el de la vista” [2].
Si bien Winnicott da a entender que el espejo real
sólo tiene importancia en sentido figurativo, al ponerlo en términos del rostro
materno, no logra salir de la idea de un espejo “visual”, además de que no
establece por cuáles otras vías, los niños ciegos lograrían reflejarse a sí
mismos.
Por su parte, la psicoanalista Françoise Dolto [3]
sostiene que el espejo no sólo es un objeto de reflexión de lo visible, sino
también de lo audible, de lo sensible. La importancia del espejo residiría en
la función relacional y reflexiva que un espejo de naturaleza distinta nos
ofrece: el reflejo que los otros nos devuelven de nosotros mismos, a partir de
relacionarnos con ellos. No se trataría, entonces, de una imagen meramente
visual, sino más bien de una imagen psíquica, que surge a partir de la relación
a través del lenguaje, es decir, que la imagen del cuerpo propio, se
transforma, y se transmite por medio de la escucha.
No obstante creemos que existe parte de razón en lo
planteado por Winnicott y por Dolto, respecto de cómo el rostro materno y el
lenguaje pueden significar “espejos” válidos en la construcción de la
conciencia del propio cuerpo en el caso de personas ciegas, consideramos que
ambos planteos resultan insuficientes a la hora de explicar en qué modo el niño
ciego accede a la devolución que ese rostro materno le hace. Más aún en el caso
del lenguaje, cuando de éste dependerá la imagen que el niño se haga de sí
mismo, ya sea un lenguaje de reconocimiento, valorativo, amoroso, o por el
contrario, indiferente, despreciativo y hasta insultante.
Más bien, acordamos con Esteban Levin -psicoanalista
argentino especializado en la temática de la discapacidad- cuando asegura que
“se trata de pensar cómo poetizar el cuerpo que fue o es maltratado por ésta”.
Para habitar el cuerpo de un recién nacido, hace falta que el Otro lo poetice.
Desde el nacimiento el cuerpo es habitado por palabras, imágenes, colores,
sonidos, voces, toques, ritmos, texturas, símbolos; no son ni el órgano, ni lo
carnal del cuerpo, sino que remiten al niño a su filiación originaria.
“El bebé se habita en aquella canción de cuna que,
al acunarlo lo mira acariciándolo diferente, diferencia que lo singulariza. “La
caricia en ese sutil diálogo tónico entre la madre y su bebé, se sostiene en lo
que hemos denominado "lo intocable del toque" [4], lo que torna a ese
instante como un acto singular e irrepetible”. En esa intimidad nunca se
acaricia un fragmento, ni un conjunto de secciones o de partes corporales, es
un toque desinteresado de sí, por eso es asimétrico (…) Para el Otro el
niño siempre es una unidad singular que se produce en ese toque evanescente de
presencias y ausencias. “Ese contacto sensible e intangible habita al niño,
poetizándolo, sexualizándolo” [5].
Luis Eduardo Martínez –periodista del diario digital
El Cisne-, nos brinda una pista: “El refuerzo positivo o negativo que pueda
ofrecer el entorno afectivo y educativo, es esencial para determinar el modo en
que los niños con discapacidad puedan relacionarse con su imagen corporal.
(…)La construcción de la autoestima comienza con el nacimiento y el tacto es el
primer sentido a desarrollar, es la primera forma en que los bebés empiezan a
aprender sobre el mundo que les rodea y sobre sí mismos. La expresión del
afecto a través del contacto, de las caricias, de los abrazos, es la primera
defensa contra la influencia exterior, es la mayor seguridad que se puede
transmitir a un niño” [6].
De la misma manera, podemos tocar con la palabra. La
palabra es una fuerza fundante, creadora. Cuanto más cobijado se haya sentido
un niño por la palabra y el afecto, desarrollará más habilidades para hacer
frente a la presión externa, las burlas o la mirada extrañada del otro. Es
decir, que por el reconocimiento del niño o adulto con discapacidad, por medio
de la palabra de afirmación y el contacto físico afectuoso, éste encontrará en
sí la confianza y la seguridad en sí mismo para ser y actuar según quién es.
