El embrujo de la casa de té.

 

 Es una antigua Casa de Té. Su interior es cálido y con un penetrante olor a madera, que, a su vez, se mezcla con los infinitos aromas de las hebras que, día a día, llegan de distintos lugares del Mundo.

 Aquí, esta ancestral bebida se combina en fórmulas que llaman “Blend”. No sé si mis abuelos conocían ese término, pero eran grandes bebedores de té. Así tomé yo la costumbre de consumirlo en cualquier momento del día, y así también fue, como me sentí atraída por aquella Casa, donde pasaba maravillosos momentos.

 Siempre que podía, elegía la mesa más cercana al mostrador, me fascinaban los aromas que escapaban al abrir los contenedores de las distintas hebras y, como cambiaban el aire, a medida que se les sumaban las cáscaras de frutas, los pétalos de flores, las hojas de menta o melisa.

 Entrecerraba los ojos y paseaba por el Mundo: por las Mesetas Chinas, la emblemática Isla de Ceilán, (me gusta más que Sry Lanka), las Selvas Amazónicas, la Sabana Africana, o los patios Andaluces, plagados de macetas con plantas aromáticas.

 Se hacía evidente que no era la única que se sentía subyugada por aquel lugar. Asiduos clientes, habitués de aquel armónico clima, nos encontrábamos día a día. Diría, que sin necesidad de confesarlo, nos hacíamos compañía.

 Claro está que sólo nos reconocíamos por nuestras representaciones exteriores, ya que rara vez cruzábamos palabra.

 Pero un día, como resultado de tantas sensaciones, derivadas de los exquisitos “Blend”, me animé a cruzar un comentario con mi vecina de mesa. De hecho, primero surgieron las palabras sueltas, las sonrisas; luego el diálogo y, al final, la espontánea invitación de ambas para compartir la mesa.

 Así conocí a Ana; desde entonces, cuando coincidíamos en nuestros horarios, compartíamos la mesa en La Casa de Té.

 Se la intuía una mujer espontánea, segura, audaz y de mente abierta a las oportunidades que la vida le ofreciera. Una perfecta combinación para esta exuberante mujer y su intensa vida. Según me confesó, té de por medio.

 De paso por esta ciudad, instalada en casa de una amiga, disfrutaba de la Magia que estas calles le ofrecían. Más aún desde que descubrió este rincón de sabores y aromas.

 Me contó, que un día tomó las valijas, aprendió a decir “no”, y salió a probar la perspectiva que brinda una breve soledad.

 No tenía motivos aparentes. No pasaba por una crisis económica, ni de pareja, ni de relación con sus hijos. Simplemente necesitaba conquistarse, reverenciarse, darse espacios y tiempos que había perdido en el trajinar de lo cotidiano.

 Dado que las antiguas Casas de Té, en China, eran lugares para descansar; quizás sin saberlo, la había elegido como bastión para sus días en soledad.

 Su imaginación y su intuición la habían guiado, hasta organizar una actividad descubierta por ella recientemente, dibujar y pintar “Mandalas”. Pasaba horas enredando y desenredando círculos, óvalos, líneas, puntos y colores.

 Había descubierto que cada vez que terminaba con aquellas imágenes se sentía liviana, invadida por una infinita paz. El resultado de todas estas sensaciones provenientes del pensamiento, la Mente y las emociones, iban transformando sus días y su antiguo sistema de vida.

 Una tarde, al entrar a la Casa de Té, encontré a Ana esperándome con una inmensa sonrisa en sus labios y los ojos húmedos, casi llenos de lágrimas. Me saludó de una manera particular, con mucha emoción apretó mis manos. Puedo asegurar que aquel estado era contagioso, y, en ese momento, mi querida amiga soltó la pregunta: “¿vendrías conmigo?”.

 “¿A dónde?”, sonreí.

 “A donde me lleven estos aromas y mis Mandalas”.

 No pude hacerlo, no me atreví...

 Vi partir a Ana, envuelta en una nube de comprensión, de intensión, propósito y creatividad.

 Mi Alma quería correr detrás de ella, mi Espíritu me empujaba, pero mi cuerpo no se movía. ¡No me atreví, no me atreví!... Está en mi pensamiento cada día...

 No volví a ver a Ana, pero siempre llegan sus postales a la Casa de Té. Me recuerda en cada una de ellas y, así, comparto la Gran Aventura que es su vida.