Autoconocimiento y autenticidad
Retomando lo planteado por Levin y Martínez, emergen
con fuerza propia las premisas del toque y la palabra amorosos. Casi en
paralelo al rostro materno –propuesto por Winnicott como espejo (a falta de un
vocablo más adecuado)- aparecen quizás, más reales y eficaces, las manos
maternas, o, mejor dicho, el toque materno.
Al ser tocado, acariciado, acunado y sostenido en
brazos, lo mismo que al ser amamantado, el bebé se ve rodeado y contenido por
ese contacto amoroso. Este contacto es el que, paulatinamente, irá despertando
en él la percepción y la posterior conciencia del límite de su propio cuerpo y
el de su madre [7]: allí donde se siente tocado, termina su cuerpo y comienza
el de mamá, y viceversa. Si bien, al comienzo, el niño se siente íntimamente
unido como en una simbiosis biológica y entrañable a su madre, el contacto con
otros adultos le permitirá gradualmente darse cuenta de su individualidad.
El toque piel a piel, especialmente las caricias
afectuosas realizadas con lentitud, favorecen la producción de oxitosina, una
de las hormonas del placer y la sensación de bienestar. Asimismo, la doctora en
biología y especialista en educación Carla Hanaford, en su libro “aprender
moviendo el cuerpo” [8], señala que este tipo de toque, especialmente en los
primeros 18 meses de vida, -aunque también a lo largo de toda ella- propicia la
generación de nuevas conexiones en el Sistema nervioso Central; éstas nos hacen
más aptos para la adquisición de nuevos aprendizajes, mejoran nuestra capacidad
de adaptación, propician la creatividad, la apertura en la expresión de la
propia emocionalidad, y la seguridad y confianza en uno mismo, por saberse
reconocido y apreciado. De allí que este contacto debe ser siempre movido por
el afecto.
Otro tanto podría decirse respecto de la palabra
amorosa, puesto que ésta tiene el poder de reforzar lo que el niño haya
percibido de sí mismo en el contacto con su madre y adultos del entorno. Tal es
la fuerza de toque de la palabra, que lleva en sí la capacidad de construir o
demoler una autoestima basada en la imagen que el niño se forma de sí mismo, a
partir del toque recibido, según sea esta imagen positiva o negativa.
Así, el niño irá formándose una imagen de sí mismo,
de su cuerpo: de esta autopercepción, surgirán su autoestima y su personalidad.
Es durante la adolescencia y primeros años de la juventud cuando, debido a una
natural crisis de identidad y a la apertura a un entorno social más amplio y
variado, esta imagen de sí mismo pueda experimentarse interiormente cuestionada
[9].
De contar la persona con un bagaje de refuerzo
positivo, por el contacto físico amoroso y la palabra de afirmación, le
resultará menos costoso despojarse del reflejo que el “espejo social”
(familiares, amistades, entorno educativo-laboral) le devuelva, gracias a la
seguridad y confianza que pueda encontrar en sí mismo. De no ser así, tendrá
por delante el apasionante desafío de encontrarse o reencontrarse con el propio
cuerpo, las vivencias y emociones que lo habitan, y emprender así el
personalísimo camino del autoconocimiento, que lo conducirá al despertar de la
propia esencia, del sí mismo más auténtico.
Nótese que todo lo dicho hasta aquí, resulta válido
tanto para personas que ven como para quienes no. Sin embargo, la búsqueda de
la reafirmación de la propia imagen, sobre todo por medio de la conciencia
corporal, cobra vital importancia para quienes no contamos con el refuerzo y la
constatación visual de lo autopercibido, debido a la ausencia del espejo
material o social por el reflejo que éstos nos devuelven.
Al respecto permítaseme concluir con un relato
autobiográfico a fin de ilustrar lo expuesto. Adviértase asimismo, que lo
visible y la luz de ambiente presentes en la estancia donde se desarrolla la
escena, no aparecen sino gradualmente, en tanto que a la protagonista se le van
develando sus verdades interiores, y a medida que encuentra una renovada
seguridad y confianza en sí misma, a partir de su diálogo con el espejo, que no
es otra cosa que el reflejo de su yo auténtico.
Perséfone en el espejo [10]
La estancia está a oscuras. No obstante puedo verla
acercarse, con su desnudez femeninamente proporcionada, y su abundante
cabellera que inunda todo su ser.
_Perséfone, ¿has estado llorando otra vez? –le
pregunto. Alcanzo a distinguir el brillo de sus lágrimas rodando por su fresco
rostro.
La miro aún más detenidamente, y noto sus profundas
ojeras, huellas de un sueño que no se ha hecho presente. Su andar hacia mí es
cansino y lento, como de quien se siente terriblemente agotado.
_¿Cómo pretendes que no llore? –me responde con un
hilo de voz-, Hace más de tres años que estoy aquí, y aún no logro acostumbrarme…
_Es llamativo, tienes todo lo que una mujer podría
desear, y aún así sigues triste. ¿No eres feliz, acaso?
_¡Sí que lo soy! Sin embargo, experimento un
descontento profundo aún…
_¿Qué es lo que tanto te acongoja?, dime, por favor.
Ni tu esposo, ni yo podemos seguir viéndote así, no descansas, ni comes, ni
sonríes… ¿Es acaso añoranza lo que te tiene tan turbada?
_Quizás, puede haber algo de eso. Extraño, todavía,
el mundo de la luz. ¿Recuerdas?... ¡Qué hermoso era!
_Perséfone, hablas como si nunca más hubieras vuelto
allí, y sin embargo, puedes hacerlo cada vez que quieras.
_No te equivoques, sólo puedo hacerlo en ciertos
momentos del año. En las estaciones “acordadas”. Y yo necesito de la luz, es la
tierra en la que crecí.
¿Recuerdas? El verde de las praderas y los bosques,
las flores variopintas y sus perfumes, las melodías de las aves durante el día
y el arrullo de los grillos por las noches; el ulular de la brisa que me
susurraba secretos al oído; el calor del sol y su luz develadora de todas las
maravillas y deleite de los sentidos. Y mi madre, mi madre... Y tantas
amistades...
_Pero, aquí tienes a tu esposo, y puedes hacer
amistades nuevas.
_No es lo
mismo, y tú lo sabes... Aquí todo es oscuro y mustio, como mustias son las
almas que habitan este mundo.
_Creo que estás exagerando un poco...
_Puede ser, quizás las almas no sean mustias, pero
viven como muertas, o al menos, como anestesiadas. El silencio, aquí, no se
compara en absoluto al silencio conmovedor de los valles, o al murmullo silencioso
y, a la vez, cantarín de los ríos. Éste, es un silencio de muerte, un silencio
estrepitosamente ruidoso...
_Pero, insisto, debe haber algo más... No puedes
poner la razón de tu descontento sólo en lo externo. ¿Qué hay de ti? ¿Qué dices
de ti misma?
Recuerda, ¿qué estabas haciendo antes de venir aquí?
_Estábamos recogiendo flores con mis amigas. Pero,
¿eso qué tiene que ver?
_Pues mucho... ¿Qué flor encontraste tú, que hizo
que te separaras de tus amigas?
_Un narciso...
_Así es... Como aquél que vio su propio reflejo en
el agua, tú te encontraste a ti misma cuando descubriste aquella preciosa flor.
Por eso, tu esposo se enamoró de ti en aquel instante, cuando te encontraste a
ti.
_No lo había pensado... -dice sorprendida.
En ese instante, me parece ver que la estancia se
ilumina por un momento, pero no veo entrar a nadie.
_¿Por qué te sorprendes? Es natural que así sea, que
se haya prendado de la belleza de un ser que se sabe auténtico.
No me mires así, Perséfone, tú lo sabes, es sólo que
lo has olvidado... ¿Verdad?
Ella asiente
con su cabeza.
_Estás llorando como la doncella que fuiste, y te
olvidas de que ahora eres una reina, la reina del mundo oscuro. Tú crees que la
oscuridad es muerte, pero, a veces, es más viva que la vida misma... –le digo,
y le muestro las almas de los que habitan de este lado.