 Sigo disfrutando de la calidez de este lugar, conociendo rostros y viendo desaparecer otros...

 Gracias a los viajes de Ana, ahora nos comunicamos más. Compartimos tardes de té, mientras comentamos sus postales. Unimos las mesas, dos o tres, según vamos llegando o partiendo. Pareciera que el ambiente se tornó más alegre y dinámico, a pesar de que el grupo está formado, generalmente, por personas de más de sesenta años.

 A propósito, haciendo hincapié en la edad, tengo que reconocer que se ha unido al grupo un hombre de unos setenta años, llamado Ángel, que atrae mi atención. Por su vitalidad y energía, no deja de asombrarme.

 Hizo comentarios que despertaron la curiosidad de todos, contando historias de su vida y comparándolas con los viajes de Ana.

 Decía que a él, sus sueños también lo libraron de la esclavitud de su razón. Viajó, habló y se instruyó en tierras que jamás imaginó conocer. Le enseñaron a no temer el camino que crece en la imaginación, en el interior de cada uno de nosotros, ese que nunca nos atrevemos a confesar, que nos crea incertidumbre si lo hacemos.

 Ángel llevaba en sí, el recuerdo permanente de lo que su elección había significado.

 Las imágenes de lo vivido por este hombrecito, entremezcladas con los aromas del lugar, dieron origen a tertulias cotidianas cada vez más concurridas. El espectáculo que brindaban aquellos adultos mayores, era sublime. Ya no eran solitarios tomadores de té; sino acalorados conversadores, que, casi al unísono, filosofaban sobre todo lo que hubiesen realizado en sus vidas, si la negatividad o la contradicción, no los hubiesen atrapado.

 Una tarde, al entrar al salón de té, noté la diferencia. Era como si hubiesen rejuvenecido, tenían menos años que cuando los viera por primera vez. ¡En ese momento intuí que sus Almas se habían emancipado!. Se activó entre ellos una vida de relación, que ya no tenían con sus propias familias.

 También se hicieron notorias las reuniones de los miércoles, a las que nadie faltaba. Largas conversaciones en voz baja, anotaciones al unísono, miradas cómplices y sonrisas pícaras.

 ¿Un Sábado por la mañana, y tanto alboroto en la Casa de Té?...

 No cabía en mí de asombro, gente que no conocía salía y entraba; con cara de disgusto unos, y de preocupación, otros.

 Me acerqué al mostrador y, solo con mirarla, una de las empleadas soltó a borbotones un comentario increíble: ”Desde la reunión del Miércoles, no los volvimos a ver”...

 Mi cara de asombro le dijo que había entendido; entendí que aquellos “abuelos”, que colmaban día a día la Casa de Té, eran el motivo de tanto revuelo y preocupación. Entendí que no me había equivocado cuando intuí la sutil libertad con que se movían esos cuerpos en los últimos tiempos.

 Una alegría inmensa me invadió. Supe que Ángel había impregnado aquellas Almas con sus recuerdos sublimes...

 Salí del lugar, riendo como una niña. No me importaban las furtivas miradas de los transeúntes que pasaban. Pensaba en Ángel y más me reía...

 De pronto, recordé a Ana y dejé de reír, una extraña pregunta pasó por mi mente: ¿Sería un Embrujo de la Casa de Té?...

 Recorrí el camino a casa con la impaciencia de saber que, hasta el día lunes, no abría sus puertas nuevamente.

 Y llegó el lunes, se me hizo eterno este día, quería llegar, esa tarde, como nunca, a sentir el aire plagado de aromas y recuerdos.

 Cuando entré, vi sonrisas detrás del mostrador que tenían un dejo de complicidad. Una empleada sostenía una postal en su mano y me hacía señas con ella para que me acercara. Al llegar al mostrador me sorprendí, era una foto, en ella estaban Ana, Ángel y todos los abuelos.

 Más que nunca recordé aquella frase atribuida a Albert Einstein: “El que ejercita la voluntad, alcanza la fuerza”.

Pero, a pesar de la enseñanza de los abuelos y de la frase, me desmayo de placer cada día en este lugar, esperando que el Embrujo me alcance.

 

Autora: Diana Miriam Poletto. Funes, Argentina.

dianapoletto@yahoo.com

 

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