Mira las almas que tú percibes como mustias,
anestesiadas o muertas: en realidad, son seres que sufren, como tú. En el mundo
de la luz, juegan a vivir, como lo hacían tú y tus amigas, hasta que
encontraste el narciso, y te encontraste a ti.
Tú conoces el mundo de la luz, y puedes volver allí
cada primavera y cada verano. Allí recoges las flores que alegran tu rostro y
tu ser, atesoras el canto de las aves, de los grillos y de los ríos en tu alma,
y cosechas con tus manos los frutos maduros y sabrosos de los jardines de tu
tierra, los entrañas en ti. Tú misma eres un jardín y un océano de vida.
Recuerda que, al comer de los granos de la granada,
que tu esposo te ofreció antes de volver a tu madre, y no habiendo probado otro
alimento aquí, te abriste a la vida de tus propias decisiones y a la vida de
tus entrañas.
Aquí, y al lado de tu esposo, aprendiste que lo que
conocías del mundo de la luz, no es lo único que existe, pero puedes beber de
ello, y alcanzárselo a las almas que te rodean ahora. Tú puedes aliviar su sed,
con las riquezas de la luz que recogiste, y que ahora viven en ti.
Ella ha guardado silencio todo este tiempo, y ha
inspirado profundamente, como quien huele el exquisito aroma de una flor, tal
vez un narciso. La estancia ha pasado de estar a oscuras, a estar en penumbras,
y la reina se ha puesto de pie.
A medida que la luz se hace más intensa, voy
distinguiendo los detalles de la cámara: la alfombra roja que recubre todo el
suelo de la estancia, el cortinado aterciopelado negro, el finísimo edredón
blanco del lecho nupcial.
Un aroma a flores frescas inunda el ambiente, cuando
Perséfone sumerge sus manos en un cuenco con agua para purificarlas, refresca
su rostro y las seca al fuego del hogar.
Las llamas parecen encender su faz, pero no es la
luz de éstas la que ilumina su ser, sino la que ella misma irradia, que hace
resplandecer asimismo su vestido y tocado de reina.
Ella me mira agradecida y me dedica una sonrisa radiante,
la que le devuelvo...
Referencias
[1] Véase Oyarzábal, Cristina (2011). Ciegos, el
maravilloso mundo de la percepción. Editorial Lugar, Buenos Aires, cap. 5.
[2] Winnicott, Donald (1985). Realidad y juego.
Editorial Gedisa, Buenos Aires. Citado en Oyarzábal, Cristina (2011). Ciegos,
el maravilloso mundo de la percepción. Editorial Lugar, Buenos Aires.
[3] Dolto, Françoise (1992). El niño del espejo; el
trabajo psicoterapéutico. Editorial Gedisa, Barcelona. Citado en Oyarzábal,
Cristina (2011). Ciegos, el maravilloso mundo de la percepción. Editorial
Lugar, Buenos Aires.
[4] Véase Levin, Esteban. La infancia en escena.
Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor. Editorial Nueva Visión.
[5] Levin, Esteban. El cuerpo sexuado del niño
discapacitado. Recuperado de: http://www.lainfancia.net/articulos.htm.
[6] Martínez, Luis Eduardo. Imagen corporal y
autoestima en niños con discapacidad. Recuperado de: www.elcisne.com.
[7] Entiéndase por madre también a la persona que
ejerza esa figura y función, aunque no fuese de suyo la progenitora.
[8] Hanaford, Carla (2008). Aprender moviendo el
cuerpo. Editorial Pax, Méjico DF.
[9] Véase
Bustos García, Brenda Araceli (2009). La construcción de la imagen corporal sin
imagen visual. El caso de mujeres ciegas. XXVII
Congreso de
[10] Pasqualetti Manzano, Ornella Vanina (2017).
Perséfone en el espejo: cuento autobiográfico adaptado a partir del mito.
Octubre, Buenos Aires, inédito.
Ornella Vanina Pasqualetti Manzano
Buenos Aires – Diciembre 2018
Autora: Ornella vanina Pasqualetti Manzano. Buenos
Aires, Argentina.